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Ella asintió.

– Dejaré que elija la música que acompañará a la operación de hoy -dijo, alzando una mano con la palma hacia arriba-. Siempre que no se le ocurra escoger uno de esos mantras californianos. Me vuelven loco.

«¿Qué me dice de un rap?», pensó ella subversivamente. En cambio, se limitó a preguntar:

– ¿De qué operación se trata? -Una lobotomía. – ¿Epilepsia?

– Sí. – ¿Grave? -Bueno, vamos a operarle, ¿no?

Ella se sonrojó intensamente. La pregunta le había sonado estúpida en el mismo instante en que las palabras salían de su boca. Pero la había hecho sólo para mantener la conversación; quería impresionarlo y demostrarle que no se había equivocado al contratarla. Ahora se sentía ridículamente torpe. Él ya no era el hombre encantador que la había entrevistado.

Saramaggio se disculpó -tenía que hacer una llamada y ella abandonó su despacho. Esperar en el corredor sin nada que hacer no hizo más que aumentar su sensación de incomodidad. Fingió estudiar un gran plano de Manhattan y parte de Queens que estaba clavado en un tablón de anuncios. Estaba cubierto de chinchetas rojas y blancas. Advirtió que las chinchetas estaban agrupadas alrededor de los barrios de viviendas protegidas de East Harlem. – ¿Buscas apartamento?

La voz la sobresaltó y, cuando se dio la vuelta, vio a un hombre joven, de hombros anchos, vestido con una bata verde. Su piel era cetrina; era indio o pakistaní, y a través de la zona abierta de la bata se veía una mata de pelo negro; como un pequeño jardín de arbustos en un parque, se descubrió pensando.

– No… yo… -Sintió que sus mejillas volvían a encenderse-. Sólo me preguntaba…

– Es un plano de nuestros casos urgentes. La información se obtiene de la sala de urgencias. Las chinchetas rojas corresponden a trauma agudo, y las blancas a trauma contuso.

– Entiendo.

– Sólo Dios sabe por qué lo conservamos. Supongo que algún día servirá para obtener un doctorado en salud pública.

– Y te dice qué vecindarios debes evitar. -Sí. Eso podría ser.

Él sonrió y le tendió la mano con una calidez que parecía auténtica. Tenía un acento apenas perceptible. -Singh. Gulchaman Singh. Puedes llamarme Gully. -Yo soy Kate Willet.

– Lo sé. Aquí las noticias vuelan. Bienvenida a nuestro equipo. Hoy estoy de ayudante.

Finalmente una cara amistosa, pensó ella.

Gully la acompañó a un gran tablero dividido por quirófanos; había previstas una docena de operaciones: la hora, el paciente, el procedimiento, el cirujano, el anestesista, la enfermera instrumentista y la enfermera circulante. Encontraron el quirófano que le correspondía al doctor Saramaggio. Sala 7.

– Podríamos ir a hacer una visita -dijo Gully-. A Saramaggio le gusta entrar en el último momento, justo cuando el paciente está abierto y se necesita su toque experto. A veces ya se ha marchado antes de que te hayas enterado. Kate aguzó el oído para detectar un tono de crítica en sus palabras, pero no lo había.

Ambos se vistieron y entraron en el quirófano. La enfermera instrumentista ya estaba allí y había extendido el instrumental sobre la mesa de Gerhardt, encima de la mesa de operaciones. La mujer bajó de la plataforma para ayudar a Singh con sus guantes estériles e hizo lo propio con otro hombre. Llegó el anestesista y comprobó la disposición de los aparatos que mantenían un registro de los signos vitales. Por último, el paciente, una mujer de rasgos hispanos que rondaba la treintena, llegó en una camilla. Había sido sedada con Valium, pero el miedo era evidente en sus ojos al ser transferida a la mesa de operaciones bajo la potente luz de las lámparas. Se le aplicó un goteo intravenoso para completar la sedación con una infusión de propofol, o «leche de amnesia», como lo llamaban los residentes. Se la sometió a ventilación asistida y quedó sujeta con una correa mientras un hombro quedaba levantado con la ayuda de un cojín.

La música, elegida por otra persona, era Las cuatro estaciones de Vivaldi.

Los cirujanos ayudantes trabajaban deprisa. Esterilizaron la cabeza rasurada de la mujer con yodo, tiñendo la piel de un brillante color naranja y luego colocaron los paños verdes estériles a través de una barra retenedora que le rodeaba la frente; el rostro desapareció dentro de una tienda de tres lados, abierta para que el anestesista pudiese trabajar. Procedieron a cortar a través de la piel. El olor a quemado se extendió por la sala cuando cauterizaron el músculo frontal y lo separaron del cráneo. Luego utilizaron el taladro chirriante para cortar un trozo regular de cráneo, que fue extraído y entregado a la enfermera, quien lo depositó sobre las almohadillas estériles que tenía sobre la mesa. Ampliaron la ventana ósea separando los bordes con pinzas afiladas y luego cortaron a través de la duramadre, con lo que dejaron expuesto el cerebro, una masa de protuberancias azules y rojas y vasos sanguíneos, ligeramente palpitantes. El monitor mostraba tres líneas: latidos cardíacos, ritmo respiratorio y temperatura. Uno de los cirujanos cortaba profundamente mientras el otro succionaba la sangre y limpiaba los vasos de vez en cuando con una solución salina.

Kate permanecía a un lado. Muy pronto se le unieron otros dos observadores, un chico y una mujer joven, que lo miraban todo con los ojos muy abiertos y hablaban en voz baja, como si estuviesen en la iglesia. Ella supuso que se trataba de invitados del doctor Saramaggio, y tomó su presencia en la sala de operaciones como otro signo de su habilidad para actuar sin hacer caso de las reglas.

Dos horas más tarde, los cirujanos comenzaron a explorar una porción de la corteza cerebral. El anestesista hizo que la paciente recuperara la conciencia, y Gully colocó una corona esterilizada con dieciséis electrodos suspendidos en el cráneo a través de finos alambres revestidos. Insertó uno de los electrodos en la amígdala cerebelosa y otro en el hipocampo, y el otro ayudante le pidió a la paciente que contara. Una voz vacilante salió del interior de la tienda. La mujer llegó a doce y luego permaneció en silencio durante varios segundos antes de continuar hasta veinte. El cirujano le mostró la imagen de una granja y le pidió que nombrase a los animales uno por uno. La mujer abrió la boca varias veces, pero de ella no salió ningún sonido; los cirujanos detuvieron la pequeña prueba y tomaron nota.

– Esto es para preservar el centro del lenguaje -explicó Gully a los asombrados visitantes-. Esta mujer es epiléptica, de modo que eliminaremos la parte de su cerebro que provoca los ataques. Si el electrodo estimula ese punto y ella no puede hablar, sabemos que debemos salvarlo. Saramaggio entró en el quirófano como una exhalación, con una gruesa lente microscópica en un ojo, lo que le confería un aspecto llamativo. Saludó a los visitantes con una leve inclinación de la cabeza, lo ayudaron a enfundarse la bata quirúrgica y echó un vistazo al cerebro de la paciente. Luego se irguió y examinó las placas de resonancia magnética sujetas a un tablero electrónico.

– El área donde la paciente sufre los ataques es muy interesante en este caso -anunció, dirigiéndose a sus jóvenes invitados-. Padece lo que denominamos «ataques de ausencia», lo que significa una suspensión total de la conciencia. Hace dos semanas sufrió uno de esos ataques en mi despacho. Estaba sentada delante de mí y, de pronto, se quedó sin expresión, su rostro era una máscara, sin el más mínimo rastro de emoción. Luego se levantó, abrió la puerta, salió al corredor y se sentó en la sala de espera. Todo ello sin tener la más remota idea de lo que estaba haciendo; sin ser en absoluto consciente de su comportamiento. Cuando despertó, varios minutos más tarde, no recordaba nada de lo sucedido.

– Tío Leo -dijo el chico-. Está despierta. ¿Cómo puede soportar el dolor?

– No siente dolor alguno. En el cerebro no hay terminaciones nerviosas. Eso tiene sentido, del modo en que las cosas que suceden en el cuerpo habitualmente lo tienen: los nervios existen para avisar al cerebro de la existencia de un peligro en otra parte. No hay ninguna razón para que lleguen hasta aquí; si algo llega tan lejos, se acabó la fiesta.