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Pero ha colgado. Vuelvo a llamar y le pido a Sally que me ponga con el jefe.

Una breve pausa, y Sally está nuevamente en la línea.

– No se pondrá al teléfono -me explica-. Lo siento, Víncent. ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por ti?

Considero la posibilidad de utilizar a Sally como mí agente provocador. Podría pedirle que husmee en los archivos, que vuelva a hacer efectiva mi tarjeta de crédito, que me envíe un nuevo billete de avión para regresar a Los Ángeles; pero ya he metido a Glenda en problemas y no necesito añadir otra criatura a mi lista de sufrientes amigos.

__Nada -le digo-. La he jodido, eso es todo.

– Todo se arreglará -dice.

Es seguro. Claro está que sí.

Sin tarjeta de crédito y sin una perra en el bolsillo, no puedo permitirme el lujo de pasar otra noche en la ciudad. La habitación se oscurece perceptiblemente.

– ¿Quieres que envíe tus mensajes a casa?

– ¿Qué mensajes? -pregunto.

– Tienes una pila de mensajes aquí en la oficina. ¿No te lo dijo el señor Teitelbaum?

– No exactamente. Joder, me traen sin cuidado. ¿Son importantes?

– No lo sé -dice Sally-. Son todos de un sargento de policía, un tal Dan Patterson. Sólo quiere que le llames. Dice que es urgente, y hay cuatro o cinco mensajes.

Un segundo más tarde he acabado con Sally y me pongo en contacto con la división Rampart del Departamento de Policía de Los Ángeles. Un rápido «Vincent Rubio para Dan Patterson, por favor», y pronto la voz de Dan se oye al otro lado de la línea.

– Dan Patterson.

– Dan, soy yo. ¿Qué ocurre?

– ¿Estás en casa? -pregunta.

– Estoy en Nueva York.

Una pausa, ligeramente sorprendido.

– No estarás… otra vez…

– Lo estoy, en cierta manera. No preguntes.

– De acuerdo -dice, deseando dejar de lado ese tema. Eso es un amigo-. Encontramos algo en el cuarto trasero de ese club nocturno…

– ¿El club Evolución?

– Sí. ¿Recuerdas que te dije que algunos de mis chicos habían estado examinando el lugar? ¿Y que había una caja que no se había quemado? Bien, encontraron algo muy extraño y pensé que debías saberlo. No se trataba de revistas ilegales.

– Supongo que se trata de algo que no puedes contarme por teléfono -digo. En mi vida ha comenzado a formarse una especie de patrón y resulta agotador perseguirlo alrededor del mundo.

– Es más complicado que eso, puedes creerme. No lo creerás ni lo entenderás a menos que veas personalmente lo que hemos encontrado. Tuve que llevarlo todo al Consejo, y ahora mismo están celebrando una reunión de urgencia; pero he hecho una fotocopia para ti.

– ¿Qué pasaría si te dijese que me han dejado fuera del caso del club Evolución? -pregunto.

– Tranquilo… Aun así, tendrás una fotocopia.

– ¿Y qué pasaría si te dijese que no tengo dinero para coger un vuelo de regreso a Los Ángeles, que mi nombre acaba de ser eliminado oficialmente de todas las agencias de detectives de la ciudad, que me importan una mierda Teitelbaum o sus casos, que falta el canto de un duro para que acaben conmigo en esta ciudad y que probablemente necesitaré una buena cantidad de pasta para regresar a Nueva York después de que nos hayamos visto?

Dan se toma un poco más de tiempo para responder la pregunta, pero no tanto como yo había imaginado.

– Entonces cruzaría la calle y te enviaría un poco de pasta con la Western Union.

– ¿Tan importante es? -pregunto.

– Lo es -dice.

Dos horas más tarde estoy en la cola del aeropuerto con mi bolsa de viaje colgada del hombro.

Fecha y lugar: Los Ángeles, cinco horas más tarde. No me ascendieron a primera clase en mi vuelo de regreso. El tío del mostrador me dijo que hablase con el tío del escritorio, el tío del escritorio me dijo que hablase con el personal de vuelo, el personal de vuelo me dijo que regresara a la terminal y hablase con el tío del mostrador, y para cuando finalmente me dijeron que sí, que les encantaría colocarme en primera clase, ya no quedaban plazas disponibles en primera clase, porque el resto del pasaje había subido al avión una hora antes. Así pues, pasé la mayor parte del vuelo apretujado entre un diseñador de software dispéptico, cuyo ordenador portátil y accesorios correspondientes ocupaban todo el espacio disponible en mi bandeja y en la suya, y un crío de seis años, cuyos padres, ¡maldita sea mi suerte!, habían conseguido asientos en primera clase. Cada dos horas, su madre se acercaba a los intocables de la clase económica y le decía al niño que no molestase a ese señor tan agradable -yo- que estaba junto a él, y Timmy (o Tommy, o Jimmy, no recuerdo) juraba solemnemente por todos los sagrados personajes de cómic que así lo haría. No obstante, diez segundos después de que su madre hubiese desaparecido a través de la cortina divisoria reanudaba sus golpes contra cualquier superficie posible, incluidas mis partes corporales. Era una especie de Buddy Rich, sin duda, pero a pesar de su talento, yo estaba absolutamente preparado para arriesgar la vida y la pérdida de un futuro grande del jazz lanzándole de cabeza por la salida de emergencia más próxima.

Cuando finalmente pude dormirme, soñé con Sarah.

Lleva algún tiempo conseguir un taxi en Los Ángeles, incluso en el aeropuerto, pero finalmente doy con uno que no tiene problemas en llevarme hasta Pasadena. El dinero que Dan me envió a Nueva York se está yendo rápidamente, ya que el billete de avión me costó más de doscientos dólares porque lo compré en el último momento. Decido devolverle hasta el último céntimo tan pronto como me recupere de esta mala racha, cuando quiera que eso suceda. En este momento, estoy hasta el cuello de deudas y las sigo amontonando rápidamente.

Un breve recorrido por la Ciento Diez nos lleva a la avenida Arroyo Vista y a la casa de Dan en los suburbios, donde pasa la mayor parte de sus días libres. Pocos minutos más tarde, el taxi se detiene frente a la casa grande, de dos plantas, pintada de azul y blanco, y casi choca contra la camioneta Ford que está aparcada de lado en ef camino de entrada. Pago al taxista y salgo del coche.

Delante de la casa hay un ejemplar de Los Ángeles Times de hoy; las páginas abiertas vuelan bajo la cálida brisa que sopla del sur. Piso con cuidado los titulares de esta mañana, tratando de no estropearla tira cómica dominical, y golpeo la puerta. Necesita con urgencia una capa de pintura; la madera ha sido atacada durante mucho tiempo por los omnipresentes contaminantes del aire, pero sigue siendo un buen pedazo de roble que me devuelve el eco de mis golpes.

Espero. Las posibilidades son que Dan esté en la sala, instalado en su sillón reclinabie imitación La-Z-Boy, con una bolsa de cáscaras de cerdo o patatas fritas en la mano, y mirando con evidente esfuerzo su tele de veinte pulgadas porque es demasiado obstinado para usar lentillas. «Ya es bastante triste tener que usar maquillaje todos los días -me dijo un día-. No pienso ponerme lentillas.» Mejor no sacar siquiera el tema de las lentillas.

Pasa un minuto sin que nadie responda. Vuelvo a intentarlo, y esta vez golpeo con más fuerza.

– ¡Danny, muchacho! -grito, acercando los labios a la puerta lo máximo posible sin entrar en contacto con la madera-. ¡Abre la puerta!

Dan conoce el significado de mis palabras. Puede decir «¡Abre la puerta! [2]» en más de dieciséis lenguas diferentes y cuatro dialectos asiáticos. Ésos son los vicios que se adquieren siendo un detective de la policía de Los Ángeles.

Tampoco hay respuesta. Veo que Dan sigue conservando en la puerta esa aldaba que le regalé en las últimas Navidades siguiendo un impulso absurdo; se trata de una enorme, cara y demasiado recargada gárgola, que estaría completamente fuera de lugar en cualquier sitio que no fuese la mansión de la familia Monster. Cojo ¡a nariz de bronce de la bestia y golpeo sus patas contra la sólida placa metálica que hay debajo. Esto sí que es un toe, toe, toe, y los pesados golpes casi me lanzan fuera del porche. La pesada pieza de bronce vibra en mi mano como un timbre eléctrico y suelto rápidamente la gárgola antes de que tenga la oportunidad de cobrar vida.

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[2] En castellano en el original. (N. del t.)