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– Sí, pero… -Se interrumpe, y su labio inferior se frunce en un gesto pensativo-. De acuerdo, me has convencido. -¿Dejarás de llamarla zorra?

– ¡Oh, míratel-se burla-. Realmente has perdido la cabeza por esa tía, ¿verdad?

Una vez que hemos aclarado esa cuestión, me dedico a concebir un plan de ataque a la ciudad. Hay mucho que hacer y si mis púas, que se elevan lenta pero firmemente desde que bajé del avión, son un indicio de algo, dispongo de poco tiempo para hacerlo.

– Primera parada, el apartamento de McBríde en el Upper East Side -le digo a Glenda-. ¿Puedes quedarte aquí y hacer algunas llamadas?

– Sólo dime lo que debo hacer -dice ella.

– Es un trabajo fácil. Ponte en contacto con la Pacific Bell y averigua qué llamadas se hicieron desde mi apartamento entre las seis de la tarde de ayer y las ocho de esta mañana. Pueden haber sido hechas a cobro revertido o con tarjeta, pero en la compañía deberían tener la hoja de registro de llamadas. Jáycee llamó a alguien desde mi casa, estoy seguro.

– Y crees que cuando encuentres a esa persona, también encontrarás a tu pequeña zor… Jaycee.

Esbozo una sonrisa ante el intento de Glenda, aunque tardío, de mostrarse respetuosa con mis deseos.

– Ella tiene que estar en alguna parte -digo-. Nadie desaparece de la noche a la mañana.

– Recuerda de quién estás hablando.

Cojo mis llaves, la billetera y un par de pequeñas bolsas desintegradoras por si surgen problemas.

– ¿Te pondrás a ello?

– Inmediatamente, jefe.

– Gracias -le doy un beso en la mejilla, y ella sonríe. Es el primer signo de feminidad que he visto en mi nueva socia temporal, pero creo que me gusta más cuando maldice. Esto es demasiado desconcertante.

– Ahora saca tu culo de aquí -me ordena, y el mundo vuelve a estar en orden.

– Cierra la puerta con llave -le sugiero al marcharme-. Asegúrate de que queda bien cerrada.

Oigo el sonido de cerrojos y pestillos a mi espalda.

No existe comparación posible entre, digamos, el Plaza y el ediñcio de apartamentos de Judith McBride junto a Central Park; coiocar el hotel, aunque pueda parecer muy elegante, junto a este edificio sería como colocar a Carmen Miranda junto a la reina Isabel de Inglaterra para tomar una foto en grupo. Aquello que parece tan lujoso en el Plaza se vuelve directamente ostentoso comparado con la discreta elegancia de esta estructura anónima.

Y hablando de exclusividad: el conserje, que no es el mismo caballero que el otro día me ofreció amablemente información sobre Judith, ni siquiera quiere decirme su nombre, no ya el nombre del edificio. Y no hay ninguna posibilidad deque me permita franquear la puerta. Le explico que tengo negocios en el edificio; luego le digo que tengo una cita con la señora McBride. Pero no muerde el anzuelo. Intento las tácticas de intimidación que funcionan a las mil maravillas con la mayoría de los tíos con quienes me encuentro. Es inútil.

– ¿Hay alguna cosa que pueda hacer por usted para que me permita entrar en este edificio?

Me he quedado sin opciones.

– No lo creo, señor.

El conserje ha mantenido una actitud eminentemente educada y cortés, pero considerando que no me permite hacer nada de lo que yo quiero hacer, contribuye a que la situación sea realmente frustrante para mí.

– ¿Qué ocurriría si paso simplemente junto a usted? ¿Si le ignoro y entro en el edificio?

Su sonrisa resulta escalofriante. Debajo de su ridículo uniforme de conserje advierto la forma de una considerable musculatura que se mueve con un poderoso ritmo.

– Usted no desea hacer eso, señor.

Dinero. El dinero siempre funciona. Saco un billete de veinte pavos de la billetera y se lo ofrezco.

– ¿Qué es esto? -pregunta, mirando el billete con auténtica confusión.

– ¿A qué se parece?

– Se parece a un billete de veinte dólares -contesta el tío.

– Ha ganado una muñeca Barbie -digo, consciente de que no hay necesidad de mostrarse discreto en una situación que ha perdido toda discreción hace unos cuantos minutos-. Ya no lo necesito. Obstruía mi billetera.

– Pero veinte dólares…

Alzo ambas manos hacia el húmedo cielo de la noche de Nueva York. ¿Qué es toda esta humedad? ¿Acaso alguien ha derramado todo un océano en el aire?

– ¡Muy bien, muy bien, muy bien! ¡No quiere el dinero, no quiere el dinero! -Cojo nuevamente los veinte pavos, pero el conserje sostiene el billete con fuerza-. ¿Qué quiere de mí? -pregunto-. No quiere mi dinero…

– No he dicho eso, señor.

– ¿Qué?

– No he dicho que no quiera su dinero.

Me sorprende.

– Usted… ¡Oh, por favor!…, quiere más dinero, ¿verdad? -La risa surge espontáneamente, elevándose desde el diafragma y brotando por la boca, y cubre de alegría al pobre conserje-. ¡Todo este tiempo pensando que debía tener alguna palabra mágica para entrar y lo único que tenía que hacer desde el principio era sobornarlo!

Rectifico todas las críticas que pude haber hecho a Nueva York; ¡adoro esta ciudad!

El conserje no se inmuta; haciendo honor a su reputación, permanece con cara de palo como un cascanueces de madera mientras da un paso hacia un costado y saluda amablemente a un hombre mayor que sale del edificio. Después vuelve a su puesto y se queda mirando fijamente al espacio con la mano casualmente extendida hacia mi billetera.

Saco un billete de cien pavos para que lo inspeccione, y lo deslizo en uno de sus bolsillos. Hay más en la billetera si tengo que insistir; si este tío quiere una ducha de pasta, abriré el grifo. Los ciento veinte pavos, sin embargo, son suficientes; el conserje asiente una vez, coge con fuerza el tirador de bronce y abre la puerta, lo que me permite el acceso al vestíbulo abovedado.

– Bien venido al 58 de Park Avenue, señor. Me inclino levemente en señal de gratitud. -Muchas gracias… ¿Cómo dijo que era su nombre? -Eso serán otros veinte -dice con cara de póquer. Judith McBride no está en casa. Sospecho que esa información hubiese sido más fácil de obtener, y probablemente más barata, pero el conserje, corno todos los demás, está en ese oficio por la pasta. No puedo culparlo. Yo también lo hubiese hecho. Llamo al timbre varias veces, golpeo la puerta, silbo con fuerza, grito el nombre de Judith, pero no obtengo ninguna respuesta.

Podría entrar por la fuerza, supongo -una tarjeta de crédito no serviría en una puerta tan sólida, pero tengo otros ases en la manga-. Sin embargo, me queda poco tiempo y no creo que Judith haya dejado ninguna prueba incriminatoria a la vista de todo el mundo en su apartamento. Estoy a punto de marcharme, de regresar al apartamento de Glenda para reanudar la búsqueda de Jaycee donde la dejamos; pero entonces descubro la esquina de un trozo de papel amarillo que asoma por debajo de la puerta del apartamento de Judith McBride. De hecho, sólo soy capaz de descubrirlo después de haberme arrodillado en el suelo, cerrado un ojo, aplastado una mejilla contra la moqueta y atisbado a través de la fina abertura. Pero el resultado final es el mismo, de modo que ¿qué importan los medios utilizados?

No hay discusión posible acerca de si es ético o no que trate de coger esa nota. Es mi deber como ciudadano prevenir la acumulación de papeles en el suelo, incluso en domicilios ajenos; especialmente en domicilios ajenos. Mis dedos enguantados, sin embargo, son demasiado gruesos para pasar por debajo de la puerta, de modo que me veo obligado a desnudar una de mis garras para completar el trabajo.

Es una notificación de recepción de un paquete. Eso significa que el personal de recepción o el administrador del edificio han aceptado un paquete enviado al inquilino de este apartamento, y ahora ese envío se encuentra en el lugar donde habitualmente se almacenan esos paquetes. Había oído hablar de esta clase de servicios, pero nunca había tenido la oportunidad de ser testigo directo de ellos. Cuando yo era inquilino, lo más cerca que el casero de mi edificio estuvo de aceptar envíos dirigidos a mi nombre fueron airadas notas dejadas en mi buzón que decían: «Si vuelvo a oír otra vez a ese tío de la UPS quejándose de que usted no está en casa, voy a hacer pedazos la puerta y dejar que se cague en su alfombra.» Desde entonces tomé la decisión de comprar alfombras resistentes alas manchas.