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Y así fue durante los siguientes días. Padre, por lo que sé, no se disparó ni un solo tiro por furia en Sebastopol después de la caída del proyectil de antihielo; en lugar de eso, trabajamos junto con los supervivientes rusos —y con los franceses y turcos— en las entrañas del puerto caído.

Recuerdo una niña, tirada de espaldas, con un pañuelo rojo alrededor de la cabeza. Tenía una mano extendida hacia el cielo que la había traicionado, y los dedos ardían como velas. Un muchacho salió de las ruinas de los astilleros, arrastrándose con los brazos; dejó un rastro brillante al moverse, como si fuese una horrible babosa.

Padre, he decidido contarle estas cosas; pero sé que no permitirá que madre y el joven Ned sufran por la repetición de este relato.

El trabajo más importante era retirar los cadáveres; pero no lo podíamos hacer con la rapidez suficiente. Después de unos días bajo el cálido sol de Crimea, el olor en aquel lugar era imposible de soportar, y sobre la boca todos llevábamos pañuelos empapados en «raki».

La visión más extraña se produjo después de unos días, cuando me enviaron a un cráter en el corazón de la ciudad.

Teníamos que atarnos trapos mojados alrededor de las botas porque, incluso entonces, todo estaba todavía tan caliente como para quemar la piel. Allí encontré un trozo de pared que surgía como una lápida de la tierra destrozada; la pared estaba uniformemente ennegrecida exceptuando una mancha de forma extraña cerca del suelo; y esa mancha, comprendí después de un momento, tenía la forma de una vieja mujer, que recorría pacíficamente la calle.

Padre, sobre la pared se dibujaba la sombra de una dama proyectada por la luz del proyectil de antihielo. Por supuesto de la dama en sí no había ni rastro; ni tampoco encontramos ningún superviviente en esa parte de la ciudad.

En más de una ocasión me crucé con el ingeniero Traveller trabajando con el resto de nosotros; y en una ocasión vi cómo las lágrimas caían por sus sucias mejillas. Quizá, supusimos, ni siquiera él había previsto la devastación que iba a provocar su invento. Me pregunté cómo pasaría Traveller el resto de sus días; y qué otros milagros —o maldiciones— podría producir a partir de antihielo.

Pero no me acerqué a él, y no sé de nadie que lo hiciese.

Poco más hay que decir, querido padre. Se me relevó de mi trabajo en Sebastopol en cuanto llegaron nuevas tropas desde Gran Bretaña y Francia; ahora, después de nueve o diez días, la ciudad —aunque destruida— ya se parece menos a una escena de la Divina Comedia; y el puerto comienza a funcionar de nuevo.

Por supuesto, los meses de sitio están a punto de acabar y hemos ganado la guerra. Pero desde que ocupamos la ciudad sabemos que antes del bombardeo con antihielo los rusos perdían mil vidas cada día, debido a los disparos de nuestra artillería y las privaciones que sufrían. Aparentemente cada vez estaban más desesperados y —me han dicho— sus oficiales habían estado considerando una jugada final, una salida y asalto que, estoy seguro, hubiésemos podido rechazar y ganar la guerra.

Por tanto, padre, ¿era necesario emplear el antihielo? ¿Podíamos haber ganado sin tanto sufrimiento en la población de la ciudad?

Me temo que sólo Dios, el Señor de otros mundos aparte de éste, conoce la respuesta a esas preguntas.

En lo que a mí respecta: el doctor me ha dicho que con el tiempo recuperaré el uso parcial de la mano quemada, aunque nunca será un espectáculo agradable, ¡y jamás podré sostener un violín con ella! Y hablando de espectáculos agradables —debo decirlo antes del encuentro y reconciliación entre nosotros que, espero, se producirá algún día—, me temo que mi rostro quedó dañado por las llamas del antihielo y que permanecerá marcado de esa forma durante el resto de mi vida; todo el rostro menos la inconfundible y clara sombra de la mano que tenía sobre los ojos en el momento en que el extraño proyectil cayó sobre Sebastopol.

Padre, acabo ahora. Por favor, transmita mi amor y devoción a madre y Ned; como he dicho, espero verles de nuevo una vez más, sí desean recibirme, a mi regreso a Inglaterra; ocasión en que podré agradecerle, padre, las reparaciones que realizó a la joven dama cuyo honor tan inconscientemente mancillé con los actos de mi juventud.

Que Dios le guarde, Señor.

Sigo siendo, con amor, su devoto hijo

Hedley Vicars

1

EN LA GRAN EXPOSICIÓN

Fue en la inauguración de la Nueva Gran Exposición, el 18 de julio de 1870, donde me encontré por primera vez en persona con el famoso ingeniero Josiah Traveller, aunque había crecido con el relato de mi hermano Hedley del terror acarreado por el antihielo de Traveller en la campaña de Crimea. Nuestro primer encuentro fue muy breve y quedó enmascarado en mi mente por las maravillas de la Catedral de Cristal y todo lo que contenía —por no mencionar el rostro de una tal Françoise Michelet— pero, sin embargo, la cadena de eventos iniciada por ese primer encuentro casual llevaría de eslabón en eslabón a una aventura asombrosa que me elevaría por encima de la misma estratosfera; y que me hundiría finalmente en las profundidades de un infierno provocado por el hombre en Orléans.

En ese año culminante de 1870 yo era agregado subalterno del Foreign Office. Mi padre, desesperado por mi poco carácter y aún más reducido intelecto, había estado dispuesto a encontrar un puesto en el que pudiese realizar un significativo servicio al país. Sospecho que jugó con la idea de adquirir una comisión para mí en uno u otro servicio militar; pero, advertido como estaba por las experiencias de Hedley en Crimea, se había decidido en contra de ese curso de acción. Además, yo siempre había demostrado facilidad para los idiomas, y padre imaginaba vagamente que eso podría ser útil en puestos de ultramar (se equivocaba, por supuesto; el inglés sigue siendo la lengua común del mundo civilizado).

Y así me convertí en diplomático.

Deben imaginarme entonces, a los veintitrés años de edad, en algún lugar por debajo del primer escalón de la gran Escalera de la Diplomacia. Medía cinco pies y diez pulgadas, tenía complexión esbelta, pelo rubio e iba bien afeitado; una apariencia aceptable, si puedo decirlo, aunque no demasiado brillante. No hacía mucho que había salido de la universidad pero ya estaba aburrido de mi trabajo, que consistía en su mayor parte en mover papeles en una pequeña oficina en el fondo de Whitehall (había deseado un destino en la capital, Manchester, pero pronto había descubierto que Londres seguía siendo el centro administrativo del Imperio, a pesar de su reducido estatus nacional). ¡Cómo había esperado con ansia mi primer destino en ultramar! Mientras miraba distraído al papel secante, caminaba frente a los palacios enjoyados de los príncipes de Raj, me enfrentaba a los indios salvajes de Canadá armado sólo con notas del Tesoro y clips de cocodrilo, y mi taza de té era una goleta en la que navegaba a las órdenes de Cook hacia los brazos morenos de doncellas de los Mares del Sur.

Con todo eso para hacer durante el día, no completaba demasiados trabajos; y el señor Spiers, mi superior, empezó pronto a mostrar una presión de vapor peligrosamente alta.

Por tanto, me sentí más que feliz cuando mi facilidad para las lenguas me proporcionó una misión para asistir a la inauguración de la Nueva Gran Exposición.

Spiers apareció sobre mi escritorio manchado de tinta, las temblorosas mejillas hinchadas por la ginebra y el triste bigote de morsa colgándole sobre la boca.

—Serás el asistente de la delegación prusiana —dijo—. El viejo Bismarck en persona asistirá, o eso me han dicho.

Podía sentir un murmullo de envidia entre los compañeros de fatigas. Codearse con el príncipe Otto von Schönhausen.

Bismark, el Canciller de Hierro de Prusia, quien ni cuatro años antes le había dado a los ejércitos del viejo Franz Joseph de Austria un buen repaso en menos de dos meses… Spiers dijo: