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– Si quieres algo fino deberías ir a Kerry, al castillo Dromyland. Allí tienen bueno camareros, una comida estupenda y unos jardines bien atendidos para que los zapatos de sus clientes no se estropeen.

– No estoy interesado en cosas finas -le aseguró él-. Por eso estoy aquí.

Maura rió de nuevo.

– Sabes replicar, lo reconozco.

– Gracias.

– Pero si no te importa… -dijo Maura entonces- yo conduciré mi propia camioneta.

– ¿Qué? -Jefferson se dio cuenta entonces de que estaba a punto de subir por la puerta del conductor en lugar de por la del pasajero-. Imagino que sabrás que los irlandeses tenéis el volante en el lado equivocado.

– Es una cuestión de perspectiva, imagino. El lado derecho o el izquierdo, da igual. Los dos son míos.

Jefferson apoyó un brazo en la puerta de la camioneta.

– Lo creas o no, yo estoy de tu lado.

– De eso nada. Yo creo que tú siempre estás de tu propio lado.

Maura subió de un salto y arrancó la camioneta mientras Jefferson tenía que correr para ir al otro lado. De no hacerlo, estaba seguro de que Maura Donohue era capaz de dejarlo allí plantado. Era una mujer que no hablaba en broma. Y preciosa, además. Y tan cabezota como verdes eran allí las colinas.

Ver al alto americano hundir los zapatos en un prado lleno de cacas de oveja era una escena divertida, pensó Maura. Pero incluso allí, donde estaba claramente fuera de su elemento, Jefferson King caminaba como si fuera el propietario de la finca, los faldones de su chaquetón gris sacudiéndose como el sudario de un fantasma, su pelo negro movido por el viento como si los espíritus estuvieran pasando por él sus fríos dedos. Y, sin embargo, allí estaba, llevando sacos de pienso para sus ovejas.

Al verlos, las ovejas negras y blancas corrieron hacia ellos, como si llevaran semanas hambrientas. Bestias avariciosas, pensó Maura, sonriendo cuando los animales empujaron a Jefferson en su prisa por comer.

Pero debía ser justa: él no tenía la actitud de la gente de la ciudad, que solían mirar a las ovejas como si fueran tigres hambrientos, preguntándose si las pobres bestias iban a atacarlos con sus afilados dientes. Para ser un americano rico parecía estar en su casa aunque, por alguna razón, se negaba a usar botas en lugar de aquellos zapatos de tafilete sin duda horriblemente caros.

Él rió cuando el empujón de una oveja estuvo a punto de tirarlo sobre el barro y Maura rió también, diciéndose a sí misma que debía dejar de mirarlo. Una orden imposible de obedecer cuando una sonrisa iluminó sus atractivas facciones.

Jefferson King era un hombre al que las mujeres debían mirar mucho, pensó. Hombros anchos, caderas delgadas y unas manos enormes con más callos de los que hubiera podido imaginar en un tipo de Hollywood. Además de eso tenía unos preciosos ojos azules, un par de buenas piernas, unos muslos poderosos y un trasero de cine, si alguien le pedía su opinión.

Pero sólo era un visitante ocasional en la hermosa isla que ella llamaba su casa. Y tenía que recordar eso. Jefferson sólo había ido a Irlanda buscando un sitio para rodar una película. No estaba allí, en la granja Donohue, porque la encontrase fascinante. Estaba allí para alquilar la finca, nada más. Una vez que hubiera firmado el contrato, ser marcharía de vuelta a su mundo, tan lejos de allí.

Y eso no le gustaba nada, de modo que seguía alargando las negociaciones.

– Parece que hace semanas que no comen -dijo Jefferson.

– Sí, bueno, ahora hace mucho frío y eso les abre el apetito.

– Hablando de apetito…

Desde que Jefferson apareció por Craic se pasaba el día en la granja, siguiéndola a todas partes, insistiendo en que firmase el contrato. Y al final del día tomaban un cuenco de sopa, algo de carne y un té en la cocina. Y lo extraño era que había empezado a esperar ese momento con ganas.

– Puedes pedirle a las ovejas que compartan su comida contigo si tienes hambre -le dijo, sin embargo.

– Ah, una oferta muy tentadora. Pero yo prefiero ese pan negro que me diste ayer.

– ¿Te gusta el pan de centeno?

Jefferson la miró desde su enorme altura y Maura casi podría jurar que veía chispas en sus ojos azules.

– Me gustan muchas cosas por aquí.

– Eres un zalamero, Jefferson King -murmuró Maura.

– ¿De verdad?

– Y lo sabes perfectamente, pero estás perdiendo el tiempo conmigo. No vas a convencerme para que firme ese contrato, ya te lo he dicho. Lo firmaré o no, según me parezca. Y nada de lo que puedas decir me empujará a un lado o a otro.

– Pero tengo que intentarlo al menos, ¿no?

– Puedes hacer lo que quieras -dijo Maura, alegrándose de que no se hubiera rendido.

En realidad estaba considerando seriamente su oferta desde el momento que la hizo porque con ese dinero podría hacer muchas cosas en la vieja granja que pertenecía a su familia desde siempre. Por no hablar de lo que podría hacer con el corral y los pastos.

Tenía un empleado que iba un par de días a la semana para echarle una mano, pero con el dinero de Jefferson King podría pagarle para que fuese todos los días. Y, además, podría guardar una buena cantidad en el banco.

Pero aún no estaba decidida. Jefferson había aumentado la oferta una vez y no tenía la menor duda de que volvería a hacerlo porque estaba segura de que no podría encontrar otra granja más bonita para su película. Además, él ya le había dicho que la suya le parecía perfecta.

Eso significaba que no iba a retirar la oferta y Maura quería conseguir el mejor trato posible. Pero no la motivaba la avaricia. Sólo pensar lo que un equipo de cine podría hacerle a su bien ordenada vida… por no hablar de las tierras. Necesitaría dinero para arreglar los desperfectos que causara esa gente, pensó.

Pero ella había crecido en aquella granja, de modo que la conocía tan bien como Tarzán conocía la jungla y no tenía que esforzarse para ver lo que veía Jefferson: campos de un verde brillante hasta el horizonte, cercas de piedra que se levantaban del suelo como antiguos centinelas, la sombra de las montañas Partry y el lago Mask de esa conversación. En realidad, hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto un hombre. Una pena que sólo estuviera allí por un tiempo. Y sería mejor recordar eso, se dijo.

– A mí no puedes engañarme, Maura. Te estoy convenciendo.

– ¿No me digas?

– No has amenazado con echarme de tu propiedad en… -Jefferson miró su reloj- casi seis horas.

– Eso podría remediarse.

– Pero tú no quieres hacerlo.

– ¿No? -esa sonrisa suya debería considerarse un alma letal, pensó.

– No, no quieres -dijo Jefferson-. Porque lo admitas o no, te gusta tenerme por aquí.

Bueno, en eso tenía razón, debía admitirlo. ¿Pero qué mujer no disfrutaría teniendo a Jefferson King en su casa? No todos los días aparecía un hombre rico y guapo en tu puerta ofreciéndote dinero, además. ¿Podía evitarlo si estaba disfrutando tanto de las negociaciones que intentaba alargar un poco el proceso?

– Admítelo -dijo él-. Te reto a que lo hagas.

– Pronto descubrirás, Jefferson King, que si yo te quisiera por aquí -le dijo Maura, mirándolo a los ojos-, no tendría el menor problema en admitirlo.

Dos

En el pueblo de Craic, Jefferson King era una gran noticia y la mitad de los vecinos insistían en que firmase el contrato de una vez para que todos «se hicieran famosos».

No pasaba un día en que Maura no oyera la opinión de alguien al respecto. Pero no iba a apresurarse antes de tomar una decisión. No iba dejar que ni sus amigos ni los vecinos de Craic ni Jefferson la presionasen. Le daría su respuesta cuando estuviera firmemente decidida y ni un minuto antes.