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– ¿Y sabes qué es lo más triste de todo? Que tú te lo crees.

Maura se vistió a toda prisa y se dirigió a la puerta.

– ¿Dónde vas?

– A casa, Jefferson. Como deberías hacer tú.

– ¿Qué?

Ella se volvió para mirarlo, más triste que nunca. Había esperado hasta esa noche que Jefferson despertase y viera que estaba enamorado de ella, que viera lo que podría haber entre ellos si se permitía a sí mismo entregarle su corazón a otra persona.

Pero ahora esa esperanza se había convertido en polvo. Aquel hombre era tan obtuso como para agarrarse a una promesa hecha siglos atrás, cuando era un crío. Y si no lo podía tener todo, si no podía tener su amor, no quería nada.

– ¿Tú crees que esto es lo que Anna hubiese querido para ti?

– Eso no lo sabremos nunca, ¿no te parece? Porque mi mujer está muerta -replicó él.

– Y tú también, Jefferson. Estás muerto por dentro. La diferencia es que si a ella le dieran a elegir, elegiría la vida. Tú has elegido quedarte entre las sombras, como si también estuvieras muerto, y nadie más que tú puede remediarlo.

La expresión de Jefferson era tan fría como si hubieran esculpido sus facciones en granito.

– Tú querías que fuera sincero y lo he sido.

– Y te lo agradezco, pero no voy a casarme contigo sin amor… o al menos sin que haya la mínima esperanza.

– Maura, no digas tonterías.

– No estoy diciendo tonterías -replicó ella-. Me das pena, de verdad.

– No necesito tu compasión.

– Pues es lo que siento -dijo Maura, tomando su chaquetón del sofá-. Si no te olvidas del pasado, ¿qué posibilidad hay de que tengas un futuro? No, es mejor así.

– ¿Es mejor así?

– Puedes venir a ver a tu hijo siempre que quieras. Siempre serás bienvenido, pero a mí no me tendrás.

– Maura, piensa en lo que vas a hacer…

– Ya lo he pensado y creo que deberías volver a Los Ángeles, a esa vida vacía que tanto parece complacerte.

– Mi vida no está vacía, pero tienes razón sobre una cosa -dijo él entonces-. Es hora de que vuelva a casa.

Maura lo vio acercarse y tuvo que apretar los puños para no echarle los brazos al cuello al ver su expresión desolada. No serviría de nada abrazarlo, sólo prolongaría aquel terrible final.

Sabía que seguiría queriéndolo durante el resto de su vida, pero no pensaba dejar que viera el poder que tenía sobre su corazón. No le diría que lo amaba, no, lo enviaría de vuelta a su vida, a su mundo. Y, como antes, se consolaría con saber que Jefferson pensaba en ella, y en su hijo, a menudo.

– Pasaré por tu casa por la mañana para despedirme.

Lo había dicho como si no fueran más que dos simples conocidos. Estaba alejándose de ella, cerrando la puerta a lo que podría haber entre ellos, y Maura se preguntó cómo podía amar a un hombre tan tonto.

– Muy bien -asintió-. Nos veremos entonces.

– Buenas noches.

– Buenas noches, Jefferson -murmuró Maura, saliendo de la suite a toda prisa para que no la viese llorar.

La tristeza duró una semana. Maura había llorado hasta que no le quedaron lágrimas, hasta que incluso su hermana había perdido la paciencia con ella.

Había visto a la gente del rodaje guardar el equipo y marcharse cuando terminaron su trabajo, cortando así su última conexión con Jefferson.

Jefferson…

Cada noche soñaba con él y lo echaba de menos cada día. Pero, por fin, la rabia la sacó de aquel estado comatoso. En el fondo, no había creído que fuera a marcharse, no sabía por qué. Había salido del hotel convencida de que cuando fuera a despedirse por la mañana tendrían otra pelea, seguida de un revolcón espectacular y promesas de amor eterno.

Pero no, aquel insensato había ido a su casa para darle un papel con sus números de teléfono v luego se había marchado, tan tranquilo. Ni siquiera se había vuelto para mirarla, pensó, golpeando un charco con el pie.

La furia que había ido creciendo dentro de ella durante los últimos días pareció explotar en ese momento. ¡Maldito Jefferson King, al que veía por todas partes! Su voz la seguía hasta la casa, su sonrisa la perseguía por los pastos e ir al pueblo no era forma de escapar porque iba en la camioneta que él le había regalado.

Había invadido su vida, poniéndola patas arriba, y luego se había marchado.

– ¿Qué clase de hombre hace algo así? O sea, que se me puede olvidar tan fácilmente, ¿no? -gritó, mirando a su perro-. Es muy fácil hacer el amor conmigo para luego darse la vuelta.

King gimió en protesta por sus gritos y Maura agradeció su apoyo.

– No, tienes razón. No se olvida tan fácilmente a Maura Donohue. Ese hombre está loco por mí. ¿Cómo se atreve a darme la espalda? ¿A mí y a nuestro hijo? -Maura siguió mascullando maldiciones mientras iba de un lado a otro por la granja, con King pegado a sus talones-. ¿Qué derecho tiene a decir que esto ha terminado?

King ladró y Maura asintió con la cabeza, como si el animal estuviera de acuerdo con ella. King la quería, por supuesto. No como el otro King.

– Cree que voy a quedarme aquí con la boca cerrada, que voy a aceptar lo que ha dicho como si fuera un sermón y seguir adelante con mi vida…

Maura llenó la tetera y la puso al fuego. Mientras las llamas lamían el fondo de cobre, ella golpeaba la encimera con un dedo:

– ¿Y por qué ha pensado, eso, Maura, pedazo de tonta? ¿No lo has dejado escapar tú por no decirle ni una sola vez lo que sentías?

Resultaba humillante tener que admitir eso, pero era la verdad. Había dejado que su propio dolor, su decepción, controlasen sus respuestas la última noche. Si no se hubiera quedado tan perpleja ante el anuncio de que no pensaba amar a nadie nunca más, podría haber defendido su terreno, podría haberle dicho lo que pensaba de un hombre que le tenía miedo al amor.

– Esto no sirve para nada -suspiró-, ¿De qué sirve gritar hasta que se caigan las ventanas si él no está aquí para escucharme?

Pero tenía que escucharla. Ella tenía que hacer que la escuchase. Maura se volvió, mirando el teléfono amarillo colgado en la pared.

Antes de que pudiera pensarlo dos veces, abrió el cajón donde había guardado el papel con lo que parecían seiscientos números de teléfono. Era eficiente su Jefferson, desde luego. Y era su Jefferson, terco como una mula.

Maura miró la lista. Allí estaba el número de su móvil, el de su casa, el de los estudios, el de la casa en las montañas e incluso el de los apartamentos de Londres y París. Esa mañana le había dicho que no quería que tuviese ningún problema para localizarlo.

El hombre era una fuente de información cuando quería serlo. Pero no lo llamaría directamente, pensó. No. Lo que tenía que decirle sólo podía decirlo en persona. De modo que tenía al menos tres opciones y eligió el nombre que le resultaba más familiar.

– Hola. ¿Eres Justice King, hermano de Jefferson?

– Sí, soy yo.

– Soy Maura Donohue -se presentó ella-. Tengo algo que decirle a ese bruto de hermano que tienes, pero… me gustaría saber si estás dispuesto a ayudarme.

Al otro lado del hilo escuchó una risita.

– ¿Estás pensando venir a Los Ángeles?

– Sí, en cuanto compre un billete de avión.

– No hace falta -dijo Justice entonces-, ¿Cuándo tenías pensado venir?

– Puedo tenerlo todo preparado para mañana por la noche.

– Entonces haz las maletas, Maura. Habrá un jet King esperándote en el aeropuerto de Dublín. Lo único que necesitas es el pasaporte.

– No es necesario -empezó a decir ella, sorprendida por su generosidad-. Sólo llamaba para preguntar si podías sujetarme a Jefferson en algún sitio… para que pueda hablar con él.