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¿De verdad era tan sencillo?, se preguntó. ¿Se había perdido aquella revelación obstinándose en darle a Anna la lealtad que merecía?

Justice tenía razón. Anna no hubiese querido que viviera solo para siempre como una especie de extraño tributo hacia ella. Pensar eso fue como quitarse de encima una pesada carga y Jefferson respiró profundamente por primera vez en una semana.

– Yo no soy un experto -empezó a decir su hermano-, Tardé mucho en darme cuenta de que había sido un imbécil dejando escapar a Maggie, pero he aprendido la lección. ¿Tú vas a poder hacer lo mismo?

Jefferson apretó la lata de cerveza. Ahora sabía lo que quería, ¿pero sería capaz de convencerla a ella?

– Sí, lo haré -dijo en voz alta, imaginando la expresión de Maura cuando apareciese en la puerta de su granja-. He decidido volver a Irlanda.

– ¿Por cuánto tiempo?

Jefferson miró a sus hermanos.

– Permanentemente.

– ¿Y los estudios?

– Puedo llevarlos por teléfono, por Internet, por fax… y puedo volver a Los Ángeles cuando quiera si tengo que solucionar algo en persona.

– ¿Tú en una granja? -rió Jesse.

– Yo en una granja -repitió Jefferson-, ¿Por qué resulta tan difícil de creer? ¡Nosotros crecimos en un rancho! Maura no sería feliz en otro sitio y yo puedo trabajar desde allí. Además, tengo que volver -añadió, con una sonrisa-. Tengo que saber si ha nacido ya el nieto de Michael, si Cara se ha ido a Londres… y ahora empiezan a parir las ovejas, así que tendré que echarle una mano a Maura.

– ¿Las ovejas?

Jefferson rió al ver la expresión horrorizada de su hermano.

– Lo sé, a ti te va el ganado, pero vas a tener que visitar a mis ovejas de vez en cuando.

Dios, sentía como si pudiera escalar una montaña o ir corriendo hasta Irlanda sin que sus pies tocaran el suelo. Sabía lo que quería y no aceptaría nada menos. Si Maura no le decía que sí inmediatamente la secuestraría, la colocaría delante del sacerdote del pueblo y se casaría con ella quisiera o no.

– Tengo que irme -dijo entonces, dejando la cerveza sobre la mesa y mirando el reloj para calcular el tiempo que tardaría en solucionarlo todo antes de subir al avión.

Justice y Jesse intercambiaron una mirada que, en otras circunstancias, le hubiese parecido muy extraña. Pero en aquel momento estaba demasiado ocupado planeando su reunión con Maura Donohue, de modo que salió de la casa, seguido de sus hermanos, pero cuando iba a subir al coche se detuvo de golpe.

– ¿Qué ha pasado?

Tenía las cuatro ruedas pinchadas. El deportivo azul prácticamente estaba aplastado sobre la tierra del camino. Jefferson miró a sus hermanos.

– ¿Vosotros sabéis algo de esto?

– Oye, a mí no me mires -dijo Jesse, levantando las manos.

Justice se pasó una por la cara.

– Le dije que sólo una rueda.

Antes de que Jefferson pudiera decir nada más se oyó el rugido de un caro motor y, cuando levantó la mirada, vio la limusina de los King avanzando por el camino.

– ¿Se puede saber…?

Justice le puso una mano en el hombro.

– De ahí las ruedas pinchadas. Teníamos que retenerte aquí. Aunque Mike se ha pasado.

– ¿De qué estás hablando? -Jefferson seguía mirando hacia el camino cuando el chófer abrió la puerta de la limusina… y Maura salió de ella.

– No metas la pata otra vez -dijo Jesse en voz baja.

– Nosotros estaremos en el granero -murmuró Justice, empujando a su hermano-. Tomaos vuestro tiempo.

Jefferson no los vio alejarse siquiera porque no dejaba de mirar a la mujer de la que estaba enamorado. No estaba traicionando a Anna por seguir adelante con su vida, ahora lo sabía. Los vivos tenían que vivir y él no tenía intención de hacerlo sin Maura Donohue.

Desde el momento que puso el pie en el jet de los King, Maura se había sentido como en un cuento de hadas. Rodeada de lujos, había cruzado el mundo sólo para aquel momento. Había dormido en una cama a diez mil metros del suelo y cuando llegó a Los Ángeles, una limusina la había recogido en el aeropuerto para llevarla por unas autopistas congestionadas de coches. Y durante todo ese tiempo sólo tenía un pensamiento: Jefferson. Hacerlo ver lo que iba a perderse por darle la espalda a lo que había entre ellos.

Cuando la limusina llegó al rancho había empezado a ponerse nerviosa. Le preocupaba que su instinto estuviera equivocado, pero estaba comprometida con ese plan y no pensaba echarse atrás.

Sin embargo, cuando bajó del coche, lo único que podía hacer era mirar a Jefferson, tan guapo con una camisa blanca y pantalón oscuro, el viento moviendo su pelo. Incluso el niño dio una patadita, contento de volver a ver a su padre.

El viento seco y ardiente de California le quemaba los ojos. Esa debía ser la razón por la que había empezado a verlo todo borroso. El rancho de la familia King era un sitio muy bonito, pero ella sólo podía mirar a Jefferson…

– Maura -dijo él, dando un paso adelante.

– No, quédate ahí, por favor -lo detuvo ella, levantando una mano. Si se acercaba corría el riesgo de echarse en sus brazos cuando lo que necesitaba era hablar con él-. He venido hasta aquí para decirte lo que guardo en el corazón y espero que te quedes ahí parado escuchándome.

– No tienes que decir nada…

– Eso lo decidiré yo -replicó Maura, sin fijarse en que el conductor de la limusina se alejaba discretamente-. He pasado las últimas horas pensando en lo que iba a decirte y ahora quiero decirlo.

– Muy bien -asintió él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón-. Dilo entonces.

– ¿Por dónde empiezo? -Maura llevó aire a sus pulmones-. Eres un perfecto idiota por alejarte de mí, Jefferson King.

– ¿Eso era lo que querías decirme? ¿Has venido hasta aquí para insultarme?

– Eso y más. Pero quería decírtelo a la cara porque no es algo que una mujer deba decir por teléfono -Maura se acercó, a pesar de su previa vacilación-. La razón por la que me negué a un matrimonio de conveniencia es que te quiero.

Jefferson sonrió.

– ¿Me quieres?

– Sí, te quiero. Pero no lo utilices contra mí -le advirtió ella-. Porque aunque te quiero, no pienso casarme con un hombre que no me quiere a mí. Así que he venido hasta aquí para decirte que negarte a quererme por lealtad hacia tu primera mujer es una pena y una pérdida terrible… aunque debo decir que eso habla muy bien de ti.

– Gracias -sonrió Jefferson-, Dios, cómo te quiero.

– Los vivos tienen que vivir -siguió Maura, tan ansiosa por decir lo que tenía que decir que no le prestaba atención-. Te lo digo ahora, Jefferson King: te querré hasta que me muera, pero no pienso dejar de vivir. Y estaré en Irlanda cuando recuperes el sentido común.

– Maura, te quiero.

– No he terminado -siguió ella, tan terca como siempre-. Me echarás de menos, Jefferson, y te juro que lo lamentarás cada día de tu vida. Y cuando por fin te des cuenta de que quererme es lo que tienes que hacer, recuerda que fui yo quien te lo dijo. He sido yo quien ha venido hasta aquí para mirarte a los ojos y darte una última oportunidad. Y recuerda también que ha sido el amor lo que me ha traído hasta aquí.

– He dicho que te quiero.

– ¿Qué? -Maura parpadeó, mirándolo como si hablase en otro idioma-, ¿Qué has dicho?

– He dicho que te quiero.

Lo miró a los ojos y en ellos vio que decía la verdad. Y se emocionó tanto que pensó que no tendría que subir a un avión para volver a casa, sencillamente flotaría sobre el Atlántico.

– Me quieres.

– Sí, te quiero -Jefferson la tomó por la cintura y ella lo abrazó, como había querido hacer desde que bajó del avión.