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– Sí, claro.

En lo único que él podía pensar era en el próximo beso, en la próxima caricia. De modo que la ayudó, levantándola un poco de la encimera para que se quitarse los vaqueros y las braguitas de algodón blanco. Y pensó entonces que unas braguitas de algodón eran mucho más seductoras que cualquier tanga de encaje negro que hubiera visto nunca. Pero luego se olvidó de todo, perdido en la gloria de verla desnuda. Su piel de porcelana era tan suave que querría tocarla por todas partes, explorar cada curva, cada línea de su cuerpo hasta que la conociera mejor que cualquier otro hombre.

– Ahora tú -dijo Maura, tirando de la hebilla de su cinturón.

Estaba sonriendo mientras movía la melena. Era una mujer fuerte, segura de sí misma, y la emoción de Jefferson aumentó un grado más, si eso era posible.

– Me gustas mucho y no soy una mujer paciente… imagino que ya te habrás dado cuenta.

– Te aseguro que me alegro de oírlo -rió Jefferson, quitándose la ropa y quedando desnudo frente a ella; su cuerpo en estado de alerta, rígido, deseando seguir adelante. Pero aún le quedaba un segundo más de raciocinio, de modo que sugirió:

– Deberíamos subir a tu habitación.

– Más tarde -dijo Maura, acercándose al borde de la encimera y echándole los brazos al cuello-.Si no te tengo dentro de mí en este mismo instante no soy responsable de lo que pase.

– Mi tipo de mujer -sonrió él-. Lo supe en cuanto te vi.

Maura tomó su cara entre las manos.

– Entonces lléname, Jefferson.

Y él lo hizo. La encontró húmeda, caliente, y tan preparada que un segundo después estaba a punto de explotar. Sólo su autocontrol lo ayudó a no saltar demasiado pronto sobre una sima que deseaba como un moribundo desea unos minutos más de vida. Maura echó la cabeza hacia atrás, descubriendo su garganta, y él la besó allí, labios y lengua deslizándose por la delicada piel hasta hacerla temblar. Cuando ella aumentó la presión de las piernas en su cintura empujó con más fuerza, para apartarse y hacer lo mismo de nuevo una y otra vez, con un ritmo que ella seguía, sus cuerpos unidos, mezclándose, bailando un baile para el que parecían destinados.

Sus suaves gemidos lo excitaban como nunca, creando imágenes en su cerebro, sensaciones en su cuerpo. Nunca antes se había perdido así en una mujer. No estaba seguro de dónde empezaba él y dónde terminaba ella y le daba exactamente igual. Lo único que importaba era aquel momento único, irrepetible. Echando la cabeza un poco hacia atrás, bajó una mano hacia el punto donde sus cuerpos se encontraban para rozar su zona más sensible con un dedo y Maura tembló entre sus brazos, gritando su nombre mientras llegaba al final, estremecida. Y, un segundo después, Jefferson se dejó ir por fin, rindiéndose ante aquella mujer.

Horas después, Maura se estiraba en la cama, sintiendo una maravillosa pereza. Se sentía satisfecha, llena, pero aun así, a unos centímetros de su amante, notó que el deseo empezaba a despertar de nuevo. Volvió la cabeza para mirar a Jefferson, sonriendo para sí misma. Había merecido la pena esperar, se dijo, aunque una vocecita le advertía que no sintiera demasiado, que no esperase demasiado.

Fuera, había estallado una tormenta y podía oír el golpeteo de la lluvia sobre los cristales y el viento moviendo las contraventanas. Pero ella estaba allí, en el agradable dormitorio principal de la granja, tumbada al lado de un hombre que la tocaba como nadie lo había hecho nunca. Sin embargo, aquella vocecita irritante empezó a dar la lata de nuevo:

«Cuidado, Maura, Jefferson no es la clase de hombre que se queda para siempre. No va a quedarse, ni aquí, ni en tu cama ni en Irlanda siquiera. Se marchará pronto ahora que ha conseguido lo que quería, así que no seas tonta y no te enamores».

Muy bien, no se enamoraría, pero no podía evitar sentir algo por Jefferson. Él volvería a casa recordándola y recordando aquella noche como algo mágico.

Y era justo porque a ella le pasaría lo mismo.

– Creo que estoy muerto -murmuró Jefferson.

Maura dejó de pensar cuando sus ojos, de un azul tan pálido como las campanillas en verano, se clavaron en ella. Tenía sombra de barba y el pelo tieso… algo nada sorprendente considerando cómo habían pasado las últimas horas. Pero seguía siendo el hombre más guapo del mundo.

Pronto, muy pronto, se marcharía. Y supo entonces que tenía que tenerlo otra vez. Una última vez antes de que se convirtiera sólo en un bonito recuerdo. Poniendo una mano en su abdomen, la deslizó lentamente hacia abajo… lo oyó contener el aliento cuando lo tomó en su mano y sintió esa parte de él despertar a la vida otra vez.

– A mí no me parece que estés muerto en absoluto -bromeó.

– Tú podrías despertar a un muerto, cariño. Acabas de demostrarlo.

Maura sonrió, experimentando una deliciosa sensación de poder femenino. Saber que ejercía tal efecto en un hombre como Jefferson era halagador, desde luego. Saber que estaba mirándola, esperando que ella hiciese otro movimiento, sólo aumentaba esa sensación. Movió los dedos sobre el aterciopelado miembro, acariciándolo hasta que él levantó las caderas del colchón para acercarse más.

– No me quieres muerto, ¿verdad?

– Oh, no -sonrió Maura, colocándose sobre él a horcajadas-. Te quiero vivo, Jefferson King. Vivo y dentro de mí.

Jefferson puso las manos sobre sus muslos y ella sonrió, levantando su melena con las manos en un gesto de coqueteo. La oscura cascada cayó sobre sus hombros y su pecho y cuando Jefferson cerró los ojos supo que lo tenía. Incorporándose un poco, se inclinó sobre su cara para mirarlo como si fuera su prisionero.

Jefferson agarró sus nalgas para tirar de ella, pero Maura quería más; quería mirarlo a los ojos y saber que fuera donde fuera en su vida se llevaría con él la imagen de ellos dos en la cama. Sujetando su miembro con una mano, lo colocó justo en su entrada y acarició el extremo hasta que los dos estuvieron a punto de perder el control. Luego, por fin, lo deslizó dentro de ella, tomándolo centímetro a centímetro…

Cuando por fin estuvieron unidos, conectados tan profundamente como podían estarlo dos personas, empezó a moverse, deslizándose arriba y abajo, creando un ritmo que empezó despacio y se volvió frenético. Apretaba las caderas contra él, inclinándose para que Jefferson pudiese acariciar sus pechos y tirar suavemente de sus pezones…

Sus miradas se encontraron mientras ella seguía moviéndose, sin descanso, sin parar, haciéndolo suyo físicamente aunque no pudiera hacer lo mismo con su corazón. Y cuando sintió que Jefferson explotaba en su interior unos segundos después, gritando su nombre, supo que el eco de ese grito se quedaría con ella para siempre.

Cuando una luz grisácea empezó a colarse por las cortinas blancas, Jefferson supo que la noche había terminado. Maura estaba dormida, con una pierna sobre las suyas, un brazo sobre su torso. Su aliento lo calentaba y el aroma de su pelo estaba en cada gota de aire que respiraba. Él no había dormido aún, pero estaba más despierto de lo que lo había estado nunca. Había hecho el amor durante horas con aquella fierecilla irlandesa y cuando por fin se quedó dormida, agotada, él había permanecido despierto, viéndola dormir.

Su tiempo allí había terminado y se dijo a sí mismo que eso era bueno. Estaba empezando a sentirse demasiado cómodo en Irlanda, en aquella casa, con aquella mujer. Había empezado a pensar demasiado en ella. Le gustaba discutir con Maura, hablar con ella, verla reír. Y eso, sencillamente, no entraba en sus planes.

No quería que Maura le importase demasiado, no quería pasar por eso otra vez y mantendría el control de cualquier forma posible para no volver a sufrir lo que había sufrido una vez. Con cuidado, saltó de la cama, divertido más que otra cosa cuando Maura murmuró algo ininteligible y se tapó la cabeza con el edredón.