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– No lo hables con nadie -concluyó señalando vagamente a todos, particularmente a Fumetto.

Cuando lo comunicaron, el teléfono sonó largo rato antes de que escuchara la voz del negro Sayago:

– Investigaciones privadas -dijo muy profesional.

– Habla Julio. Tengo trabajo para vos.

Soportó medio minuto de cargadas y exclamaciones. Al final pudo decir:

– Ponete en movimiento ya. Averiguame si en “ La Nación ” trabaja un periodista llamado Sergio Algañaraz. Un pendejo.

– ¿Qué pasa?

Y le contó todo, le pidió reserva total. Después le nombró a Coria, a Silguero, al poderoso Lobo Romero.

– Conocés Mar del Plata. A ver qué averiguás…

Sayago asintió, dio seguridades:

– ¿Y vos cómo estás? Tenés la voz rara.

– Me duele la boca -admitió Etchenike-. Me cagaron a trompadas.

Sayago lo insultó, le ordenó regresar, le pidió detalles que no podía darle, volvió a insultarlo en términos más cariñosos.

– Te vuelvo a llamar esta noche, después de las ocho. Teneme el dato y sé discreto -lo cortó finalmente Etchenike.

– Discreto y veloz. ¿Te doy con Tony?

– No. Que me extrañe.

El colectivo local era un destartalado Bedford de los años sesenta que prometía el itinerario Playa Bonita-Necochea inscripto arriba del parabrisas junto al número uno. Etchenike dudó de que hubiera un número dos o que lo hubiera habido. Era el rezago de alguna línea porteña, fierro viejo pintado de amarillo y negro bajo el polvo: “Expreso La Julia ” decían los góticos firuletes laterales.

– ¿Cuánto tarda hasta Necochea?

– Cincuenta minutos al puente de Quequén. Y de ahí cinco más hasta la terminal.

El conductor era un jovencito lleno de granos de short rojo y piernas peludas, que ya metía los primeros carrasposos cambios de la mañana. Etchenike se instaló en un asiento doble, junto a la ventanilla.

En la docena de cuadras que recorrió hasta salir del pueblo, el colectivo se fue poblando y precisamente en la última parada subió Toledo. Trajeado y peinado a la gomina resultaba casi irreconocible.

Cuando enfiló hacia el fondo Etchenike lo retuvo al pasar:

– Buen día.

El otro separó el brazo, sobresaltado:

– ¿Qué? -y ahí recién lo reconoció-. ¿Qué hace? No esperaba que… ¿Se va?

– Siéntese, Toledo -lo tranquilizó Etchenike como si fuera su tarea explicar todo despacio, sembrar cordura-. No me voy. Hago unas compras en Necochea y vuelvo al mediodía.

– Ah.

El hombre se sentó en la punta del asiento. Parecía incómodo dentro del traje, la camisa, la corbata y el “Expreso La Julia ”. Apenas se atrevía a mirar de soslayo a Etchenike. Se animó:

– ¿Qué le…?

– Una patota -se adelantó el veterano, señalándose los estragos-. Todo para sacarme unos pocos pesos…

– ¿Cómo fue?

Le dio una versión breve que no incluía motel ni desmayo. Ni siquiera pérdida de documentos y revólver. Sólo la penumbra, la cobardía y el robo.

– Esto no está tan tranquilo como parece, Toledo… Tendría que haberme avisado.

– No serían del pueblo… ¿jóvenes?

– No los vi bien. Pero seguro que pendejos.

– Eso: pendejos.

El colectivo acertó con sus ruedas traseras en el cuarto pozo desde la salida. Éste era más grande que los anteriores y los hizo separar las nalgas del asiento. Todo se llenó de polvo. El traje de Toledo, su peinada, estaban ya definitivamente espolvoreados con la mejor tierra seca de la pampa húmeda. La lluvia de la noche no había sido tan contundente en esta zona. Ya no se veía el mar y estaban a pleno campo.

A un lado se inclinaban las cabezas de un cuadro de girasoles; al otro, la hilera de eucaliptus filtraba el sol que subía por el este.

– Si éste es el expreso cómo serán la certificada y la simple -ironizó Etchenike mientras el Bedford roncaba en una loma. Toledo no lo oyó, no entendió nada:

– ¿Cómo?

– Pavadas nomás. ¿Usted va a Necochea también?

– No.

– Ah… A Mar del Plata. Usted me había dicho que… Y su hija también.

– No. No ahora.

¿Cuánto más tendría que preguntar? Estaba dispuesto.

– Bajo acá nomás -dijo el otro señalando hacia adelante-. Diez minutos.

– No sabía que había otro pueblo.

– No. La estancia “ La Julia ” -y Toledo volvió a callar como si se hubiera ido de boca-. La estancia grande de los Hutton.

Hizo un gesto que abarcaba los dos lados del camino.

– ¿Todo esto? -quiso confirmar Etchenike.

– Todo. De aquel bosquecito al mar, y prácticamente desde la salida del pueblo hasta el arroyo Los Sapos, ya cerca de Quequén. Lo va a ver.

– Y el expreso se llama “ La Julia ”, también…

– Y el balneario, antes.

– Lo sabía, me contó Fumetto.

– Se va enterando… Con esas historias, con tantos personajes, por lo menos no se aburre. No hay mucho que hacer acá.

– Anoche fui al cine y conocí a varios: al Polaco y al rubio, el Baba, el que vende sánguches.

– Ese tipo es medio mogólico: no sé si notó la pinta de mono, los brazos largos… Es muy violento, además…

– ¿Quién lo puso ahí, Willy Hutton? ¿Hace mucho que está?

El labio inferior de Toledo se estiró, encogió los hombros. Quiso decir que no sabía y que muchos años.

– Me bajo acá -exclamó de pronto, como si le hubieran pellizcado el culo.

Se levantó y se arrimó a la salida. Giró desde la puerta:

– Que se mejore.

El expreso se detuvo ruidosamente en un cruce perpendicular de caminos con tranqueras a ambos costados. A la izquierda, para el lado del mar, una interminable doble fila de paraísos viejos y frondosos se perdía detrás de un portón alto, pintado de blanco y con el arco de hierro forjado que dibujaba el nombre de “ La Julia ”.

Bajaron varios. Algunos subieron a un sulki que esperaba. Etchenike vio a Toledo atravesar el portón, emprender a pie un camino demasiado largo y polvoriento para tanto traje marrón, tanta gomina.

20. Trámites

La terminal funcionaba en un bar lastimoso, a media cuadra de la avenida principal de Necochea. Etchenike tomó un café, compró el diario y preguntó tres direcciones: no tendría que alejarse más de dos cuadras para tener todo lo que necesitaba.

Encontró la casa de artículos para hombre en la avenida, frente al cine. Eligió un saco azul, liviano, y un pantalón celeste. Hizo envolver la ropa usada y se puso la nueva. Al salir sintió que el sol lo hacía brillar como una escarapela. Detestaba esa sensación y se metió los puños en los bolsillos del saco, flexionó los brazos y las piernas, quería arrugar rápidamente esa ropa, ponerla a tono con él, con su cara, con su ánimo más precisamente.

La armería estaba frente a la plaza. Entre la fila de escopetas, las cajas de cartuchos y algún riflecito de aire comprimido junto a una perdiz más apolillada que embalsamada, vio un treinta y ocho igual al que le habían arrebatado. Entró y lo pidió con precisión de calibre y marca.

La chica que atendía lo miró raro entre el miedo y el rechazo. Etchenike se observó en el espejo y le dio mentalmente la razón: las marcas, las curitas en la cara y la ropa nueva lo convertían en el sospechoso nato de un cuento de gangsters de William Burnett.

– ¿Necesita el permiso?

Ella indicó con la mano que le daba lo mismo, pero Etchenike sacó la autorización de portar armas expendida a su nombre y la chica llenó el formulario en amarillo.

– ¿Lo envuelvo? -dijo al final, con la cajita de balas inocentemente apoyada en el tambor del revólver.

– Lo llevo puesto.

Etchenike esbozó una sonrisa y metió todo en el bolsillo del saco.

Cruzó la plaza de palmeras, plátanos, tres palomas veloces, blancos bancos vacíos de cemento, y entró en la comisaría. Era un edificio antiguo y bajo con la bandera nacional y una excesiva garita blindada frente a la puerta.