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Pero no podría por el momento.

Ya venían por el medio del jardín Willy y su visitante. El hombre, de su misma altura, cincuentón pero entero, canoso y con el cabello engominado y largo, estaría sin duda orgulloso de su barba recortada y en punta que le enmarcaba desagradablemente la cara oscura. El tostado casi enfático le hacía brillar la piel, pero los ojos tras los cristales de marco grueso parpadeaban a la defensiva de un sol que no daba para tanto. Caminaba visiblemente incómodo sobre el césped con su traje celeste y liviano de fibra, la camisa blanca y los mocasines combinados, algunos pasos detrás de Willy que lo llevaba en su estela vigorosa, confiado, seguro dueño de casa orgulloso que está dispuesto a mostrar un regalo caro, un amigo lejano o algo así o eso mismo.

– Señor Rojas -dijo deteniéndose ante la mecedora de ella-, quiero presentarle a mi sobrina María, que habitualmente vive en Mar del Plata pero que nos está acompañando en estos días.

– Leonel Rojas Fouilloux, para servirla -dijo el hombre extendiendo una mano reticente y tardía que ella apenas tocó, casi con asco.

– El señor Rojas es un empresario de la cadena latinoamericana de hoteles Survey. Es chileno, viene de Viña del Mar y está muy interesado en la explotación del Hotel Atlantic -dijo Willy mirándolo como un rematador-. Aprovechando su estadía en la Argentina para una convención, se ha molestado…

– No ha sido molestia, querido amigo -dijo el chileno con una sonrisa.

Etchenike se había hecho naturalmente a un costado y ocupaba un cómodo segundo plano junto al joven piloto del avión, el que sería el capataz y otros espectadores privilegiados del evento social. Willy reparó en él y pareció recordar que tenían un asunto pendiente. Pero el veterano se adelantó:

– ¿Conocía estas playas, señor Rojas Fouilloux? -dijo tratando de reproducir la suave pronunciación trasandina, la entonación y las “ll”.

– Sí, Mar del Plata, hace muchos años. A mediados de los cincuenta anduve por aquí. Usted, por ejemplo, no habría nacido, señorita…

– María.

– ¿Sólo María? -y la insistencia tenía algo de meloso y bajo, como si estuviera desarrollando una desagradable estrategia de aproximación.

– María Eva -ladró ella y Etchenike no pudo menos que sonreír.

– Ah… Muy bello -dijo el chileno e hizo un ademán con la mano libre.

Tal vez la reposera se desplazó, tal vez el visitante estaba mal parado, la cuestión es que hizo un movimiento brusco hacia atrás para conservar el equilibrio y metió el pie en el pequeño pozo lleno de agua y barro del que emergía la canilla para regar el jardín.

– Oh… diablos-dijo el chileno sacando el pie, el mocasín y la media correspondiente llenos de barro chirle y pegajoso.

Hubo risas. El visitante quedó un momento saltando en un pie. Se descalzó.

Etchenike dijo “permítame” y tomó el zapato encastrado, lo llevó hacia donde estaba la manguera; el señor Rojas Fouilloux se sentó, embarazado pero sonriente; María Eva lo miraba curiosa.

– Mi madre ya ha ordenado todo para el five o’clock tea -dijo Willy que regresaba del interior, y pronunció el inglés como quien camina eligiendo piedras resbaladizas para cruzar un torrente-. En unos minutos estará listo.

– Yo quisiera pasar un momento al cuarto de baño -dijo Rojas con el pie en el aire.

Etchenike le alcanzó el zapato húmedo pero limpio y el otro agradeció.

– Acompáñelo, Artemio -dijo Willy.

El capataz se llevó al señor Rojas hacia el interior de la casa y los Hutton y Etchenike ocuparon las reposeras.

– Creo que encontré lo suyo, Etchenike. Después me contesta -dijo Willy alcanzándole un sobre.

Etchenike lo entreabrió y revisó secretamente el contenido.

– Creo que está bien -dijo sonriendo-. Más o menos era esto. Gracias.

– Es mala educación -dijo ella.

– No son secretos, María… Acaba de hacerme un favor y los favores se pagan.

– Me imagino de qué tipo, hijo de puta.

Etchenike se desconcertó. Le cambiaban el libreto; no entendía los favores pero podía sospechar las puteadas.

– Qué te pasa… No hagas papelones como siempre -mordió su bronca Willy.

Ella le apuntó con el bastón que empuñaba tensa, como el comando de un avión que debía ser enderezado ya:

– A vos y a este otro hijo de puta -el bastón se desvió apenas para apuntar al pecho de Etchenike- se las voy a hacer pagar. Muy caro, sabés… Y no intentes nada contra mí, Willy, ni te metas porque te voy a reventar y vas a tener que meterte al chileno y al hotel en el culo.

Con un impulso violento de los brazos, que se tensaron en una curva musculosa que le hinchó los hombros y el cuello, María Eva Hutton se puso de pie y arrancó hacia la casa a desmañadas zancadas. El bastón hizo un ruido seco al golpear dos, tres veces en el piso de duro quebracho hasta que entró a la penumbra del amplio recibidor.

Willy Hutton aguardó unos instantes antes de volver a hablar, esperó que las aguas del aire se aplacaran.

– No está loca. Es muy jodida, eso sí -definió con una mirada que pronto fue perdonavidas-. No es fácil sobrellevar eso… Me agrede, siempre me agrede por cualquier motivo y ahora creyó que… Está paranoica.

La sensación de Etchenike fue que estaba tendido en la mesa de torturas, alguien entraba, distraía al verdugo que estaba sobre él y discutían. Al quedar solos, el verdugo le contaba amargamente sus penas, explicaba la incomprensión del otro y luego, en el mismo tono, volvía a comenzar con él.

– Pero vayamos a lo nuestro -dijo el rubio Hutton como si nada-. El dinero que tiene allí es mucho más de lo que podía esperar, aunque se haga el distraído. Ahora váyase, para qué se va a quedar… Arriesgarse… -miró su reloj-. Es temprano, tiene un micro a Buenos Aires a las 20.55. Si se apura…

El veterano lo miraba sin decir nada. El sobre daba vueltas en sus manos.

– No estoy tan loco ni le mentí a María: usted me hizo un favor, en serio -continuó Hutton-. Al atropellar a ese matungo me dio una excusa para cobrar el seguro. Tal vez lo necesite de testigo: decir que el micro se salió de camino y se fue contra los caballos, por ejemplo, que estaban lejos de la banquina… Yo sé cómo localizarlo, Etchenike. Tengo todo lo suyo -y sonrió.

Bruscamente se llevó la mano a la cintura y mirando para ambos costados sacó un revolver corto y brillante, y le apuntó sin aspavientos, con el brazo recogido, pegado al cuerpo.

– Me faltaba algo: déme el treinta y ocho matacaballos. Colecciono.

El veterano seguía silencioso y no se resistió. El arma cambió de mano. Willy la guardó en el amplio bolsillo de la bombacha.

– Señor Hutton, señor Hutton…

La voz no se atrevía a elevarse, llegaba tímidamente desde la galería.

Willy se volvió. La mucama que acompañaba a su madre y al sonriente chileno lo llamaba para el té.

Etchenike miró el reloj: cinco menos dos minutos. Después miró a la oscura dama vestida de claro que presidía bajo la galería como bajo el palio imperial. La mano de la mucama que aferraba su brazo transparente en el encaje antiguo era innecesaria. Esa mujer vieja y sumida se sostenía sola. Una dura estructura de alambre y cemento la mantenía rígida y seca, erguida y dando pocas y claras órdenes imperativas, como una antigua señal de ferrocarril que diera paso o lo quitara con la naturalidad y contundencia de un código explícito, simple, inmodificable.

Y ahora daba paso:

– Hijo -decía con la mano sarmentosa levemente alzada-. Es la hora y no debes hacer esperar al señor.

– Un momento nomás, mamá.

Willy sacó una libreta y escribió rápidamente con una leve sonrisa dibujada en la cara crispada. Firmó al pie de lo que había escrito, dobló el papel en cuatro y se lo extendió a Etchenike.

– Sólo es válido para mañana -dijo-. Ya sabe lo que tiene que hacer.