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Ella negaba y sonreía.

– Yo no le hice nada al pibe.

– No querías, tal vez. Pero lo desmayaste… Y se ahogó.

– No, no, no.

– Sí. Rajaste con la guita a darte un saque. Estabas tan loca que te pasaste, te diste vuelta y te empezaste a sentir mal. Ahí fue cuando encontraste a Cacho y conseguiste que te acompañara.

– No lo metas al pibe ése.

– Lo llevaste por la playa primero. Tenías esperanzas de que se hubiera salvado…

La Beba se aferró a los bordes de la mesa y con la barbilla apoyada sobre la madera dijo lentamente:

– Estoy en pedo pero no soy tan gila. Yo no hice nada. No lo toqué al pibe. Nadie puede decir que lo maté yo.

– Yo lo voy a decir. Ahora mismo. Y lo voy a probar. Eso te pasa por drogona y por boluda: nadie te va a defender, te van a mandar al frente y los otros hijos de puta se la van a llevar de arriba.

Esperó un instante pero ella no dijo nada. Permaneció quieta, derrumbada, tal vez desmayada sobre la mesa. Apoyó una mano en su hombro y la zamarreó.

– Beba: me voy. Y voy a hablar.

Le contestó un gruñido.

Etchenike dio media vuelta y enfiló por el medio de la calle hacia las luces del Hotel Atlantic. Acaso esperaba, mientras se alejaba, que ella pegara un grito, que lo puteara o pidiera auxilio.

No pasó nada de eso.

37. Desconocidos

El Polaco cruzaba la calle apresurado, trotaba casi, desvencijado por el apuro mientras lo chistaba.

Etchenike se detuvo en la puerta del Atlantic, lo esperó.

– Disculpe -dijo el viejo, agitado-. Quería hablar con usted.

– No vengo al cine.

– Yo tampoco. No hay función.

– Pero parece que el espectáculo continúa -Etchenike suspiró y con un ademán amplio indicó un sector de tiempo y espacio contiguos-. En la calle… Y no se imagina cómo, señor Gombrowicz.

– Sabe mi nombre.

El veterano asintió:

– Y suena falluto -dijo en un impulso.

Ahora fue el Polaco el que sonrió.

– No… Pero tiene algo de razón. Con las sorpresas de la guerra, los apuros de la partida, las persecuciones, los desencuentros, las pérdidas, uno va dejando todo.

Etchenike sintió que el discurso del Polaco era una antología de lugares comunes, que estaba escuchando hablar al arquetipo del emigrante del centro de Europa, al loco de la guerra.

– Uno va dejando todo -proseguía el otro-. Algunos perdimos también, además de la historia personal, la familia o la memoria, los testimonios formales de la identidad, toda huella o registro legal. Por eso yo puedo decir que soy Gombrowicz… Desde hace cuarenta años, desde 1939, soy Gombrowicz. Si es un nombre que suena demasiado típico para polaco anclado, lo siento. Pero es un apellido…

– Pero no el suyo.

– Digamos que es el mío, sí. A algunos les ponen un nombre; éste me lo puse yo. Como Witold, el escritor que tal vez usted conoce de mentas. Él ha vuelto a Europa, hace unos años… Yo, no. Yo nunca tuve otra patria que no fuera el cine.

– Suena lindo eso, pero es mentira.

– No es mío. Es una variación de “la patria del escritor es el lenguaje”, que dijo alguien.

– Es mentira, también -se excedió Etchenike-. La traducción, en esa línea de razonamiento, sería una especie de exilio… Y nadie se va en barco del idioma o lo amenazan para que abandone el cine.

– No vine en ése -dijo el Polaco señalando repentinamente hacia el océano, aludiendo a los hierros oxidados mar adentro-. Eso sí es leyenda, o tal vez simple mentira. Pero por ese barco me iré -y volvió a señalar la lejana mole encallada-. Por ese barco me iré pero no me iré solo.

– ¿Qué quiere decir?

Ahí el Polaco se transfiguró y Etchenike sintió el dulce y temido vértigo de estar a punto se ser objeto de una confesión.

– Yo me hago el boludo, mi amigo -y el duro argentinismo sonó más duro en boca del viejo-. Yo me hago el loco, también. Pero no soy ni boludo ni loco.

– Claro que no: los locos no tienen su memoria, su capacidad de observación.

El otro lo miró raro:

– Me está cargando…

– Hablo de cine, Gombrowicz. Recuerda nombres, rostros, fechas… Me imagino que sería capaz de reconocer a cualquiera, vivo o muerto.

El Polaco asintió.

– ¿Cuántos años hace?

– Cuarenta, como Witold.

– ¿Y las películas? ¿Cómo consiguió eso?

– Ésa es otra historia para otro día. Cuando demos El tercer hombre.

– Me interesa El tercer hombre, Polaco. Sobre todo el personaje de Orson Welles, que apenas aparece pero define todo.

– Eso: desaparece y aparece.

Gombrowicz soltó la frase y quiso seguir viaje hacia adentro.

– Espere: usted me quería decir algo -insistió Etchenike.

El otro lo miró con asombro:

– Ya se lo dije.

Y entró. Casi chocó con el cabo Castro que salía en ese momento:

– ¿Qué hace acá? -le dijo a Etchenike.

– Hacía tiempo con el amigo, hablando de cine.

El policía se le arrimó.

– Hay novedades… -dijo y calló de pronto.

Los sollozos de una mujer joven de pelo rubio y largo pasaron junto a ellos bajo el amparo de un brazo maduro y protector que no temblaba.

El protector saludó muy bajo al pasar y Castro hizo la venia.

– La novia y el jefe del pibe -sintetizó mientras la pareja cruzaba la calle-. Lo reconocieron.

– Un muerto es siempre un desconocido -dijo Etchenike.

Dio media vuelta y entró al hotel. Castro lo siguió como una sombra.

38. Personas en la sala

Precisamente cuando el veterano abrió la puerta del comedor, el subcomisario Friedrich abría una gaseosa. Fue un ruidito pálido, fina escupida más o menos explosiva y breve, pero todos, en silencio, estaban pendientes de esa operación. Sin duda había realizado el gesto en medio de una explicación, era una pausa en su palabra, porque los que estaban allí siguieron con la mirada fija en él.

El inmenso y desolado comedor del Hotel Atlantic parecía un escenario montado para el final de una novela de Agatha Christie: los policías, los testigos, investigadores oficiales y oficiosos, algún sospechoso potencial y hasta la vigilancia discreta con que Russo custodiaba la puerta daban esa impresión.

Había uno que hablaba y el resto que callaba: estaban Laguna, el Polaco, el Baba, su mujer, los hombres del motel Los Pinos, los policías Russo y el cabo Castro, más dos o tres personas que Etchenike no conocía. No faltaba ni siquiera el cadáver, que el veterano adivinó tras los vidrios opacos de la Westinghouse de cuatro cuerpos.

Sobre el mostrador se acumulaban dos jamones, una caja de plástico con sachets de leche, botellas de vino, un pan de manteca, la caja del dulce de membrillo y la lata de dulce de batata, las botellas de coca cola, un cajón de cerveza… El cadáver de Sergio Algañaraz no quería compartir su morgue improvisada.

– Esas son las circunstancias que no debemos olvidar -concluyó el comisario luego de empinarse la botella. En ese momento reparó en el veterano-. Ah, Etchenique, siéntese, por favor. Acabo de explicar cuál es la situación en este caso desgraciado.

Se detuvo en esa palabra: la desgracia cayó sobre el grupo como una sombra.

Hubo suspiros. Etchenike descubrió a un hombre sentado en un extremo del salón; tenía los codos apoyados en las rodillas separadas y la cabeza caía hacia abajo, el pelo gris llovido.

– Se lo he dicho a la señorita y al señor periodista -continuó Friedrich, aludiendo a la rubia novia y al maduro jefe-: no podemos dejar que el accidente de Sergio deje de ser eso, un accidente, hasta que no estemos completamente seguros de que no lo es. Quiero decir: sólo la discreción nos garantiza el respeto por las personas y los sentimientos y la eficacia.