– Bu-buenas noches -vaciló.
El esquivo Etchenike y el veterano policía que había venido a buscarlo aparecían sorpresivamente juntos. No pudo decir más; sólo los miró sentarse, más ofendido que confuso.
– Es como en las películas, Etchenique -dijo el comisario-. Usted vio que todo ocurre seguido y sin pausas intermedias. Y éste en que estamos metidos, no parece un caso común de asesinato o de doble asesinato, si quiere… Es como una serie de aventuras, uno de esos episodios que veíamos en el cine, de chicos.
Y Laguna reflexionaba casi divertido. Casi “deportivo”, lo sintió Etchenike. Pensó también, sorpresivamente, en el cadáver de un hombre que se hacía llamar Coria, muerto en un sendero cercano y secreto. Su aventura había terminado.
– Alguien definió a la aventura -dijo siguiendo su propio hilo- como la situación ideal en la que nunca hay que parar para ir a comer, ir a cagar o a trabajar para ganar ese dinero que le permite al héroe pagar siempre el taxi con la guita justa…
Laguna asintió. Bebieron. El comisario humedeció los labios:
– Por eso nosotros nunca tendremos aventuras sino casos: siempre es laburo.
– Hay que ver -dijo Etchenike enigmático.
En ese momento el patrón le avisó que tenía un llamado.
Fue al teléfono. Era Mojarrita. Antes que pudiera decir nada, el nadador le pidió silencio:
– No me nombre, no haga bandera -le rogó.
– Claro que no.
Trató de imaginar la escena del otro lado y no pudo: el aparato en el borde de la pileta como en una serie californiana. Miró el reloj: la diez.
– ¿Qué hizo? ¿Abandonó al cumplir las 24 horas?
– No es eso.
– ¿Tiene que ir al baño? Lo autorizo por teléfono. No creo que pueda irme de aquí por ahora -dijo el veterano mirando a Laguna, su discreta vigilancia.
– No abandoné, no abandonaré. El reglamento permite una emergencia por día. Ésta es una.
Etchenike recordó los infinitos incisos de la letra chica.
– Está bien. Use la emergencia.
– Eso no importa -Gómez hizo una pausa-. Pero tenemos que hablar urgente: sé todo lo que pasó, lo de Beba.
– Dígame.
– No ahora. Al amanecer, en la playa. Donde estuvimos la otra tarde.
– De acuerdo. Junto al bote -miró nuevamente hacia Laguna-. Trataré.
Cuando regresó a la mesa, el policía lo esperaba con la pregunta desenfundada:
– ¿Era ella?
– Ojalá.
Pero no dijo quién era.
Se hizo un silencio largo. Volvieron a beber.
– Hay algo que no entiendo o que no quiero entender, Laguna -dijo Etchenike de repente.
– Diga.
– ¿Por qué se borra en este caso? ¿Por qué lo deja a Friedrich que lleve adelante la investigación y se queda en segundo plano?
– Usted sabe: estoy de licencia… -se encogió de hombros-. Además, me voy a jubilar. No quiero lola, no quiero más lola…
– Pero podría terminar bien.
– O muy mal… -Laguna se empinó el vaso-. Piense que vine por usted.
– A cuidarme.
– A controlarlo también.
Etchenike prefirió no contestar a eso. Quedaron en silencio. El patrón trajo los sandwichs en persona pero también en silencio.
– En esa mesa de ahí -dijo Etchenike al rato-, charlé el sábado a la mañana con el pibe Algañaraz por primera vez. Me pareció un boludo, un pendejo, un porteñito engrupido, en realidad. Le gustaba hablar fuerte, jactarse de que tal vez esa noche se cogía a una veterana que ni siquiera había tenido que laburar para levantársela. Pero ahora ese pendejo está muerto, probablemente asesinado, y a mí me interesa mucho más que cuando estaba vivo. Quiero decir que en otro caso o en otras circunstancias no le hubiera dado pelota.
– No le interesa el pibe, Etchenique.
– No, en realidad. No como supongo que debería importarme.
– ¿Y el otro, el panadero?
La pregunta lo agarró con el especial de salame y queso a medio camino hacia el mordisco. Se detuvo un instante en el pan que tenía entre los dedos.
– Patrón… Este pan se lo trajo Cacho hoy…
– Como siempre. A la mañana, antes de las nueve.
Mordió con cuidado, como temiendo romper algo que ya estaba roto.
– ¿Y qué hacía en bicicleta con la canasta llena de pan a esa hora de la noche?
– Lo llevaría para su casa. Supongo que le daban el sobrante del día…
El patrón se vino acercando, no se atrevió a arrimar una silla pero se apoyó en la mesa más cercana.
– ¿Por qué están pasando estas cosas? -dijo al fin.
En ese momento, como quien busca en la noche dura e impiadosa un lugar limpio y bien iluminado, otros dos hombres viejos que probablemente habían leído también a Hemingway entraron en el comedor del Hotel Veraneo.
El Polaco y el padre de Sergio Algañaraz venían juntos pero no era seguro que hubiesen salido juntos de alguna parte. Los traía la noche. Saludaron y se sentaron casi naturalmente junto a Laguna y Etchenike como si fueran los integrantes de un elenco teatral varado en un pueblo de provincia hasta que pasara el próximo e improbable tren.
Pidieron café. El Polaco agregó una Legui y podía suponerse que no era la primera.
Como por un acuerdo secreto, luego de cambiar unas palabras se hizo un silencio casi artificial, compulsivo, de ceremonia. Nadie habló de lo que aparentemente no hubiera podido dejar de hablarse. Pero también era imposible irse a dormir o trivializar las circunstancias con la política, el fútbol, el tiempo o la tristeza:
Hasta que repentinamente Etchenike lo encaró al Polaco:
– Y usted, Gombrowicz, ¿de dónde sacó tantas películas viejas?
El viejo iba a excusarse pero miró a Laguna como pidiendo un permiso que le sería concedido:
– Tómenlo como un cuento -dijo-. Han pasado tantos años ya que no importa si las cosas fueron así o de otra manera. Pero créanme como si…
– ¿Qué pasó? Nadie te va a meter preso ahora, Polaco, si es lo que te preocupa tanto -dijo Laguna indulgente.
Pero el otro no vaciló, a pesar o gracias a la incipiente borrachera, en contar lo que quería:
– Fue en el sesenta, cuando todavía el Atlantic funcionaba y el cine también. La camioneta de la distribuidora pasaba los lunes y traía las películas para toda la semana. Venía del segundo o tercer circuito de Mar del Plata y después de pasar por Necochea y Miramar llegaba acá. Generalmente traía quince: dos para cada día de la semana y tres para el miércoles: que siempre fue día de aventuras. Fueron años con ese sistema y siempre venía la misma gente. Hasta que esa vez -era un jueves- no apareció la camioneta sino un camión con dos tipos desconocidos. Pero era un camión de la distribuidora. Enseguida me di cuenta de que había algo raro: querían hacer dinero con las películas pero no sabían cómo… Suponían que podían venderlas, que en cualquier cine les darían buen dinero por las copias. “Es buena mercadería”, decían, como si fueran alfombras o saldos de fábrica. Me hice el gil y fui al camión con ellos: lo que había ahí era increíble. Estaban prácticamente todos los estrenos de la Fox, la Warner y la Paramount, de los últimos cinco años, y un montón más. Eran ciento cincuenta películas… Habían robado el camión en la ruta pero cuando vieron lo que cargaba no supieron qué hacer. Se equivocaron…
– Se equivocaron al traerlo acá -dijo Laguna sonriente.
– Eso es -confirmó Etchenike.
– Tal vez el camión iba para Chile o al sur y creyeron que cargaba heladeras, estufas, qué sé yo…
– ¿Y qué hiciste?
– Les “alquilé” quince para esa semana, argumentando que no podía hacer más pero les di a entender que era peligroso para ellos andar con todo eso. Agarraron la guita, yo entré las películas y quedaron en volver a la semana. Todos sabíamos que mentíamos pero vi la posibilidad de mi vida. Cuando los tipos fueron a comer al bar que quedaba en la esquina de la avenida, le pinché dos gomas al camión y le avisé al cabo Bulnes, que ahora está jubilado, para que los jodiera un poco pidiéndoles los papeles cuando estuvieran por salir. Al ver a la cana mirando el camión y las gomas pinchadas los tipos se asustaron… Afanaron una Ford F 100 y rajaron. Nunca más se supo de ellos. La camioneta apareció en Bahía Blanca dos meses después.