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George asintió. Advirtió, agradecido, que el funcionario le había hablado con el mismo tono exacto y con la misma urbanidad que a lo largo de las ocho semanas anteriores. El hecho le sorprendió. Por alguna razón había previsto que iban a escupirle y a injuriarle al regresar a la cárcel, a un hombre inocente que volvía con la pública etiqueta de culpable. Pero quizá el cambio aterrador sólo se hubiera producido en su mente. El carcelero mantuvo la misma actitud por una razón simple y desalentadora: desde el principio le habían considerado culpable, y el veredicto del jurado no había sino confirmado esta presunción.

A la mañana siguiente, como un favor, le llevaron un periódico para que pudiera ver, por última vez, su vida convertida en titulares, su historial ya no discrepante sino consolidado como un hecho jurídico, su personaje ya no como obra suya, sino perfilado por otros.

SIETE AÑOS DE TRABAJOS FORZADOS

CONDENADO EL ASESINO DE

GANADO DE WYRLEY

EL REO NO SE INMUTA

Con desánimo, pero de forma automática, George leyó el resto de la página. La historia de la señorita Hickman, la médico hallada muerta, también parecía haber alcanzado su epílogo y se había sumido en el silencio y el misterio. George se enteró de que Buffalo Bill, tras una temporada en Londres y una gira por provincias que duró 294 días, había terminado su programa en Burton-on-Trent y regresado a Estados Unidos. Y tan importante para la Gazette como la condena del «asesino de ganado» de Wyrley era la noticia que figuraba al lado:

CHOQUE FERROVIARIO EN YORKSHIRE

Dos trenes descarrilan en un túnel

Un muerto y 23 heridos

LA TERRIBLE EXPERIENCIA DE UN HOMBRE

DE BIRMINGHAM

Le tuvieron en Stafford otros doce días, y durante este tiempo permitieron a sus padres que le visitaran a diario. Para George esto fue más doloroso que si le hubieran arrojado dentro de un furgón y le hubieran llevado al paraje más lejano del reino. En aquella larga despedida todos se comportaron como si las tribulaciones de George fueran un error burocrático que no tardaría en remediar la apelación al funcionario preciso. El vicario había recibido muchas cartas de apoyo y hablaba ya con entusiasmo de una campaña pública. A George aquel fervor le pareció rayano en la histeria, y sus orígenes implantados en la culpa. No juzgaba su situación transitoria, y los planes de su padre no le procuraron el menor consuelo. Más que nada, le parecían una expresión de fe religiosa.

Doce días después, fue transferido a Lewes. Allí le entregaron un uniforme nuevo de lino burdo y color galleta. Tenía dos anchas franjas verticales por delante y por detrás, y unas flechas gruesas, torpemente impresas. Le dieron unos bombachos que le quedaban grandes, calcetines negros y botas. Un funcionario le explicó que era un hombre estrella y, por consiguiente, empezaría su condena permaneciendo tres meses separado: el plazo podría ser más largo o más corto. Separado quería decir incomunicado. Así empezaban todos los hombres estrella. Al principio George lo entendió maclass="underline" pensó que le llamaban hombre estrella porque su caso había alcanzado notoriedad; quizá a los autores de delitos especialmente atroces se les mantenía apartados de otros presos para impedir que diesen rienda suelta a su cólera contra un mutilador de caballos. Pero no: un hombre estrella era el simple vocablo para designar a un condenado por primera vez. Le dijeron que si reincidía le clasificarían como preso intermedio; y si volvía a prisión con mayor frecuencia, como preso ordinario o profesional. George dijo que no tenía intención de volver.

Le llevaron a presencia del director, un viejo militar que le sorprendió porque miraba el nombre que tenía delante y, educadamente, le preguntó cómo se pronunciaba;

– Aydlji, señor.

– Ay-dl-ji -repitió el director-. Aunque aquí no será mucho más que un número.

– No, señor.

– Iglesia anglicana, dice aquí.

– Sí. Mi padre es vicario.

– En efecto. Su madre…

Parecía que el director no acertaba a encontrar la forma de preguntarlo.

– Mi madre es escocesa.

– Ah.

– Mi padre es parsi de nacimiento.

– Ahora caigo. Estuve en Bombay en los años ochenta. Hermosa ciudad. ¿La conoce bien, Ay-dl-ji?

– Me temo que nunca he salido de Inglaterra, señor. Aunque he estado en Gales.

– Gales -dijo el director, pensativo-. En eso me gana. Abogado, dice.

– Sí, señor.

– En este momento tenemos sequía de abogados.

– ¿Perdón?

– Abogados. Nos faltan, de momento. Solemos tener uno o dos. Un año, recuerdo, tuvimos más de media docena. Pero hace unos meses nos libramos del último. La verdad es que tampoco pude hablar mucho con él. El reglamento de aquí le parecerá estricto, y se aplica rigurosamente, señor Ay-dl-ji.

– Sí, señor.

– Pero tenemos un par de corredores de bolsa y un banquero, también. Yo le digo a la gente que si quiere tener un muestrario representativo de la sociedad, venga a la cárcel de Lewes. -Estaba acostumbrado a contar esto e hizo una pausa para que surtiera el efecto habitual-. Aunque me apresuro a decirle que no tenemos miembros de la aristocracia. Ni tampoco -lanzó una ojeada al expediente de George- un pastor de la Iglesia anglicana. Pero sí hemos tenido alguno que otro. Por obscenidad, esas cosas.

– Sí, señor.

– Pues bien, no voy a preguntarle qué ha hecho o por qué o si fue usted quien lo hizo o si una solicitud que quisiera cursar al ministro del Interior tiene o no más posibilidades que un ratón con una mangosta, porque según mi experiencia todo eso es una pérdida de tiempo. Está en la cárcel. Cumpla su condena, obedezca las reglas y no se meterá en más líos.

– Como abogado, estoy acostumbrado a las reglas.

George lo dijo con neutralidad, pero el director alzó la vista como si se tratara de una frase insolente. Al final se contentó con decir: «Perfecto».

Había, en efecto, gran número de reglas. George comprobó que los carceleros eran buena gente, aunque estaban atados de pies y manos por la burocracia. Estaba prohibido hablar con otros presos. Estaba prohibido cruzar los brazos o las piernas en la capilla. Los reclusos se bañaban una vez cada quince días, y se les hacía un registro corporal y de sus pertenencias siempre que se considerase necesario.

El segundo día entró un celador en la celda de George y le preguntó si tenía una manta.

George juzgó la pregunta superflua. Era de todo punto evidente que tenía una manta, multicolor y de un peso razonable: imposible que el funcionario no la viera.

– Sí, tengo, muchas gracias.

– ¿Qué es eso de muchas gracias? -preguntó el carcelero, con una voz más que belicosa.

George recordó los interrogatorios de la policía. Quizá su tono había sido muy osado.

– Quiero decir que sí tengo -dijo.

– Entonces hay que destruirla.

Ahora sí que George no entendía nada. Aquella norma no se la habían explicado. Cuidó su respuesta y en especial el tono.

– Disculpe, pero no llevo aquí mucho tiempo. ¿Por qué quiere destruir mi manta, que es para mí una prenda cómoda y una necesidad, me figuro, en los meses más recios?

El carcelero le miró y poco a poco se echó a reír. Se rió tanto que un compañero se coló en la celda para ver qué pasaba.

– No una manta, número 247, sino chinches [12].

George, a su vez, sonrió a medias, ignorando si el reglamento le permitía sonreír. Tal vez sólo si pedía permiso. En todo caso, el episodio se divulgó por la cárcel y siguió a George durante los meses siguientes. Aquel indio vivía una vida tan regalada que ni siquiera sabía lo que era una chinche.

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[12] En inglés, bed-rug («manta») y bed-bug («chinche»). (N. del T.)