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Las virtudes cristianas podía practicarlas cualquiera, desde el humilde hasta el de alta cuna. Pero la caballería era una prerrogativa de los poderosos. El caballero protegía a su dama; el fuerte ayudaba al débil; el honor era algo vivo por lo que tenías que estar dispuesto a dar la vida. Tristemente, el número de griales y búsquedas disponibles para un médico recién diplomado era bastante reducido. En aquel mundo moderno de factorías y bombines de Birmingham, el concepto de caballería parecía a menudo haber degenerado en uno de simple deportividad. Pero Arthur practicaba el código siempre que era posible. Era un hombre de palabra; socorría a los pobres; no bajaba la guardia contra las más bajas pasiones; trataba a las mujeres con respeto; tenía planes a largo plazo para el salvamento y cuidado de su madre. Era lo que estaba en su mano hacer, dado que el siglo XIV, por desgracia, había terminado y él no era William Douglas, señor de Liddesdale, la flor de la caballería misma.

Eran sus reglas, y no las de los textos de fisiología, las que gobernaron sus primeros acercamientos al sexo más bello. Era lo bastante guapo para atraer a las mujeres y muy pródigo en devaneos; una vez informó con orgullo a su madre de que estaba honorablemente enamorado de cinco mujeres al mismo tiempo. Aunque distinto de las amistades íntimas con condiscípulos, algunas de las reglas valían también en el amor. Así, si te gustaba una chica, le ponías un apodo. Telmore Weldon, por ejemplo: una criatura bonita y robusta con la que coqueteó furiosamente durante semanas. La llamaba Telmo, por el fuego de San Telmo, la luz milagrosa que se ve en los mástiles y penóles de los barcos durante una tormenta. Le gustaba imaginarse como un marino en peligro en los mares de la vida, mientras ella le iluminaba los cielos oscuros. De hecho, a punto estuvo de comprometerse con Telmo, pero finalmente no lo hizo.

Por entonces también estaba muy preocupado por las emisiones nocturnas, de las que se decía poco en La muerte de Arturo. Las húmedas sábanas matutinas le desviaban bastante de los sueños caballerosos; también del concepto de lo que era o podía ser un hombre, si aplicaba su mente y su fuerza a serlo. Se propuso imponer disciplina a su yo dormido aumentando el ejercicio físico. Ya boxeaba y jugaba al criquet y al fútbol. También empezó a practicar el golf. Mientras hombres inferiores consultaban indecencias, él leía el Wisden [1].

Empezó a enviar relatos a revistas. Volvió a ser el chico de pie encima de un pupitre que desplegaba sus mañas orales; el foco de atención de ojos alzados, el faro de crédulos oyentes boquiabiertos. Escribía el tipo de historias que le gustaba leer; le parecía la forma más sensata de enfocar el juego de la escritura. Situaba sus aventuras en tierras lejanas donde a menudo podían hallarse tesoros enterrados y entre cuya población local abundaban malhechores infames y doncellas rescatables. Sólo un determinado género de héroe estaba capacitado para tomar parte en las misiones peligrosas que ideaba. Para empezar, estaba claro que no servían los hombres de constitución feble y los propensos al alcohol y a la autocompasión. El padre de Arthur había fracasado en su deber caballeroso para con la madre; ahora la tarea recaía en su hijo. Como no podía salvarla con métodos del siglo XIV, tendría que recurrir a los disponibles en una era inferior. Escribiría historias: la rescataría describiendo rescates de ficción ajenos. Estas descripciones le reportarían dinero y el dinero haría lo demás.

George

Son dos semanas antes de Navidad. George tiene ya dieciséis años y no siente como en otro tiempo la emoción de la fecha. Sabe que el nacimiento de nuestro Salvador es una verdad solemne, que se celebra anualmente, pero ya ha dejado atrás la exaltación nerviosa que todavía embarga a Horace y a Maud. Tampoco comparte las esperanzas triviales que sus antiguos condiscípulos de Rugeley solían expresar francamente: de una clase de regalos frívolos que no existen en la vicaría. También les ilusionaba todos los años la promesa de la nieve, y hasta degradaban su fe rezando para que cayera.

A George no le interesa patinar, deslizarse en trineo o construir muñecos de nieve. Ya se ha embarcado en su futura carrera. Ha abandonado Rugeley y estudia Derecho en el Mason College de Birmingham. Si se esfuerza y aprueba el primer examen, se convertirá en un pasante. Tras cinco años de prácticas habrá exámenes finales y llegará a ser abogado. Se ve en posesión de un bufete, una colección de libros de leyes encuadernados y un traje con una leontina colgada entre los bolsillos del chaleco como una cuerda de oro. Se imagina a sí mismo como un hombre respetado. Se imagina tocado con un sombrero.

Casi ha oscurecido cuando llega a casa a última hora de la tarde del 12 de diciembre. Cuando alcanza la puerta de la vicaría advierte un objeto que descansa en el escalón. Se agacha y luego se acuclilla para examinarlo más de cerca. Es una llave grande, fría al tacto y pesada en la mano. No sabe qué hacer con ella. Las llaves de la vicaría son mucho más pequeñas; ésta, por tanto, es como la de la escuela. La de la iglesia también es distinta, y no parece ser la llave de una granja. Pero su peso sugiere una utilidad seria.

Se la lleva a su padre, que asimismo la mira perplejo.

– ¿En el escalón, dices?

Otra pregunta de la que su padre conoce la respuesta.

– Sí, padre.

– ¿Y no has visto a nadie ponerla allí?

– No.

– ¿Y no has visto a nadie saliendo de la vicaría cuando venías desde la estación?

– No, padre.

La llave es enviada con una nota a la comisaría de Hednesford y, tres días después, cuando George vuelve de la facultad, el sargento Upton está sentado en la cocina. El padre está todavía haciendo sus rondas parroquiales; la madre deambula por allí, inquieta. A George se le ocurre pensar que hay una recompensa por encontrar la llave. Si fuese una de esas historias que encantaban a los chicos de Rugeley, la llave abriría una caja fuerte o el arcón de un tesoro y el héroe necesitaría a continuación un mapa arrugado con una X marcada en algún punto. El no es aficionado a tales aventuras, que siempre le parecen demasiado inverosímiles.

El sargento Upton es un hombre de cara colorada y la complexión de un herrero. Le oprime su uniforme oscuro de sarga, y quizá por eso resuella de ese modo. Mira a George de arriba abajo, asintiendo para sí entretanto.

– ¿Así que tú eres el joven que encontró la llave?

George se acuerda de sus intentos de jugar a detective cuando Elizabeth Foster escribía en las paredes. Ahora hay otro misterio, pero esta vez involucra a un policía y un futuro abogado. Parece tan conveniente como emocionante.

– Sí. Estaba en el umbral.

El sargento no responde, pero sigue asintiendo para sus adentros. Al parecer, necesita ponerse a sus anchas y George procura ayudarle.

– ¿Hay una recompensa?

El sargento le mira sorprendido.

– Dime, ¿por qué preguntas si hay una recompensa? ¿Tú, precisamente?

George lo interpreta como que no la hay. Quizá el agente sólo haya ido a felicitarle por haber devuelto un objeto perdido.

– ¿Han descubierto de dónde procede?

Upton tampoco contesta a eso. En su lugar, saca una libreta y un lápiz.

– ¿Nombre?

– Ya sabe mi nombre.

– Nombre, he dicho.

George piensa que el sargento podría ser más educado.

– George.

– Sí. Qué más.

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[1] Wisden Cricketer's Almanack, excelente fuente de información sobre el criquet y la temporada de campeonatos. (N. del T.)