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Había algo... algo que no llegaba yo a comprender, que se palpaba en el ambiente.

Mi cama era cómoda, pero no pude dormir bien a causa de aquel presentimiento.

Soñé demasiado. Las palabras de un poema de Keats, que hube de aprender cuando era niña, me venían una y otra vez al pensamiento. No pude llegar a comprender hasta entonces su significado a pesar de mis esfuerzos para ello. Era un poema que siempre odié; tal vez porque tuve que aprenderlo de memoria, tanto si me gustaba como si no. Pero cuando desperté en mitad de la noche, vi en él, por vez primera, cierta belleza.

“¡Oh!, di qué te aqueja, amado paladín, que solo y... (¿Cómo era?)... pálido vagas.”

Vislumbré en mi mente la cara del caballero. Era la del señor Carey. Una cara ceñuda, tensa, bronceada; como la de aquellos pobres jóvenes que se iban a la guerra cuando yo era una chiquilla. Sentí profunda compasión hacia él. Luego volví a dormirme y soñé que la “altiva e ingrata señora” era la propia señora Leidner.

Cabalgaba en un caballo blanco y llevaba en la mano un lienzo bordado con flores de seda. El caballo tropezó e inmediatamente todo quedó convertido en un montón de huesos recubiertos de cera. Me desperté sobresaltada y temblando. Me dije que el curry nunca me sentó bien por las noches.

Capítulo VII

El hombre de la ventana

Creo que ser preferible aclarar, antes de pasar adelante, que en esta narración no encontrarán los lectores ningún comentario de color local que sirva de fondo al relato.

No entiendo nada de arqueología y no creo que llegue a interesarme nunca tal materia.

Me parece una solemne sandez el ir enredando con gente y cosas enterradas y olvidadas. El señor Carey solía decirme que yo no tenía temperamento de arqueólogo, y estoy segura de que le sobraba la razón.

A la mañana siguiente de mi llegada, el señor Carey preguntó si me gustaría ir a ver un palacio que estaba "planeando". No sé cómo puede planearse una cosa que existió hace tanto tiempo. Pero le aseguré que me encantaría ir y, en realidad, hasta me emocionaba un poco la idea. Al parecer, aquel palacio tenía cerca de tres mil años de antigüedad. Me pregunté qué clase de edificios tendría la gente en tales tiempos y si serían como los que yo viera en las fotografías de Tutankamón. Pero créase o no, allí no había más que barro seco. Polvorientas paredes de adobes, de unos dos pies de alto, y nada más.

El señor Carey me llevó de aquí para allí, contándome cosas; aquello era un gran atrio, y allí estuvieron situados varios aposentos, un piso superior y otras habitaciones que daban al patio central. Y yo pensaba: "¿Cómo lo sabrá?", aunque fui lo bastante discreta para no preguntárselo. Puedo asegurar que me llevé una desilusión. Aquellas excavaciones no contenían más que barro; nada de mármoles ni oro, o algo que fuera bonito, por lo menos. La casa de mi tía, en Cricklewood, hubiera parecido una ruina mucho más imponente. Y aquellos asirios, o lo que fueran, se llamaban a sí mismos "reyes". Cuando el señor Carey acabó de enseñarme su "palacio", me dejó con el padre Lavigny, que se encargó de mostrarme el resto del montículo. Me causaba cierto recelo el padre Lavigny por ser extranjero; y, además, por aquella voz profunda que tenía. Sin embargo, se mostró muy amable, aunque fue algo difuso en sus explicaciones.

Algunas veces me dio la sensación de que todo aquello le importaba tan poco como a mí.

La señora Leidner me lo explicó más tarde. Me dijo que el padre Lavigny sólo se interesaba por "documentos escritos". Los asirios escribían sobre barro con unas marcas de raro aspecto, pero muy perceptibles. Hasta se habían encontrado tablillas escolares. Sobre una de las caras estaban escritas las preguntas del maestro, y al dorso se veían las contestaciones del discípulo. He de confesar que me interesaron dichas tablillas, pues tenían un profundo sentido humano.

El padre Lavigny me acompañó a dar una vuelta por las excavaciones y me enseñó, diferenciándolos, lo que eran templos o palacios, y lo que eran casas particulares.

Incluso me mostró un sitio que, según dijo, era un primitivo cementerio de los acadios[3].

Hablaba de una forma bastante incoherente; se refería someramente a un asunto y luego pasaba sin interrupción a tratar de otros.

—Me parece extraño que hayan contratado sus servicios, enfermera —dijo en una ocasión—. ¿Es que la señora Leidner está realmente enferma?

—No en el sentido literal de la palabra —contesté.

—Es una mujer rara —comentó—. Creo que es peligrosa.

—¿Qué quiere decir? —pregunté—; ¿peligrosa? ¿De qué forma?

Sacudió la cabeza, pensativo.

—Creo que es cruel —replicó—. Sí, estoy seguro de que puede ser muy despiadada.

Era curioso que un fraile dijera aquello. Supuse, desde luego, que habría oído muchas cosas en confesión; pero este pensamiento aumentó mi desconcierto, pues no estaba segura de si los frailes confesaban, o sólo podían hacerlo los sacerdotes. Yo estaba convencida de que era fraile, pues llevaba aquel hábito blanco, que, por cierto, recogía fácilmente la suciedad. Y, además, llevaba un rosario colgando del cinturón.

—Perdone —aduje—. Me parece que eso son bobadas.

El padre Lavigny negó con la cabeza.

—Usted no conoce a las mujeres como yo —añadió—. Sí, puede ser despiadada —continuó—. Estoy completamente convencido de ello. Y no obstante, a pesar de que es más dura que el mármol, está asustada. ¿Qué es lo que le asusta?

"Eso es lo que todos quisiéramos saber", pensé.

Era posible que su propio marido lo supiera, pero nadie más.

El padre Lavigny me miró de pronto con sus ojos negros y brillantes.

—¿Encuentra algo extraño aquí? ¿O le parece todo normal?

—No lo encuentro normal del todo —repliqué, después de considerar la respuesta—. No está mal, por lo que se refiere a la forma en que lo tienen organizado... pero se nota una sensación de incomodidad.

—Yo también me siento incómodo. Tengo el presentimiento —de pronto pareció acentuarse en él su aspecto extranjero— de que algo se está preparando. El propio doctor Leidner no es el que era. Algo le inquieta.

—¿La salud de su esposa?

—Tal vez. Pero hay algo más. Hay... ¿cómo lo diría?... una especie de desasosiego.

Eso era cierto. Reinaba el desasosiego entre los componentes de la expedición.

No hablamos más porque entonces se me acercó el doctor Leidner. Me mostró la tumba de un niño que justamente acababa de ser descubierta. Era una cosa patética; aquellos huesos de reducido tamaño, un par de pucheros y unas pequeñas motitas que, según dijo el doctor Leidner, eran las cuentas de un collar.

Los peones que trabajaban en las excavaciones me hicieron reír de buena gana.

Eran una colección de espantajos, vestidos con andrajosas túnicas y con las cabezas envueltas en trapos, como si tuvieran jaqueca. De vez en cuando, mientras iban de un lado a otro llevando cestos de tierra, empezaban a cantar. Por lo menos, yo creo que cantaban, pues era una especie de monótona cantinela que repetían infinidad de veces.

Me di cuenta de que la mayoría de ellos tenía los ojos en condiciones deplorables; todos cubiertos de legañas. Uno o dos de aquellos hombres parecían estar medio ciegos.

Meditaba sobre cuán miserable era aquella gente, cuando el doctor Leidner dijo:

—Tenemos un excelente equipo de hombres, ¿verdad?

«¡Qué mundo tan dispar es éste!, pensé y de qué forma tan diferente pueden ver dos personas la misma cosa. Creo que no lo he expresado bien, pero supongo que sabrán lo que quiero decir».

Al cabo de un rato, el doctor Leidner dijo que volvía a la casa para tomar una taza de té. Le acompañé y durante el camino me fue explicando algunas cosas de las que veíamos. Ahora que lo explicaba él, todo me parecía diferente. Podía verlo todo tal como había sido, por decirlo así. Las calles y las casas. Me enseñó un horno en que los asirios cocían el pan y me dijo que, en la actualidad, los árabes utilizaban unos hornos muy parecidos.