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Era una noche de enero, y sentía como si en París no hubiera nadie más que ella y Miles Davis. Además de los fantasmas.

Había perdido a su hombre.

Una barcaza pasaba flotando con luces de Navidad rojas todavía colgando de los costados, rodeando la cubierta. Llegó hasta ella un fragmento de una canción chirriante acompañada por un acordeón y escuchó el sonido del agua al golpear la embarcación.

Miles Davis se paseaba, olisqueando alrededor de la rejilla de metal alrededor de la base de un árbol desnudo. Frotó el jade, pero no recibió ninguna cálida respuesta tranquilizadora.

Su teléfono móvil vibró en el bolsillo de su abrigo. ¿Guy?

– Allô-dijo, su voz llena de esperanza.

– Bibiche!-Reconoció la voz de Laure Rousseau. Laure era hija del primer compañero de su padre, y había utilizado ese apelativo cariñoso desde que tenían ocho años-. Ven a celebrarlo, Ouvrier se jubila. ¿Te acuerdas de él?

Ouvrier era un flic con cara de caballo de la vieja comisaría de su padre. Se oían conversaciones de fondo y el tintineo de una máquina de pinball. ¿Un bar? No era sitio para ella, con un montón de viejos flics bebiendo y recordando los viejos tiempos, de esos que se habían unido al cuerpo antes la primera glaciación.

– Tengo buenas noticias, bibiche. ¿No te debía una copa?

– Parece que tú ya has tomado alguna.

– Te guardo el sitio -dijo Laure.

Aimée pensó en su apartamento vacío lleno de aire frío y rancio.

– Place Pigalle, ¿te acuerdas de L'Oiseau?

De repente, se oyeron cánticos de fondo.

Preferiría beber hasta caerse del taburete con Laure que hacerlo ella sola en el bistró de la esquina.

Aimée miró al suelo. Los cristales de nieve se rompían bajo sus pies. Miles Davis ya había terminado; podía llevarle arriba.

– Cogeré un taxi. Te veo dentro de un cuarto de hora.

* * *

Esta porción de Montmartre había sido testigo de diferentes momentos de gloria. Antes de comienzos de siglo, Edgar Degas había descubierto aquí a sus modelos, entre las grisettes, mujeres jóvenes que buscaban trabajo entre los carros de leche tirados por caballos. Ahora las tiendas eróticas y las tiendas de saldos de norteafricanos le daban un sabor diferente. Sin embargo, núcleos de callejuelas empedradas con casas de dos pisos que albergaban talleres de artistas salpicaban la ruta que subía serpenteante hasta el Sacré Coeur, en la cima de la empinada colina.

Aimée entró en L'Oiseau cruzando una nube de humo de cigarrillos y aire rancio; la fiesta estaba en su apogeo. Gracias a Dios se había pegado un segundo parche de Nicorette mientras iba en el taxi. Flics de paisano, de sesenta y tantos para arriba, sentados en la barra del bar y alrededor de mesitas redondas. Reconoció los rostros de varias personas, hombres que habían trabajado con su padre. Los hombres se encontraban más a gusto en la barra que en las cocinas de sus casas. Ahora se sentía como una extraña en este grupo al que antes perteneció.

Su padrino, Morbier, un comisario, estaba sentado en la barra, y su chaqueta de tweed con coderas olía a lana húmeda. A ella se le iluminó la cara al ver una corona de papel dorada ladeada sobre su pelo cano, algo que no casaba con sus ojos caídos de sabueso y sus mejillas ajadas. Delante de él había una porción de galette des Rois, el pastel de la fiesta de la Epifanía, a medio comer y una pequeña figurita de cerámica.

¿Dónde estaría Guy? Olvídalo. Necesitaba una copa.

– Te ha tocado ser el rey, ¿eh, Morbier? ¿Dónde está Laure? -preguntó, moviéndose hacia el dueño y sirviéndose un trozo de tarta rellena de crema de almendras. Bebió un sorbo de la copa de Morbier, luego otro-. Lo mismo para mí, por favor, Jean.

Sintió un golpecito en la espalda y se volvió.

Laure Rousseau, sonriendo, estaba de pie contra un póster amarillento del Marsella que se estaba despegando de la pared sucia de tabaco. Como siempre, pasó la mano por delante de la boca con un movimiento rápido, un pequeño gesto consciente que hacía para ocultar la delgada línea blanca que cruzaba su labio de arriba, los restos de una fisura en el paladar que la cirugía había corregido hacía ya mucho tiempo.

– Así que, bibiche -dijo Laure, mientras analizaba a Aimée rápidamente con sus ojos castaños-, ¿quieres que hablemos de la apisonadora que te acaba de pasar por encima?

¿Tanto se le notaba? Aimée se atragantó y derramó su copa. El borgoña salpicó todo el mostrador. Laure alcanzó un trapo y limpió el desaguisado.

– ¿Tan grave es? -preguntó Laure de nuevo.

Asintió.

– Guy está de guardia. Permanentemente.

– ¡Ah, el oculista! ¿Habéis roto? -preguntó Laure-. Lo siento.

Aimée movía el pie nerviosamente sobre el suelo marrón de azulejos agrietados, y sucio de envolturas de azucarillos y colillas de cigarros.

– Lo he echado todo a perder. Pero, en lugar de entrar en detalles, mejor me voy. No quiero estropear la noche.

Laure le rodeó los hombros con el brazo.

– Librémonos de esa cara larga. Cuéntame.

Y eso fue lo que hizo Aimée.

– Volverá -dijo Laure.

– No pongo la mano en el fuego. Somos demasiado diferentes.

Aimée cogió un vaso nuevo y pegó un trago. Los hombres iban y venían, ¿no? Siempre habría alguien más. Con más vino se convencería de eso, y quizá consiguiera pasar la noche.

– Bibiche! -Laure la abrazó-. Puedes conseguir a cualquiera de estos, en cualquier momento. El problema es que todos están divorciados, no pueden mantener una relación a flote ni siquiera durante un minuto y son tan viejos como tu papá y el mío.

– Tan viejos como sería mi padre -dijo Aimée-. Ya han pasado cinco años, Laure.

La explosión de la place Vendôme que había matado a su padre ahora no era más que un expediente perdido en el ministerio, y la única pista que ella había conseguido de la Interpol… estaba por ahora olvidada. Intentó apartar también esos pensamientos.

Qué familiar le resultaba ese café bar lleno de humo. El tipo de café en el que Laure y ella se habían sentado a jugar interminables partidas de tres en raya mientras sus padres trabajaban los fines de semana.

Percibió el ceño fruncido de Laure y que su amiga no dejaba de echar hacia atrás nerviosamente su melena lisa color castaño. El traje pantalón azul marino le sobraba por todos los sitios.

– Has perdido peso -dijo Aimée.

Laure desvió sus ojos marrones demasiado juntos.

– No puedo mantener a estos dinosaurios a raya -dijo Laure un segundo más tarde-. Por lo menos, los tipos de la vieja escuela no lanzan indirectas sexuales cada cinco minutos ni se meten conmigo como lo hacen los nuevos reclutas de la comisaría. Arriesgo mi vida todos los días, lo mismo que ellos. Cuando salgo por la mañana, no sé si volveré. Y aún así ellos piensan que soy una presa fácil.

– Estás patrullando, lo que querías -dijo Aimée, a la vez que se fijaba en la insignia en la solapa de Laure-. Te felicitaría, pero ya sabes mi opinión sobre el hecho de que patrulles.

Laure había dejado el trabajo de oficina y ahora había sido asignada al servicio activo. Patrullar no era un trabajo que Aimée considerara inteligente para ella. Habían tenido interminables conversaciones sobre el tema. La necesidad de Laure de demostrarse a sí misma su valía, ya fuera a causa de su complejo por el labio leporino que afeó su apariencia hasta la operación, o por su deseo de emular el condecorado servicio de su padre, no había cambiado.

– ¿Por qué tienes que arriesgar tu vida?

De nuevo, esa mirada huidiza, el movimiento de la mano sobre su boca.