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– ¡Traigan otra cubierta, rápido! -gritó uno de la científica-. ¡Ahora mismo! ¡No había visto una tormenta como esta desde 1969!

Algunos miembros de la policía científica desplegaron su equipo sobre el hielo al lado de la claraboya, en un intento inútil de analizar la zona.

– ¡La luz cambia cada segundo! -dijo el fotógrafo, sacando la cámara, la nieve quebradiza crujiendo bajo sus pies-. ¡Daos prisa, no me funciona bien el fotómetro!

Aimée notó que las huellas se habían mezclado. Cualquier prueba que hubiera podido existir ahora se vería comprometida.

– Llévenla abajo -dijo el agente con un cierto tono molesto.

– Conozco mis derechos.

El agente hizo señas para que se marchara.

Desde el borde del tejado, Aimée vio los copos de nieve formando remolinos en las luces de los focos y tejados cubiertos de nieve que se extendían hacia la distante gare du Nord. Al otro lado del patio, se veían varias ventanas con luz en medio de una profunda oscuridad. En el edificio de al lado continuaba la fiesta.

Abajo en el apartamento, Laure estaba agachada mientras un grupo de hombres con los hombros salpicados de nieve se apiñaban sobre ella. Su pálida cara mostraba una expresión angustiada mientras unos técnicos con guantes presionaban cinta adhesiva en sus dedos y en las palmas de sus manos. El viento que entraba por la ventana no le dejaba escuchar la conversación, pero pudo oír «custodia… en la comisaría…».

– Bibiche!

Aimée se puso rígida. Laure tenía el pelo enredado y mojado, un gran bulto brotaba de su sien y el blanco de uno de sus ojos estaba teñido de sangre.

– Pobrecito Jacques… ¿quién se lo va a decir a su ex mujer? -preguntó, tratando de incorporarse, pero resbalándose en el suelo húmedo.

Un agente la sujetó.

– Lo siento, Laure. Sabes que tengo que hacer esto e informar de todo lo que digas -dijo.

– ¿Informar de todo lo que diga? -repitió Aimée, elevando su voz para que pudieran oírla a pesar del viento-. Laure necesita atención médica.

El flic se volvió hacia Aimée, molesto.

– ¿Quién le ha dado permiso para hablar, mademoiselle?

– Soy detective privado.

– Entonces ya tendría que saberlo -dijo, haciendo un gesto con la cabeza al hombre que estaba a su lado-. Comprueben la identificación de esta mujer. ¿Por qué nadie ha buscado muestras de pólvora en sus manos?

Edith Mésard, la Proc, la juez instructora del caso, entró llevando un vestido de cóctel negro bajo una estola de piel. Se sacudió la nieve de los tacones. Según lo que dictaba el protocolo de actuación, en situaciones dudosas ella tenía que llegar a la vez que la Brigada Criminal.

– Désolé, madame la Proc! -dijo el flic.

Aimée se adelantó.

Cuando la vio, Edith Mésard la reconoció.

– Mademoiselle Leduc -dijo, arrugando la nariz, y luego frunció el ceño-. Si acercáramos una cerilla a su aliento, incendiaríamos el edificio.

Antes de que Aimée pudiera responder, la Proc carraspeó.

– Déme los detalles, inspector. ¿Cómo se explica que un flic le pegue un tiro a otro en un resbaladizo tejado de zinc y en medio de una ventisca? Convénzame.

– Encontramos su arma en el tejado.

– ¿Estaba al lado de ella?

– La agente en cuestión yacía abajo, en el andamio -dijo él, incómodo-. Su pistola estaba junto a Jacques,… la víctima.

– Merde! -dijo la Proc por lo bajo, sacando unas zapatillas de tenis del bolso de Vuitton.

– ¿Cómo? ¿Están acusando a Laure de haber matado a su compañero? -dijo Aimée-. Eso es absurdo.

– ¿O quizá le disparó usted, mademoiselle?-dijo el inspector.

La invadió el pánico.

– ¡Tómenle declaración en la comisaría! -dijo Edith Mésard, antes de salir por la ventana.

El flic empujó a Aimée escaleras abajo.

Los haces azules de las luces giratorias de la ambulancia del SAMU iluminaban a las pocas personas que estaban en la estrecha calle: una mujer mayor con el albornoz asomándole por debajo del abrigo; un hombre de mirada cansada con el uniforme azul verdoso de los conductores de autobús. Morbier estaba de pie al lado de un viejo Mercedes aparcado, con el techo aplastado bajo el peso de la nieve. La grúa se había llevado el coche de Jacques.

– No han entendido nada, Morbier -le gritó Aimée.

– Avance, mademoiselle -dijo el flic, empujándola hacia el furgón policial azul y blanco.

– Un momento, agente -dijo Morbier.

El policía enarcó las cejas, mirando primero a Morbier y luego los pantalones de cuero de Aimée, su plumífero y su pelo pincho.

Morbier le mostró su placa.

– Déme un momento.

– Bien sur, comisario -dijo el flic, sorprendido.

– ¿En qué lío te has metido esta vez, Leduc? -preguntó Morbier mientras su respiración se convertía en vaho en el aire congelado.

– Has acertado, Morbier. Un lío tremendo -le hizo un breve resumen de lo ocurrido.

Mientras escuchaba, Morbier sacó un Montecristo, hizo una pantalla protectora con las manos y lo encendió con un fósforo de madera. Exhaló el humo, enviando acres bocanadas a la cara de Aimée, y tiró la cerilla a la nieve, donde cayó con un ruidito. Cuando ella terminó, Morbier negó con la cabeza y miró hacia otro lado, en silencio.

¿Por qué no decía nada?

– Morbier, ayúdame a convencerlos…

– Sería como pretender que los cerdos vuelen, Leduc. Existe un protocolo. Ya lo sabes. Ponlo en práctica. Eres una sospechosa, cierra la boca.

– ¿Qué cierre la boca?

– Hasta que prestes declaración -dijo-: Tienes que ser lista.

Ella controló el horror. Por supuesto, él tenía razón. Ella lo explicaría todo, haría un croquis de sus movimientos, demostraría que Laure no podía haber matado a Jacques.

– ¡Laure no dispararía contra su compañero después de que prácticamente todo el cuerpo de policía les había visto juntos en el café!

Morbier sacudió la ceniza, que se dispersó en el viento.

– Y vieron que discutían y que tú te metías -dijo.

Ella se había olvidado de la escena que habían montado en público.

– Tú puedes tocar teclas, Morbier -dijo ella-. Hazlo.

Por una vez, ella esperaba que la escuchara.

El flic la agarró del codo con mano de hierro.

– Lo siento, comisario; el furgón espera.

– ¡Vaya noche para que ocurra esto! -Morbier exhaló el aire con un sonido que ella reconoció como lo que era: resignación disfrazada de autoridad. Algo que él hacía perfectamente. De arriba les llegaban voces. En el tejado del edificio resplandecían focos.

Aimée vio a un hombre vestido con un abrigo de cuero negro, con una mochila a la espalda, de pie en un portal. Los estaba observando fijamente, escuchando, como midiendo la situación. ¿Podría haber sido testigo del tiroteo?

Un Renault Twingo abollado derrapó hasta pararse al lado del furgón del depósito de cadáveres. De él salieron varios hombres, con las cámaras en la mano o colgadas de correas cruzadas sobre el pecho.

– ¡Prensa! Perdone, comisario; allez-y, mademoiselle.

El flic despachó a Aimée antes de que ella pudiera señalar el posible testigo a Morbier. La empujó dentro del furgón policial y esposó sus muñecas a la barra trasera como si fuera una criminal. Ella se deslizó hasta el suelo, al que habían echado sal para disminuir la tracción del prisionero si este pretendía fugarse. Podía sentir cada adoquín mientras la espalda le rebotaba contra el duro asiento y el furgón, con su estridente sirena, se internaba en la noche.