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– Leduc, confía en mi.

Ella se detuvo a pensar. Quizá podría confiar en él, o quizá no. Pero ¿no decían que si conocías a tu enemigo ibas al menos un paso por delante?

– Estoy de acuerdo en compartir información.¿Trato hecho?

El asintió.

– D’accord.

– ¿Me das el informe forense?

El soltó un bufido.

– ¿Te has fijado en la marca de la cuerda bajo sus orejas?

– Claro. Soy hija de mi padre.-Le hubiera gustado añadir que también era algo más.

Morbier hizo una mueca cuando nombró a su padre.

– Eso no es todo en lo que he reparado, Morbier-dijo ella con un gesto serio-¡Qué hay de ausencia de sangre?

– ¿No estarás sugiriendo que el homicidio tuvo lugar en otro sitio y que arrastraron a la victima?

– Igual que tatuaron la esvástica después del estrangulamiento; y sin mencionar que tenía las medias bajadas y enrolladas, las uñas rotas y la palma llena de astillas, eso podría ser una posibilidad, si.

– Eso ya se me había ocurrido.-Con un ágil movimiento de la mano, tiró el cigarrillo dentro de la taza de café. Chisporroteó e hizo plof. Ella pensó que era la típica respuesta gala. Se dio cuenta de que él llevaba calcetines desparejados; uno era azul y el otro gris.

– Los técnicos han estado peinando el patio-dijo-. Si hay algo ahí, lo encontrarán.

– ¿Hora de la muerte?-preguntó ella mientras se removía el pelo, disparando así más mechones.

El ignoró la mano de ella, llena de cicatrices, tal y como hacía siempre.

– Digamos que entre las tres y las siete de la tarde de ayer. Puede que la autopsia determine la hora con más exactitud.

Ella se puso en pie.

– Además de compartir información, agradecería tu ayuda en la investigación.

Morbier sonaba ahora como su padre. De hecho, él había solicitado su ayuda. De buenas maneras. Casi vuelve a sentarse.

– En otras palabras, si no lo hago, ¿estaré entorpeciendo la investigación?

– Yo no he dicho eso-dijo negando con la cabeza.

Ella comenzó a dirigirse a la puerta.

– Todavía-sonrió él

– ¿Recuerdas por qué abandoné este camo?

– Eso ocurrió hace cinco años-dijo él tras una pausa.

– He dejado este tipo de trabajo. Me dedico a la investigación para empresas-dijo ella-.¿Por qué nunca me miras la mano? Si no me respondes, ni me plantearé trabajar contigo.-Se agarró con fuerza al borde del escritorio, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

La voz de é parecía cansada.

– Porque si miro esa quemadura, todo me vuelve a mi mente. Veo a tu…cubierto de sangre…-Se tapó los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro.

– Ves a mi padre ardiendo sobre los adoquines, empujado por la onda expansiva contra la columna de la plaza Vendôme. Y a mi gritando, corriendo en círculos, agitando la mano, sujetando aún la manilla de la puerta fundida.

Se detuvo. Varios tipos vestidos de paisano pusieron de nuevo la cabeza tras las pantallas de sus ordenadores. Ella reconoció algunas de las caras.

– Lo siento, Morbier.-Golpeó la base de su silla con el pie-.Esto no me ocurre normalmente. Lo normal es que se ocupen de ello las pesadillas.

– Existe un remedio contra la neurosis de guerra-repuso él después de un rato-. Vuelve a las trincheras.

Pero lo que él no sabía era que Soli Hecht ya la había arrojado a ellas.

Aimeé anduvo a lo largo del Sena mientras especulaba con los fragmentos de la fotografía. El agua reflejaba débilmente la luz del sol y el cebo del cubo de un pescador cercano apestaba lleno de sardinas.

Anduvo con dificultad sobre las grietas que se habían formado en la escalera de piedra que conducía a su oscuro y frío apartamento, incapaz de quitarse de la cabeza la imagen del cadáver de Lili Stein.

Había heredado de su abuelo el apartamento en la île St. Louis. Esa isla con siete bloques en medio de Sena raramente había visto que sus propiedades cambiaran de mano en el último siglo. Con corrientes, húmedo y sin calefacción, su hôtel particulier del siglo XVII había sido la mansión del duque de Guise, a quien Enrique III había asesinado en el castillo real de Blois, pero se le había olvidado el porqué.

Los viejos perales del patio y las vistas sobre el Sena desde su ventana la mantenían allí. Cada invierno, el frío, que helaba hasta los huesos, y las arcaicas tuberías casi conseguían que se fuera. El año anterior, había montado alrededor de su cama una tienda de campaña del ejército que había ayudado a mantener dentro el calor. No podía permitirse el lujo de efectuar reparaciones, ni los terribles impuestos de sucesiones en el caso de que vendiera el apartamento.

Miles Davis la lamió para saludarla. En la cocina de altas ventanas, abrió el grifo que sobresalía del viejo fregadero de azulejos azules. Se lavó las manos dejando que el agua caliente corriera por ellas largo tiempo.

De manera mecánica, abrió la pequeña nevera de 1950. Un mohoso queso de Brie, seis yogures y una botella grade de champán decente que descorcharía algún día, ocupaban una de las bandejas. Bajo un ramillete de marchitas espinacas había un paquete de carne de caballo cruda envuelta en papel blanco. Con una cuchara, la sirvió en el desportillado cuenco de Miles quién lo engulló moviendo la cola mientras comía. Quitó el moho del Brie y encontró en la despensa un baguette, dura como una piedra. La dejó donde estaba y cogió unas galletas saladas. Pero cuando se sentó, no fue capaz de comer.

Se puso dos pares de guantes, los de piel encima de los de angora. Abajo, en el portal, sacó la mobylette de debajo de las escaleras, comprobó el aceite y accionó el pedal de arranque. Cruzó el Sena y se dirigió hacia la Gare de Lyon y hacia su piscina favorita para nadar. A esta hora, en Reully no había demasiada gente y la húmeda y fosforescente agua azul salpicaba contra los brillantes azulejos blancos como si fuera gelatina.

– chica mala…-Dax, el socorrista, la amonestó con el dedo-. No te vi ayer.

– Lo compensaré. Quince largos extra.-Se sumergió en el profundo carril con la mente y el cuerpo listos para fundirse con la pesada agua templada. Adoraba el estremecimiento en las piernas y en los brazos hasta que la temperatura de su cuerpo se estabilizaba con la del agua. Estableció su ritmo: brazada, patada, respirar, patada, brazada, patada, respirar, patada, y así completo largo tras largo.

Mala suerte que no pudiera convencer a René para que fuera con ella. El calor ayudaba a aliviar el dolor por el desplazamiento de cadera, típico de los enanos. Pero, lógicamente, se sentía muy inseguro con respecto a su apariencia.

Los cubículos llenos de vapor de las duchas estaban vacíos, excepto por el mohoso azulejo y el aroma a jabón. Se dirigió silenciosamente hacia el vestuario envolviéndose con la vieja toalla de playa en la que se leía St. Croix, en letras descoloridas. Sacó de su taquilla el teléfono móvil y pulsó el número de René. En ese momento se detuvo. No habría llegado todavía del gimnasio de artes marciales en el que entrenaba. Volvió a marcar el número. Esta vez dejó un mensaje. El teléfono vibró y ella contestó con impaciencia.

– Leduc, he comprobado lo que dijiste de esa manifestación que pasaba por Les Halles-dijo Morbier-.El grupo se llama Les Blancs Nationaux, de triste fama por acoso en el Marais.

Ella se encogió.

– ¿Y si un miembro de Les Blancs Nationaux la siguió hasta casa?-dijo él. La culpa hacía que dudara… ¿y si existía una conexión?

– ¿Sigues ahí?- dijo él.

– ¿Qué quieres que haga?- soltó ella.

– Pon a funcionar tu cerebro y ayúdame. Necesito algo más que compartir la información.

No había forma de disuadirlo. Además sería lógico empezar por ahí.

Se vistió y maquilló de forma distraída. Después de haber metido todo de cualquier manera en la bolsa del gimnasio, se miró en el espejo. Sentía que los pies se le pegaban al húmedo suelo del miedo que tenía. Se dio cuenta de que llevaba los pantalones del revés y que la etiqueta colgaba del exterior de su camisa de seda negra. Se le había corrido la máscara en las pálidas mejillas y eso le había dado a sus ojos un aspecto de oso panda. Tenía los finos labios embadurnados de rojo.