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– Me han dicho que Martinson me ha dejado unos papeles -dijo.

La telefonista, que se llamaba Ebba y llevaba en la policía más de treinta años, asintió amablemente con la cabeza y señaló el mostrador.

– Tenemos una chica del centro de empleo juvenil. Guapa y amable, pero totalmente inútil. A lo mejor se le olvidó dártelos.

– Me voy -dijo Wallander-. Creo que estaré en casa dentro de un par de horas. Si ocurre algo, llámame a casa de mi padre.

– Estás pensando en la pobre mujer del hospital -afirmó Ebba.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. -Una historia tremenda.

– Sí -admitió Kurt Wallander-. A veces me pregunto qué está pasando en este país.

Al salir por las puertas de cristal de la comisaría sintió en la cara el impacto de un viento frío y cortante, y se encorvó mientras corría hacia el aparcamiento. «Espero que no nieve», pensó. «Al menos hasta que demos con los visitantes de Lenarp.»

Se metió en el coche y buscó entre los casetes que guardaba en la guantera. Sin poder decidirse puso el Réquiem de Verdi. Había instalado unos costosos altavoces en el coche y las notas golpearon con fuerza sus tímpanos. Giró a la derecha y bajó por la calle Dragongatan hasta la autovía de Österleden. Unas hojas solitarias bailaban en la calzada y un ciclista luchaba contra el viento. Vio que el reloj del coche marcaba las seis. Sintió hambre de nuevo y, cruzando la carretera principal, entró en la cafetería de la gasolinera OK. «Cambiaré mis costumbres culinarias mañana», pensó. «Si llego un minuto después de las siete a casa de mi viejo, me dirá que lo he abandonado.»

Comió una hamburguesa especial.

Lo hizo tan deprisa que le provocó diarrea.

Cuando estaba sentado en el retrete se dio cuenta de que debería haberse cambiado de calzoncillos.

De repente notó un profundo cansancio.

Se levantó cuando alguien llamó a la puerta.

Puso gasolina y condujo hacia el este, a través de Sandskogen, y entró en la carretera de Kåseberga. Su padre vivía en una casa pequeña en medio del campo, entre el mar y Löderup.

Eran las siete menos cuatro minutos cuando el coche entró en el patio de grava que había delante de la casa. Aquel patio fue causa de la pelea más larga que hubo entre él y su padre. El que había antes tenía adoquines tan antiguos como la casa. Un buen día, a su padre se le ocurrió llenarlo de gravilla y, cuando Kurt Wallander protestó, se puso furioso.

– ¡Yo no necesito ningún tutor! -exclamó.

– ¿Por qué estropeas un patio de adoquines tan bonito? -preguntó Kurt Wallander.

Luego discutieron.

Pero finalmente el patio estaba cubierto por una gravilla gris que crujía bajo las ruedas del coche.

Wallander vio luz en la casita que servía de trastero.

«La próxima vez podría tratarse de mi padre», pensó de repente.

«Un asesino a la luz de la luna que le señale a él como el anciano idóneo para asaltarlo, tal vez matarlo.

»Nadie lo oiría si pidiera auxilio. No con este viento y el vecino más próximo, que es otro anciano, a quinientos metros…»

Acabó de escuchar el final del Dies irae antes de salir del coche y desperezarse.

Entró por la puerta del trastero, que era el estudio de su padre. Estaba allí como siempre, pintando sus cuadros.

El olor a aguarrás y a aceite que emanaba de su padre era uno de los recuerdos más antiguos de la niñez. Y su figura delante del caballete manchado, vestido con un mono azul marino y botas de goma recortadas.

A los cinco o seis años se dio cuenta de que su padre no pintaba el mismo cuadro año tras año.

Era el motivo el que nunca cambiaba.

Pintaba un paisaje melancólico de otoño, con un lago como un espejo, un árbol torcido con ramas sin hojas en primer plano y a lo lejos cadenas montañosas envueltas en nubes, que reflejaban colores irreales creados por el sol vespertino.

De vez en cuando añadía un urogallo sentado en un tronco en la parte exterior izquierda del cuadro. Regularmente recibían la visita de hombres con trajes de seda y pesados anillos de oro en los dedos. Iban en furgonetas oxidadas o brillantes coches de lujo y compraban los cuadros, con o sin urogallo.

De esta manera su padre había pintado casi el mismo cuadro toda la vida. Se ganaba la vida con los cuadros que se vendían en mercadillos o subastas.

Vivían en Klagshamn, en las afueras de Malmö, en una vieja herrería reformada. La infancia de Kurt Wallander y su hermana Kristina siempre estuvo envuelta en olor a aguarrás. Al quedarse viudo, su padre vendió la vieja herrería y se mudaron al campo. En realidad, Kurt Wallander nunca entendió por qué lo hicieron, su padre siempre se quejaba de la soledad.

Kurt Wallander abrió la puerta del trastero y vio que su padre estaba pintando un cuadro donde no habría urogallo. Pintaba el árbol en primer plano. Soltó un gruñido a modo de saludo y continuó moviendo el pincel.

Wallander se sirvió una taza de café de una cafetera sucia que había encima de un fogoncillo maloliente.

Miró a su padre, que casi tenía ochenta años, pequeño y encorvado; pero que irradiaba energía y fuerza de voluntad.

«Seré como él cuando me haga mayor», pensó.

«De niño me parecía a mi madre. Ahora me parezco a mi abuelo. ¿Me pareceré a mi padre al envejecer?»

– Sírvete una taza de café -dijo el padre-. En un momento estoy.

– Ya me la he servido.

– Tómate otra taza, pues -añadió su padre.

«Está de mal humor», pensó Kurt Wallander. «Es un tirano de humor variable. ¿Qué querrá de mí?»

– Tengo muchas cosas que hacer -dijo Kurt-. Tengo que trabajar toda la noche. Me pareció que querías algo de mí.

– ¿Por qué tienes que trabajar toda la noche?

– Voy a estar en el hospital.

– ¿Por qué? ¿Quién está enfermo?

Kurt Wallander resopló. Aunque él mismo había practicado muchos interrogatorios, nunca llegaría a igualar la insistencia con que su padre lo sonsacaba. Y esto sin interesarse en absoluto por su profesión de policía. Wallander sabía que para su padre había sido una profunda desilusión que él a los dieciocho años decidiera convertirse en policía. Pero nunca pudo saber cuáles eran las esperanzas que su padre había depositado en él.

Intentaba hablar de ello, pero nunca lo conseguía.

En las pocas ocasiones en que podía encontrarse con su hermana Kristina, que vivía en Estocolmo y tenía una peluquería, había intentado preguntárselo a ella, que se llevaba muy bien con su padre. Pero ella tampoco sabía darle una respuesta.

Se bebió el café tibio y pensó que quizá su padre habría deseado que él alguna vez tomara el pincel y así hubiera otra generación que siguiera pintando el mismo motivo.

De repente su padre dejó el pincel y se limpió las manos con un trapo sucio. Al acercarse a Kurt Wallander y servirse una taza de café, Wallander notó el mal olor a ropa sucia y a cuerpo sin lavar de su padre.

«Cómo se le dice a un padre que huele mal?», pensó Kurt Wallander.

«¿Estará ya tan viejo que no se las arregla solo?

»¿Qué hago entonces?

»No puedo tenerlo en casa, imposible. Nos mataríamos.»

Observó al padre, que se limpiaba la nariz con una mano mientras sorbía el café ruidosamente.

– Hace mucho que no vienes a verme -le reprochó.

– ¡Estuve aquí anteayer!

– ¡Media hora!

– Estuve aquí de todos modos.

– ¿Por qué no quieres verme?

– ¡Claro que quiero verte! Pero a veces tengo muchísimo trabajo.

El padre se sentó encima de un viejo trineo roto que crujía bajo su peso.

– Sólo quería decirte que tu hija vino a verme ayer.

Kurt Wallander se quedó atónito.

– ¿Linda estuvo aquí?

– ¿No oyes lo que te digo?

– ¿Por qué?

– Quería un cuadro.