Lo curioso fue que después de quemar el carro y firmar la carta, empezó a sentir los mismos síntomas de esa primera vez en que perdió la vista. Pocos meses después, ya ciego del todo, cuando llegó del vaticano la dispensa, recorrió por última vez los larguísimos corredores del palacio y se fue a vivir a casa de otra de sus hermanas, mi solterona tía Marujita.
El último recuerdo que guardo de él es en casa de ella, sentado a la cabecera de la mesa, ciego por completo, tanteando con el tenedor por tratar de enganchar una papa cocida. A su derecha la tía Marujita y a su izquierda su otro hermano, Jacinto, también sacerdote pero sólo monseñor, y párroco de Aracataca por las mismas fechas de la matanza.
Es cierto, el tiempo y los sufrimientos habían hecho estragos, pero sería demasiado fácil decir que este trío era la perfecta imagen de la decadencia. Silenciosos y grandes, mucho más altos que el promedio de los habitantes de Medellín, con el pelo blanquísimo y bien peinado, de moña la mujer y tonsurados los varones con una rodaja perfecta en la coronilla, la mesa puesta como en los mejores tiempos, podía decirse que no faltaba dignidad en medio de otros signos de desastre.
Me parece ver a la tía Marujita, que sufría de Parkinson, cuando las sirvientas le pasaban las bandejas. Se obstinaba en servirse sola aunque en el trayecto de la bandeja al plato se dejara la mitad de las porciones. Verla comer era un tormento, porque cada bocado representaba una empresa. A la sopa cogía la cuchara como todos nosotros, pero debía acercar mucho la cara al plato de caldo para no derramárselo encima. Los tenedores de arroz nunca llegaban llenos a su boca y el perro se sentaba siempre a sus pies pues con lo que se le caía a mi tía él quedaba, al final, tan lleno como sus dueños. Aunque veía bien, le resultaba tan difícil como al arzobispo acertar con un pedazo de carne en el plato y más difícil aún llevarlo hasta la boca. Menos mal que la sirvienta le ponía las rebanadas de pan ya untadas con la mantequilla y no le servía muy llenos los vasos de agua, porque también los vasos se desbordaban al pasar de la mesa a la cabeza. El viejo monseñor, maligno en sus chistes viejos, decía que su hermana era capaz de hacer regueros con un banano.
Pero el peor de los tres, si se puede, era precisamente él, monseñor Jacinto, aunque veía bien y no tuviera Parkinson. A diferencia de su hermano, que las llevaba nuevas y de corte italiano, usaba sotanas viejas, brillantes de tanta plancha y salpicadas de ceniza de cigarrillo. Durante las comidas se anudaba al cuello unas servilletas grandes como sábanas que le llegaban hasta debajo de las rodillas. Engullía la sopa tomándola con un cucharón de plata, pero no lo cogía con índice, pulgar y medio, como todos nosotros, sino que lo empuñaba como los campesinos. No que tuviera modales menos refinados que los de sus hermanos. Lo cogía así porque prácticamente no tenía dedos.
En tiempos de las bananeras, siendo párroco de Aracataca, no había podido negar la evidente brutalidad de los militares y se había visto obligado a hablar más de la cuenta. Había incluso publicado un opúsculo en el que su versión de los hechos, si bien enunciada con palabras medidas y bastante diplomáticas, se alejaba mucho de la verdad oficial. Una escrupulosa contabilidad de historiador paciente hacía resaltar la evidencia del desmán y la masacre. El nuncio apostólico y el cardenal primado, después de una señal del ministro de guerra, que acababa de almorzar con el embajador americano, no habían tenido dudas y lo habían confinado como capellán en Agua de Dios, un conocido lazareto. El permanente contacto con los enfermos, unido a las tremendas deficiencias higiénicas del leprosario, habían sido la causa del contagio.
Sus manos me asustaban, pero de todos modos yo caía en la hipnosis de mirarlas. Las miraba y las miraba sin atreverme a preguntar nada. Los cinco dedos parecían llegar solamente hasta la primera articulación y se presentaban como cinco dedos gordos del pie pegados a la mano, pero las uñas no salían por encima sino por el medio, casi como si fueran prolongaciones de las falanges. Eran unas uñas gruesas, cilíndricas y torcidas, como de perro viejo. Cuando acababa la sopa, encendía un cigarrillo y lo aprisionaba con fuerza excesiva entre dos cualesquiera de sus muñones de dedos. Fumaba sin descanso y sin preocuparse por la ceniza que caía sobre la servilleta blanca, sobre el mantel de lino, sobre la porcelana de los platos salvados de la furia del palacio, y por último sobre la sotana brillante y cenicienta. Fumaba hasta quemarse los mochos de los dedos, las uñas redondas, y hasta que su hermano, de olfato aguzado gracias a la ceguera, al sentir el olor a carne chamuscada, le advertía: "Jacinto, cuidado, mira que te estás quemando de nuevo". Mi tío apagaba entonces la colilla, se quitaba con la servilleta y sin piedad el trocito de muñón carbonizado, se tomaba de un trago un vaso entero de agua cogiéndolo con ambas manos (como si fuera un cáliz, éste sí) y a continuación encendía otro cigarrillo.
Después del dulce se pasaba a la capilla privada de la casa. Tía Maruja, tío Jacinto y el arzobispo destronado sacaban las camándulas y todos empezábamos a rezar el rosario. Las muchachas del servicio se sentaban un poco más atrás. Eran cuatro en total, tres más o menos jóvenes y una muy vieja, Tata, que había trabajado con mis bisabuelos desde antes de que mis tíos nacieran. Había empezado como criada a los siete años y ahora estaba cerca de los noventa. Estaba completamente sorda, y ciega por un ojo; por el ojo bueno veía manchas y bultos, y su rosario lo rezaba según su propio ritmo pues mientras ella iba por el "ahora y en la hora" nosotros repetíamos en coro "bendita tú eres entre todas las mujeres". Pero nadie se inmutaba, salvo yo, que a veces no podía aguantar la risa; nunca he podido acostumbrarme a las cosas irregulares, ni siquiera cuando se repiten todos los días.
Un rato de inactividad despojado de culpa: eso es el rosario. Por lo menos eso es para las mujeres y sobre todo para las mujeres que sirven en mi tierra. En ningún otro momento del día podían estarse quietas, inactivas, una mano encima de la otra, sin que las acusaran de haraganería. Por fin un tiempo en el que no se hace nada, se reposa, se recita una melodía tranquilizante y se piensa en lo que dé la gana. Y lo mejor del rosario eran, al final, las letanías a la Santísima Virgen. No conozco una combinación de sonidos de la voz humana con mayor poder sedativo. No hay agitación que no domen, intranquilidad que no disipen. Son opio, son sueño, son una droga inocua que el inicuo Concilio modernista nos arrancó de la boca.