Los Medina de mi rama, que yo sepa, llevábamos siglos sin desempeñar profesiones serviles. El vizconde de Alfaguara estaba tan contento con mi desempeño que en pocos meses me aumentó dos veces el sueldo. Él no sabía, claro está, que mi cuenta corriente era tan abultada como la suya. Sin embargo yo aceptaba esos aumentos que me servían para repartir más dinero entre los demás sirvientes del palacio. De alguna manera yo supe desde mi primer día en la casa Alfaguara, que debía ganarme el favor de la servidumbre, de mis colegas, obligarlos con precios a que fueran también mis aliados. Sin premeditarlo, pero ya presintiéndolo, yo estaba comprando así su complicidad y su silencio en el idilio que se aproximaba. Pero me estoy adelantando.
Los meses en que serví, yo mismo me preguntaba por qué quería seguir sirviendo. Nadie me obligaba a dormir en ese cuarto frío, al lado de la antigua cochera, en el catre más desvencijado que haya conocido jamás mi poco sensible espalda. No tenía por qué andar vestido a toda hora de bufón, con mis guantes blancos hasta los codos y la cintita negra en el cuello almidonado. Ninguna necesidad me mandaba a ir casi todos los días hasta el mercado de Porta Palazzo a hacer las compras para los reiterados convites suntuosos de mis señores. Pero me fui dando cuenta de que lo que había empezado casi como un juego, o como un castigo secreto, un sacrificio exigido por la cobardía de haber dejado mi país en su peor momento, se iba convirtiendo cada vez más en un deseo irreprimible de estar cerca, de ser el servidor, el esclavo de Ángela Pietragrúa. Por todo un invierno fingí contentar al vizconde y doblé el espinazo ante ella sin obtener el menor acercamiento.
Al fin, poco a poco, no sé si con una pizca de intención o no, Ángela Pietragrúa, mi ama y mi señora para siempre, me fue encomendando oficios de mayor confianza. En un principio éstos consistían tan sólo en sacarle los vestidos del guardarropas, o en prepararle el agua y las espumas para los dilatadísimos baños de inmersión, pero poco a poco, con un casual ajustar de corpino o con la rápida subida de una cremallera, mi tarea se fue convirtiendo en algo más íntimo. Como aparentaba tratarme como a un ayudante de Cámara eunuco, yo fingí conocer el arte de peinar, tan sólo por el gusto de cepillarle el pelo; me hice sabio en la práctica de callista y manicuro, con el único fin de poder acariciar los pies sin callos y las manos sin pecas de Ángela Pietragrúa. Ella, de esto estoy seguro, se daba cuenta de mi torpeza con la lima, pero pese a todo me seguía llamando y yo pasaba horas acariciando los dedos de sus pies, poniéndoles cremas y perfumes, muriéndome por dentro de no poder acercar a ellos mis ardientes labios. Eso de ardientes labios es muy cursi, pero lo dejo así porque no estoy hablando por metáforas: en invierno siempre mantuve la boca quemada por el frío.
A pesar de mis funciones, cada vez más íntimas, nunca en esos días llegué a verla desnuda. En ropa interior, en paños menores o como se diga, sí, pero ni siquiera demasiado velados pues eran prendas púdicas, abultadas y nada transparentes.
Por pura casualidad me convertí también en su secretario. Un día notó en una lista de las compras que mi caligrafía era clara y correcta. Esa misma tarde me llamó a su escritorio y tal como tú ahora, querida Bonaventura, transcribes mis palabras, así mismo empecé yo a copiar las palabras delicadas de mi dueña y señora. Aunque si lo pienso bien, no fue casual que ella me nombrara su amanuense, pues en ese tiempo no quise darme cuenta de que ella me puso de secretario para poderme dictar lo que no podía decirme. Así vine a enterarme de algunas intimidades suyas. De un hermano pobre, por ejemplo, que vivía en Lucca y a quien ella enviaba un poco de dinero cada que conseguía sustraer algo al avaro Alfaguara. Ni qué decir que yo aumentaba las cantidades antes de cerrar el sobre y que mi señora se sorprendía al recibir las cartas de fervoroso agradecimiento que le contestaba el hermano. Supe también así que no todo eran rosas en su relación con el vizconde. Ángela tenía una amiga en otra parte, una tal Patrizia, si no recuerdo mal, a la que escribía cartas larguísimas cuando estaba triste o de mal humor. Pietragrúa criticaba al vizconde por su manera de hablar y le decía a su amiga, burlándose, que hablaba como un libro, es decir como un imbécil, y en lugar de caballo decía corcel, en vez de carta, misiva, predio rupestre o propiedad rural en vez de finca, y llamaba galenos a los médicos. Gracias a Ángela aprendí a no envidiar el castellano del vizconde y creo que estos apuntes que ella hacía en sus cartas eran un mensaje indirecto para mí; como si quisiera consolarme de que no me hubieran dado el puesto de preceptor de los sobrinos ilustres a causa de mi castellano. Me lo dictaba todo, sin el menor recato, con menos vergüenza de mí de la que hubiera sentido por una máquina de escribir, por un magnetofón, con menos vergüenza de la que siento yo frente a mi esposa Bonaventura cuando le dicto de Pietragrúa. Así supe de los apresurados hábitos del vizconde en la cama, de su exigua largueza en cuestiones de dinero, de sus celos inconmensurables y de cómo la atosigaba con éstos, hurgándole entre sus cajones, abriéndole las cartas, derribando puertas abiertas, interrogándola por horas sobre la precisa dirección de sus miradas.
Cómo me gustaba el tono imperativo de su voz de contralto: "Gaspar, tengo que dictarle unas cartas, esté a las dos y media en mi escritorio". Y una vez allí, comenzaba, sin preámbulos: "Ciudad y fecha querida Patrizia al fin Rodrigo se ha ido y puedo precipitarme a contarte las últimas novedades anoche estuvimos en casa de la marquesa Oddone de Bligny y como de costumbre Rodrigo bebió más de la cuenta lo que quiere decir al regreso rápido apretujón en el sofá de la sala y así fue tenía el aliento horrible de después del café sin lavarse los dientes…" Hasta llegar a los saludos y los besos, y decir "otra ciudad y fecha querido hermano sólo para decirte que recibí tu carta y no sé de qué me hablas pues yo sólo te envié unas pocas liras lo máximo eso sí que en el momento podía", etcétera. Ella se obstinaba en que todas sus cartas debían escribirse con tinta color sepia y así lo hacía yo.
El vizconde, por su oficio de correveidile de la nobleza peninsular, estaba obligado a hacer numerosos viajes por toda Italia o a pasar temporadas en otras partes de la vieja Europa. Cuando su amante hacía viajes largos, Ángela se vestía de viuda. Toda de negro hasta las pantorrillas, velo sobre la cara y mantilla de encaje en la cabeza. A mí éste me parecía un detalle de gran coquetería, casi un anuncio a todos sus admiradores de que por fin estaría sola algunos días, pero por una carta descubrí que se trataba de una orden del vizconde, el cual se soñaba con evitar así todo intento de traición.
Cuando ella estaba de luto, me invitaba a su alcoba y frente al hogar encendido me pedía que le leyera libros. Yo escogía a los pocos autores dignos de mi patria (para ese entonces) y ella gozó con la insostenible indecisión de Efraín, con el candor de María ("no conozco mujer que se me parezca menos", me decía), con los periplos de aquel que jugó su corazón al azar y se perdió en la manigua, con las caballerescas descripciones de la ancha Castilla ("su España me gusta más que la que Rodrigo me cuenta", decía ella), con las mañanas sin gracia de los pueblos de Antio-quia y el lenguaje castizo y arcaico de los personajes de don Tomás Carrasquilla. Yo leía hasta ponerme afónico, pero ella siempre seguía sedienta de letras.