No sé si ella en este tiempo habrá pasado o pensado algo parecido, si habrá tenido sueños similares, algo. No sé nada ni hay ahora persona viva a la que se pueda preguntar. Sé de mí que desde aquellas fechas no he podido liberarme de una cierta predilección por la vida retirada. Sé también que fue entonces cuando me salieron estas ojeras azulosas que desde entonces ya no me han abandonado. Todavía hoy, cuando me las veo en el espejo, recuerdo que son la cicatriz inconfesable de mi amor inaudito por Ángela Pietragrúa, y ese origen sagrado (cómo somos de cursis los amadores) me las hace querer, no como el defecto que son, sino como si fueran mi mejor atributo.
Como nada desmiente al ser que tiene la medida de nuestro pensamiento, de nada nos enamoramos tanto como de algo que no existe; podemos acomodarlo a nuestros cambios, adaptarlo a cada amanecer. Lo que hace que los místicos vivan pedientes de Dios es su silencio. No hables, desaparece, y serás imprescindible, inolvidable. Toda nuestra atención es capaz de ocuparse en una ausencia. No le escribas nunca, no quieras volver a verlo (¡ni siquiera te dejes ver por él!) y desde lejos te será fiel hasta siempre.
Ese silencio repentino y definitivo de Pietragrúa fue mi destrucción pues hizo que mi amor fuera perpetuo. Menos mal que existen los amigos. Sí, porque Quitapesares, mi dilecto amigo, me dijo que entre el amor desgraciado y nosotros hay que poner hechos nuevos, así sea una mano rota. No me bastaron cuatro años de aislamiento ni me bastó la muerte de Ángela para sanarme; tuve que romperme una pierna. Parece mentira que una caída casual y torpe, dolorosísima, me haya sacado de la desolación. Muchas cosas pasaron en pocos días, después de que me enteré de la fuerte de Ángela.
Todavía estaba en el hospital cuando me invitaron a presentarme a unas oposiciones para una cátedra de literatura española en la Universidad de Turín. Un infarto fulminante había acabado con la vida del joven catedrático, que no había tenido tiempo para dejar pupilos ni nombrar herederos. Mis cuatro años de aislamiento (años en los que a duras penas leí) me habían hecho ganar fama de hombre erudito y además Einaudi, gracias a los amigos dejados por Ángela en la editorial, me había publicado hacía poco una colección de viejos ensayos sobre la doble escatología de Quevedo, la metafísica y la defecatoria. Me presenté al concurso todavía con el yeso puesto y creo que fue este impacto visual, más que mis pobres títulos, lo que convenció a los jurados para darme el puesto.
Me encontré de repente con la amada bajo tierra en España, y con cátedra sobre el mismo sitio en Italia. Si fuera creyente, pensaría en una sobrenatural intervención de mi musa desde las alturas. Mi vida profesional, en Italia y en el mundo, se había resuelto, como por arte de magia, de la noche a la mañana. Pero no era ese el triunfo que yo estaba buscando, esperando. Al día siguiente de haber ganado la cátedra renuncié al puesto por motivos de salud. En vano varias comisiones universitarias fueron hasta Pulignano a tratar de sacarme del caletre semejante locura. Nadie entendía que yo estaba en duelo por la muerte de Angela y por la muerte necesaria de mi amor por Ángela. Yo no quería salir de mi estupor y, ahora que lo pienso, creo que desde entonces no he vivido otra cosa que el asombro por haber amado así, y por haber tenido que dejar de amar a la única mujer que conmovió mi existencia.
XVI
Donde se revela quién fue la primera víctima de la Guerra Civil y se recita una plegaria por la pobre viejecita de don Rafael Pombo
Ningún psiquiatra consiguió convencerme de los daños que me había provocado mi madre ni de los problemas que tenía como consecuencia de errores de mi padre. Pese a su insistencia en que me fijara en esto o en aquello, nunca pude echarles la culpa de nada a mis padres, salvo, tal vez, la de haberse dejado matar jóvenes y al mismo tiempo. Yo tenía dieciséis años y estaba todavía en bachillerato. Ellos estaban viajando por Europa y colonias desde hacía un par de meses. La noche del 18 de julio de 1936 fueron abaleados por desconocidos en un hotel de Casablanca. Por lo menos eso decía el telegrama que recibimos el día diecinueve, donde se nos informaba, además, que no habiendo consulado colombiano en aquel puerto, y dadas las circunstancias de agitación del momento, los cuerpos serían enterrados en una fosa común de aquel protectorado. El dinero que mis padres habían consignado en el hotel, bastaría para tal efecto. Eso era todo. Y eso fue todo. Cuando pude ir a Marruecos habían pasado más de diez años y de mis padres no quedaban ni huellas ni recuerdos, cancelado todo por años y años de guerras y abandono.
El 19 de julio de 1936, un colombiano, yo, era el primer huérfano de la guerra civil española. Un huérfano triste y rico al que faltaban más de cuatro años para alcanzar la mayoría de edad. Yo casi nunca recuerdo las fechas, ni me importan, pero guardo memoria de ésta que fue, quizá, la grande ruptura de mi juventud. Por muchos meses vagué de una casa a otra de mis tíos interminables, sin que ninguno pudiera llegar a un acuerdo sobre quién se debía encargar del huerfanito. Yo no sentía inclinación por ninguno y a pesar de que en todas las casas, quizá por seducirme, me trataban como a un rey, yo tan sólo pensaba en volver a mi habitación en la casa de mis padres. De la tutela de los tíos y de mi misma ruina me salvaron las rivalidades entre ellos y la perspicacia y predilección que sentía por mí el arzobispo. Ya retirado y ciego, vivía sus últimos años, pero los demás tíos (incluso de parte de mi padre) le concedían una cierta autoridad. Él, que con los años se había vuelto completamente desprendido en asuntos de dinero, se dio cuenta de la voracidad de mis parientes pues todos se peleaban por entregarme sus cuidados siempre y cuando se les consignase también la administración del patrimonio heredado. El arzobispo, a la vista de tantos buitres, decidió entonces conformar una junta de familia que velaría por verificar los progresos en mi instrucción. Para tal efecto se harían reuniones quincenales en las que yo mismo estaría presente y les haría un resumen de mis actividades. Nombró también un administrador de los bienes, ajeno por completo a los dos bandos familiares, cuyo desempeño sería juzgado también por la misma junta de tíos hasta que yo cumpliera mis legales veintiún años.
El administrador era un viejecito prudente y mojigato, manso y honrado como ninguno. El arzobispo, que durante veinte años había sido su inútil confesor, tenía muy claros estos datos. Y así fue como hasta incluso mucho después de mi mayoría de edad este contadorcito puntilloso se encargó de anotar cada centavo y cada peso salido de mi patrimonio familiar. En familia le teníamos el sabroso sobrenombre de Insípido, y yo, desde entonces, cuando he tenido que escoger administrador, lo he hecho siempre eligiendo personas que parecen cortadas con la misma tijera. Esta ha sido mi única habilidad económica.