Poco a poco pude volver a ser la sombra de Gaspar Medina. Sí, un hombre que no siente. Encontré mi refugio en la total indiferencia. Eso logré, convertirme en alguien que no es nada, en alguien que no siente. Pero que sin embargo se parecía y seguiría pareciéndose a aquello que había sido ese que se llamaba con mi nombre. Como salieron los sobrevivientes del Lager, así surgí yo de mi amor por Ángela Pietragrúa. Pasaron muchos años hasta poder volverme a construir (si es que puede llamarse construcción a este entramado endeble) sobre las ruinas de ese tremendo recuerdo que me atrofió para siempre la memoria.
XXII
Memoria con la que se tiran por la borda algunos años de vida
Si esta ya demasiado larga historia tuviera un sentido, una línea, una dirección precisa, en vez de ser este zigzag absurdo. Los recuerdos no han crecido como una línea, en orden, sino por aglomeración, como una mora. Mejor aún: como un cáncer. Metástasis de mi vejez se han propagado por el libro entero, contaminando con mi mala leche hasta los días luminosos de mi menos amarga juventud.
Yo fui un hombre quebrado por el amor a una sola mujer, Ángela Pietragrúa. Poco puedo decir de lo que fue mi vida después de que ella desapareció. Nada. Un estar sentado en esta casa o en el refugio estivo de Pulignano, el único sitio, la única cosa en el mundo que seguí queriendo. Viajes al sitio oscuro donde nací y en el que a cada regreso encontraba más pobres, más podredumbre, más muerte. Ante este espectáculo de depresión!, tuve por un instante el sueño de ser un tirano iluminado de mi patria. Pues no otra solución le veía (ni le veo) a ese nido de serpientes. Pero mi incursión en la política activa, cuando ya tenía casi cincuenta años, fue un fracaso perfecto.
Me alié con los caciques de peor calaña, con militares resentidos por haber sido retirados del servicio antes de tiempo, con estudiantillos revoltosos, con memos majaderos aduladores lambones solapados segundones. Gente necia en la que invertí millones para nada. Mi tiranía nunca pasó de ser un proyecto descabellado, un delirio masivo de borrachos.
Hallé, con la vejez, esta secretaria, mi secretaria, Cunegunda, y el gusto de recordar. Ante un futuro que se agota inexorablemente, opté por refugiarme en ese tiempo cómodo de lo ya vivido. Y Cunegunda me enseñó a recordar. No vale la pena recordarlo todo. Estos años vacíos después de la despedida de Pietragrúa y hasta el encuentro con Bonaventura, no merecen el esbozo de una página. Los olvido con razón, de gusto y sin remordimiento. Hay años, situaciones, épocas, que lo único que merecen es nuestro silencio.
¿Por qué te quejas, curiosa Cunegunda? ¿No puedo suprimir mis años que más odio? ¿Acaso te divierten mis alcohólicas reflexiones sobre la politiquería colombiana? Si me das un traguito de tu saliva fresca, un ósculo mojado, unas cuantas gotas de saladas lagrimitas que me aviven el seso, si vuelves a pedírmelo, te dictaré mi aventura de politiquero por los pueblos de la patria. Sí, lo haré, aunque sea tan sólo por cubrir de ridículo a ese ser tan odioso al que me obstino en seguir llamando yo (palabra de Quitapesares).
XXIII
De la embriagada relación que tuvo don Gaspar Medina con la política, a más de una amena experiencia conventual
Aquel expatriado cincuentón, de repente instalado en una mansioncilla de la lluviosa capital del país donde nació; aquel exiliado por propia voluntad, aquel fugitivo de vuelta a la pocilga del terruño patrio; aquel hombre maduro enfermo de inmadurez, que se empezaba a quedar calvo, todavía doblado por el dolor de quince años de exhaustivo recuerdo de la mujer que brevemente amó; aquel Gaspar Medina (Urdaneta por imposiciones bautismales), con ánimos de dictador o tirano iluminado, con nostalgias de restauración y sobre todo con tedio de la vida, incursionó en política.
Finalizaba el Frente Nacional y empezó o empecé por citar a una reunión con lo más granado de los líderes políticos locales. A la media hora de conversación sobre nada, el honorable senador Equis, interlocutor imprescindible, estaba borracho. Su lacayo, representante a la Cámara, estaba borracho. El ministro de Educación estaba borracho. Su moza y vicemi-nistra de lo mismo estaba borracha. El presidente de la comisión segunda del Senado, estaba borracho. El aguerrido concejal de izquierda estaba borracho. El coronel (r) Armando Armando, estaba borracho. ¿Habría algún político, en algún rincón del país, que no estuviera borracho? No creo. En ese entonces, y quién sabe hasta cuándo, los políticos de mi país, o estaban borrachos o se iban a emborrachar o estaban durmiendo la borrachera o en ultimísimo caso estaban pasando el guayabo.
Yo, Gaspar Medina, y sobrio, a pesar de todo les seguí hablando por meses de mi proyecto para hacer del país un potrero menos salvaje. Un proyecto que de proyecto no tenía ni el nombre; en realidad los arengaba con frases tomadas de Laureano, de Gaitán, de López Pumarejo, de Santander, de Bolívar, de Martí. Hacía mis discursos como un rompecabezas, como un collage, intercalando frases de uno u otro, una tras otra, para complacer a todas las tendencias. Traducía también, del italiano, fragmentos de Mussolini y de Togliatti; del argentino, tiradas de Perón; del guaraní, disparates de mi tocayo paraguayo, Gaspar de Francia, y los metía en esa sopa de letras sin cabeza ni pies. Pero nadie me oía de verdad; todos estaban borrachos.
Me hacían, eso sí, homenajes en los clubes. Los cobraban a no sé cuántos pesos por cabeza, que iban a parar a los bolsillos de los oferentes pues a mí me pasaban la cuenta de los whiskies, del alquiler del salón, de los camareros, de las flores, de los pasabocas y comidas, de todo. El Senador Equis, oferente mayor, desde su cara de sapo, abotagado y rojo por decenios de aguardiente, disparaba el discurso en que me presentaba como el nuevo salvador de la patria. "¡Poor-quee el doctoor Gaspar UUUrdaneetaa es un soo-fiaaddooor, ees uuun quiiiiijooooteee!" Y yo, queriendo corresponder a su semblanza, contaba la novela del Curioso impertinente o la aventura del rebuzno, con poco éxito, por supuesto, entre la concurrencia de borrachos iletrados que pedían más whisky, más ron, otro aguardiente.
Hasta que un día se me aflojó la lengua: "Honorables ministros y senadores, honorables representantes, amables concejales, diputados, gobernadores y alcaldes, este país está siendo manejado por una manada de borrachos: ¡todos ustedes!" Un instante de estupor, pero de inmediato todos los borrachos aplaudieron. ¿Qué hacer entonces? En vano consulté a Vladimir Ilich, como me aconsejaban, borrachos, los estudiantes de la Nacionaclass="underline" me dormía en el párrafo tercero. Maquiavelo, Montesquieu, Weber, a todos consulté en vano. El público era inmune a las palabras: dijera lo que dijera, si repartía suficiente trago, me aclamaban los discursos, me iba bien en política.