Выбрать главу

Que el mundo sea mágico o esté hechizado, como sostienen mis amigos más cargados de pías ilusiones invisibles, es para mí un invento de otros para otros que no son como yo. Despojado de supersticiones me asomo a la ventana y aunque admita que el paisaje no está mal, me cuesta descubrir la deslumbrante maravilla, el perenne entusiasmo, las secretas correspondencias, la impalpable energía. Nada. Falsos signos, signos tan sólo de sí mismos, aparentes mensajes que no quieren decir nada. No creo en los milagros ni puedo ver en la cadena de azares que mezcla a su capricho las cosas y los hombres, un secreto designio de la Providencia o un paso designado de la historia. De todas las magias improbables desentraño las reglas o los trucos (o si no yo, sé que hay alguien que lo hará) y me queda el sabor desencantado del que desvela trampas. Yo, sacerdote de ninguna cosa, no me apoyo en el bastón del misterio. Y lo que desconozco lo vivo sin horror, firme con mi bastión de incertidumbre. No le doy nombres rimbombantes ni explicaciones abstrusas a lo que no entiendo: suspendo el juicio y repito no sé, no sé, sin que se me derrumbe la autoestima. Si oigo ruidos en el techo de la casa, pienso primero en los ladrones, en las ratas o en el viento, sin desperdiciar mi imaginación con los fantasmas. Sólo los insensatos tienen respuestas (insensatas) para todo; incluso ante la odiosa pero definitiva nulidad de la muerte sacan a relucir su exasperante esperanza en un imposible más allá.

La vida, una aventura ajena; la Tierra, una fosa común e insensata donde reposan Hitler y san Francisco, mi padre y sus asesinos; el amor, un ejercicio imaginario; el cuerpo, fuente de todos los males.

Este último párrafo lo dicto en beneficio de perplejos, pero no es cierto, o dice sólo verdades a medias. Porque la vida puede ser, con duda, la única aventura propia, y la Tierra el escenario para aventuras como el amor, ese paréntesis de realidad exasperada, y el cuerpo es también fuente de todos los deleites y fuente de la más absoluta indiferencia. Fuente de todo, el cuerpo, tanto de la muerte como del amor. Y eso es lo bueno de las generalizaciones, que vistas por donde se miren, son verdades rotundas que no sirven para nada.

III

El memorioso declara lo bien que lo educaron y lo malo que intentó ser

No cabe duda de que recibí lo que se dice una esmerada educación. Incluso he pensado que a lo mejor mi temperamento sosegado se debe a esa falta de errores en la crianza. Mis difuntos padres eran personas cultas que tuvieron, por lo poco que llega a saber un hijo, un matrimonio armonioso. En mis años de infancia y primera juventud tuve un preceptor y una monjita que me brindaron los primeros rudimentos culturales. Aquel era laico y liberal, aunque sin arranques de rebeldía, y ésta, obviamente, católica, pero nada mojigata. No recuerdo ningún castigo severo de parte de mis padres. Fuera de mi falta de apetito, que los preocupaba un poco, decían de mí que era un niño formal y aplicado. Siempre fui supremamente manso y por temperamento dispuesto a transigir. Sin ser perezoso o indulgente conmigo mismo, fui siempre paciente y tolerante con los demás. Desde muy pronto acogí entre mis lemas el consejo cristiano de sufrir con paciencia las imperfecciones del prójimo.

En el colegio, sin llegar a ser nunca el primero de la clase, estaba más cerca del alumno brillante que del crapuloso. Me iba bien en los exámenes a pesar de que no copiaba. Y no porque me propusiera ser honrado, sino porque desde entonces ya sabía que por lo general lo que se logra copiar en los exámenes son los errores del otro. Si algún problema tuve durante el período escolar, fue una persistente sospecha de hipocresía. La monjita de compañía me explicaba que a veces la virtud despierta envidia. Más cómodo que tratar de acercarse a la bondad del otro es poner en entredicho que la suya sea virtud auténtica. Pero nunca pretendí desmentir las sospechas de mis compañeros. Al contrario, con el ánimo de consolarlos en la exactitud de la imagen que de mí se hacían, emprendí travesuras que no me atraían ni me interesaban. Hice maldades con el único fin de no ofender a los demás con mi buen comportamiento. También, debo admitirlo, porque me daba cierto fastidio que me apodaran Don Perfecto. Ese deje de crítica en el sobrenombre, esa sombra de duda, la sospecha insinuada de un fingimiento de fondo, eran mi único problema en el colegio.

Es cierto, a veces los profesores y alumnos se aprovechaban de mi condición bondadosa y de mi ánimo condescendiente. Llegaban a abusar de mi disposición de servicio y en secreto me tomaban el pelo cuando creían sacarme alguna ventaja. Pero de estas bromas no quise nunca darme por enterado, ya que creía injusto privarlos del gozo de mi ingenuidad. De todas maneras, si mucho se insiste en la bondad, y uno se empeña (así sea sin esfuerzo) en ser generoso y servicial, si uno no alza la voz para contestar y está dispuesto a ofrecer cuantas mejillas sean necesaria, a la postre crea más resistencias que admiración. La imagen de la virtud es en ocasiones más odiosa que la de la infamia. Fue así que en el colegio debí amargar la pídora de mi buen comportamiento y confesar, como ya dije, pecados que no había cometido, o bien cometer faltas que me repugnaba cometer. Pero también 'repugnar' es un verbo exagerado; diré más bien que el mal me ha dejado siempre indiferente. No me atrae, no lo necesito, nunca me ha hecho falta robar o fornicar o hacerle daño a nadie o desear las mujeres de mi prójimo.

De mis malas acciones apenas si guardo memoria. Poco remordimiento dejan las maldades cometidas sin la intención de hacer el mal. No por esto la maldad inmotivada deja de tener un no se qué de diabólico. Recuerdo que nuestro profesor de castellano tenía dificultades con la ortografía. Por eso, mientras hacíamos un ejercicio de composición en clase, yo levantaba la mano para preguntar la ortografía de palabras de las que estaba perfectamente seguro, pero que ponían en aprietos al profesor: "Perdón, profesor, ¿cómo se escribe erudición?" Y él caía en la trampa de la doble ce. Si preguntaba por estremecer o por torácico no fallaban los resbalones en la equis, por no decir la jota en cirugía o la espúrea e de la palabra espuria. Pero yo no gozaba con sus gazapos inocentes, lo juro, y no era mía la alegría de los pocos compañeros que se daban cuenta de mis fingidas inquisiciones. No me interesaba el provecho del prestigio que podía ganar entre mis compañeros; quería solamente, con torpeza, contentar la lengua. Y digo con torpeza pues en ese entonces yo no había pensado ni escrito todavía uno de mis primeros aforismos: "Las faltas de ortografía son el mal aliento de la escritura". ¿Y qué satisfacción podemos sacar de pedirle a alguien a quien le apesta la boca que nos respire en la nariz? En adelante he luchado por ser menos brillante y más inteligente.