Выбрать главу

Ella sabe, por ejemplo, que puede mear en mi presencia, y por lo mismo hemos puesto una bacinilla en esta biblioteca. Así yo no debo detener el hilo de mis pensamientos por el simple hecho de que mi secretaria tenga una necesidad corporal. Con eso de orinar, creo que pasa como con los bostezos: son algo contagioso. A eso se debe que Bonaventura, mientras yo le dictaba lo de sus meadas ocasionales, haya tenido que subirse la falda y bajado los calzoncitos para dejar rodar su chorrito amarillo de inocente orina. Acabo de levantarme y he sumergido el índice en la tibieza de la bacinilla. Ahora me estoy chupando el índice. Creo que después de algunas horas de dictado empiezo a entrar en déficit de sal. Sólo por eso lo hago, no se crea. No se crea el lector que aquí podrá encontrar desaforadas páginas de sexo, habiendo buenos escritores que lo hacen y aún mejores que no lo hacen.

Digo: Borges tampoco hablaba de la cama compartida con sus lazarillas. No pretendo parecerme a él, no aspiro a adquirir esa perfecta frigidez de sus escritos. Yo veo bien y no sufro de temblores; si no escribo con mi mano es por costumbre y porque me parece más cómodo desenredar la madeja de mis pensamientos sin preocuparme por la caligrafía o por las metidas de pata de mis dedos sobre el teclado. Quitapesares dice que escribir es hablar sin que a uno lo interrumpan. Pues eso mismo es dictar. Querida secretaria, déjeme otra vez darle las gracias por sus buenos oficios y permítame depositar un ósculo perfectamente paternal en la raíz de sus muslos todavía húmedos.

Decía que yo era un santo. Una exageración. Setenta y dos años de vida pueden hacernos indulgentes con nosotros mismos. Pero no sé por qué revelo mi edad. Poco interesan a los jóvenes (y jóvenes, frente a mí, son la mayoría de los hombres) las peroratas de los viejos. Mejor sería decir que soy un joven de veintisiete años que se imagina a sí mismo con la cifra de su edad invertida. Pero en tal caso todo esto que escribo sería una falsificación y tampoco estoy seguro de que a la gente le interesen las falsificaciones. En fin. En todo caso lo que menos interesa al lector son las digresiones. Así que volvamos a lo mío: soy un santo. O casi.

Esto lo puedo decir yo, que me conozco y me dicto. Desconfíen del omnisciente, del omnipotente, del demiurgo que en tercera persona puede decir de mí lo que le dé la gana y divulgarlo a los cuatro vientos. Siendo que mi verdad es mía y sólo yo la sé, expongo mis hechos para demostrarla. Desconfío de los juicios supuestamente imparciales y creo, aunque no siempre, a este tremendo yo, mi único dueño. Digan lo que digan los caletres malpensados, sólo yo sé que soy un santo. Un santo. Aunque tal vez estoy exagerando.

V

Asaz improbable explicación del refugio de Gaspar en Turín

Yo nací en eso que los del primer mundo llaman (con paternal desprecio) tercer mundo, y pienso morir en eso que los del tercer mundo llaman (con filial reverencia) Europa. En realidad he pasado una buena mitad de mi vida en esta parte privilegiada de la Tierra, aunque siempre con una pierna aquí y otra allá, con los ojos puestos en un sitio mientras estaba en el otro. Extranjero en las dos partes (y sin ser un caballero), cuando viajo a América no sé si voy o vuelvo, y cuando vuelo a Europa no sé si me estoy yendo o regresando. Pero mejor será avanzar con orden.

Para explicar la circunstancia de mi viaje a Turín, mi ciudad del primer mundo, tengo que retroceder en el tiempo y pensar en Medellín, mi ciudad del tercer mundo. La explicación de mi viaje a Italia, si lo pienso bien, se remonta a algunos paseos en automóvil de mi infancia. Eran los primeros años de la década del treinta y no había muchos carros en la ciudad. Pero mi tío, el hermano de mi madre, era el arzobispo de la ciudad, y los gringos de la United Fruit le habían regalado un vehículo de lujo, igual al de algunos altos funcionarios de Washington. La historia de este regalo, del final ignominioso del carro, así como la de la ceguera y recuperación de la vista de mi tío, la contaré más adelante. Ahora debo explicar mi remotísima relación con Italia, lo que explica por qué vine a dar en este país, por qué he fingido trabajar aquí y por qué estoy terminando mis días en esta Turín que puebla mi imaginación tanto como esa otra ciudad en rima que se desangra en Suramérica. El tío -y su automóvil con chofer- venía a recogerme una vez al mes. No entraba en la casa, sino que hacía que el chofer se bajara a buscarme mientras él esperaba arrellanado en el asiento de atrás, rosario en mano, encerrado en la penumbra con cortinas corridas de su Chrysler negro. Yo entraba por una de las puertas posteriores del armatoste y sentía que la cara me ardía mientras le besaba el anillo. Mi tío trataba de ser agradable y me daba palmaditas en las rodillas. La sotana era impecable y el color morado de los calcetines correspondía meticulosamente con el de la banda de la cintura y con el gorrito redondo de la cabeza (mi madre me explicaba: eso se llama solideo y quiere decir sólo a Dios). Mi tío era de un tamaño descomunal, pausado como un buey, y me inspiraba el mismo temor irracional que infunden los animales grandes y mansos. El chofer, untuoso, le decía su excelencia con acento paisa: "¿Podemos salir, sueselensia?" "¿Pasamos antes por el palacio, sueselensia?" Ibamos a recorrer parroquias y casas curales por toda la arquidiócesis o a cumplir con algún obispo de las vecindades al que había que pagarle una visita. Salíamos temprano porque, fuéramos donde fuéramos, al mediodía se concelebraba misa en la iglesia. Durante la ceremonia, yo me sentaba en las primeras bancas y demostraba todo el fervor y la devoción que había aprendido con mi monjita de compañía. Me sabía de memoria todas las oraciones, estoy seguro, así ahora con el mismísimo Credo no consiga pasar de "todo lo visible y lo invisible".

En el asiento de atrás del carro no se hablaba casi nunca. Yo me adormecía sobre los abullonados cojines de cuero y no me despertaba sino cuando mi tío descorría por un momento las cortinas para ver dónde íbamos, sacaba del bolsillo su reloj de oro macizo (el mismo que ahora extraigo de mi faltriquera para informarle a Cunegunda que ya van siendo las doce), se fijaba en la hora y suspiraba por la tardanza. Durante todo el viaje seguía desmenuzando su pausado rosario entre el pulgar y el índice. A veces, de repente, decía nombres de santos y el chofer y yo debíamos contestar, si era al principio del viaje, "llevadnos con bien", y si era al final de la jornada, "ora pro nobis". Estos nombres de santos no llegaban arbitrariamente a su conciencia; la realidad, para mi tío, consistía en una red de asociaciones que tenían que ver con patronos de la Iglesia. Así, si había un choque decía san Cristóbal, si pasábamos por una librería decía san Jerónimo o san Juan de la Cruz, si un negro se atravesaba decía san Martín, si el burdo del chofer pisaba un perro, mi tío lo encomendaba a san Bernardo.