Había pasado muy poco tiempo. Escasamente dos minutos. En el espejo lleno de manchas del armarito de las medicinas podría haber visto a Viola en la otra habitación, vuelta de espaldas, hablando por un teléfono de plástico y olvidada de nosotros dos en el cuarto de baño a menos de cinco metros.
Un gritito ahogado salió de la garganta de Aaron, dejó de jadear y su cuerpo estremecido se inmovilizó. Había terminado.
– Dios…
En su desvarío me empujó para apartarme. Había acabado conmigo, me había utilizado. Me apartaba como a un trapo sucio.
Cuando se le calmó la respiración dijo:
– Escucha. Estás perfectamente. Nadie te ha hecho daño, chica. Mírame.
No podía mirarlo. Sus dedos me sujetaron la cara, como quien alza una máscara.
Estaba aturdida, no pensaba con claridad. Los hombros, donde me había sujetado, la espalda, el vientre, gran parte de mi cuerpo, todo me dolía mucho.
Trataba de volver a respirar, de respirar con normalidad, jadeaba en busca de aire. En la garganta una arteria me latía con violencia.
– Maldita sea. He dicho que nadie te ha hecho daño. Respira.
Hice lo que se me decía: respiré.
Conseguí mantenerme de pie, aunque con muy poca estabilidad. No gemí y aguanté el dolor. Pude mostrar a aquel indignado muchacho con la cara encarnada y con los ojos enfurecidos de quien arranca esquirlas con un punzón que estaba respirando, y que respiraba con normalidad.
Nadie me había agredido. Así eran las cosas.
Ni Duncan Metz. Ni Aaron Kruller. Si mi cuerpo estaba dolorido por la brusquedad de sus manos y mi garganta enrojecida por la presión de unos dedos de acero y si a la mañana siguiente mi piel estaba espectacularmente amoratada, procedería a disfrazarme, llevaría un suéter de cuello alto, nadie vería, nadie sabría, si mi madre descubriera las más evidentes de mis magulladuras, si mi madre me quitase la ropa y gritara al ver las huellas de mis agresores en los brazos, los muslos, las costillas, le diría lo que Jacky DeLucca le contó a la policía No vi quién era la persona que me agredió. Nunca supe quién era.
Me llevó a casa. Aaron Kruller se atrevió a llevarme aquella noche a nuestra casa de Hurón Pike Road.
Hablamos poco por el camino. Era tarde, casi media noche. Viola, la tía de Aaron, me había preparado café instantáneo y dijo con tono solemne Algo de cafeína te ayudará. Sólo Dios sabe lo que le vas a contar a tu madre, pero no mezcles a Aaron y por lo que más quieras no me mezcles a mí.
Prometí que no lo haría.
El primer sorbo de café, muy cargado y caliente, me produjo náuseas, pero conseguí bebérmelo, apurarlo hasta el final.
Con la misma docilidad con que me había enjuagado la boca que apestaba a vómitos, utilizando su reluciente vaso de plástico.
Cuando la muerte está cerca, aprendes a obedecer. Aprendes a disfrutar obedeciendo, un dulce placer desgarrador que no podrías imaginar de otra manera.
Buena cosa que no te murieras en aquel sitio. Se hubieran deshecho de tu cadáver, chica. En un vagón de mercancías. Debajo del terraplén del río. Aaron te ha salvado la vida, así que no le busques problemas, ¿me oyes, chica?
La oía. Le di las gracias. Veía en su rostro -y en el de su sobrino- hasta qué punto querían librarse de mí como si nuestra relación de aquella noche nunca hubiera tenido lugar.
Aaron me llevó a casa sin necesidad de preguntarme dónde vivía. Podía haber fingido que no sabía dónde estaba la casa de Eddy Diehl, pero, como es lógico, todos los Kruller sabían dónde había vivido.
Aaron Kruller sin la menor duda. También yo había pasado en bicicleta por delante de la casa de su familia y del taller de su padre en Quarry Road, podía darse que Aaron Kruller hubiera cruzado alguna vez en bicicleta por delante de nuestra casa en Hurón Pike Road.
Fuimos en silencio casi todo el tiempo. Ahora que ya me había despejado -o casi-, que llevaba la cara restregada con fuerza con un trapo húmedo por la mano desaprobadora de Viola, ahora que sentía como si me hubieran frotado la piel con papel de lija, y que había desaparta ido de mi pelo hasta el último de los coágulos de vómito, todas las preguntas que se me ocurría hacer me parecían tan estúpidas como palabras que flotaran en un globo sobre la cabeza de algún personaje de cómic.
Sí recuerdo haberle preguntado a Aaron «qué era aquella cosa que se mo… movía» con voz repentinamente asustada. Había estado tratando de enfocar mis ojos doloridos en la carretera que se lanzaba contra nosotros iluminada por los faros teñidos de amarillo de Aaron y en un extremo de mi campo visual, como una grieta en el borde de mi cerebro, había aparecido algo líquido y estremecido como plomo fundido o mercurio no del todo visible o identificable en las sombras a la izquierda de la carretera y Aaron dijo que era el río.
– ¿El ri… río?
– El río. Donde tú vives.
Yo estaba mirando a aquella cosa enigmática y ondulante como algún metal fundido. No me parecía que hubiera visto nunca aquella cosa, aunque llevara toda mi vida en Hurón Pike Road junto al Black River.
Quizá Aaron vio el miedo en mi cara. Quizá miró en otra dirección porque no quería verlo.
– Estás bien -dijo al cabo de un momento-. Necesitas dormir y después te encontrarás bien. Lo que sientes no será permanente.
Sí. Lo será, pensé.
Al final de nuestro camino de entrada para coches, Aaron detuvo el suyo. Preocupado y cauteloso al ver todo el camino hasta la casa, Aaron vaciló e hizo una mueca:
– ¿Crees que llegarás? No voy a entrar.
Rápidamente le dije sí.
– ¿Sabes? Si llego hasta la casa, luego tardaría mucho tiempo en dar la vuelta. En el caso de que tu madre quiera ver quién soy.
Le dije que podía llegar por mi cuenta y que daría alguna excusa plausible a mi madre para explicar por qué volvía tan tarde a casa, por qué no la había telefoneado, y que no le contaría dónde había estado ni con quién.
23
17 de abril de 1987
Querido Aaron:
Gracias por salvarme la vida.
Krista Diehl
Pero aquello no estaba bien. Probablemente no. Era una exageración.
Duncan Metz no me hubiera matado, seguro que no. Cuanto más tiempo lo pensaba, y fue bastante, con más claridad llegaba a ver que se había estado burlando de mí, quizá tenía la intención de hacerme daño, sí, quizá violarme, pero no creía que hubiera llegado a matarme y tampoco pensaba que la droga que había fumado hubiera llegado a matarme.
Pongamos que Duncan me hubiera abandonado en el vagón de mercancías. Pongamos que me hubiera quedado allí. Toda la noche. Mi madre habría llamado a la policía con toda seguridad si no hubiera vuelto a casa pasadas las doce y fuera cual fuese el estado en que me encontrara, comatoso, medio inconsciente, entre quejas y gemidos y gritos pidiendo auxilio por la mañana, algún empleado del ferrocarril habría acabado por encontrarme.
O mejor aún, como concluí cuando pensé con más calma, en los días que siguieron, una de las chicas, Mira o Bernadette, se habría compadecido de mí, y se habría preocupado, y habría acabado por llamar al 911 en algún momento durante la noche. Aunque fuese de manera anónima, habría informado de la presencia de una chica en aquel vagón de mercancías -Parece que sufre de una sobredosis, o quizá alguien le ha pegado- y la policía y alguien de Protección Civil habrían salido a buscarme y me habrían encontrado antes de que fuera demasiado tarde.
De eso estaba segura. Me habrían encontrado y no habría muerto.
Duncan Metz y sus amigos no me querían muerta.