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Titulares de cinco centímetros, llenos de malévola satisfacción, en el Journal de Sparta.
Diehl, antiguo residente de Sparta
sospechoso en el homicidio de kruller del 83,
muerto por la policía en un tiroteo
En el Journal y en otros sitios era posible enterarse de que el nombre completo de mi padre era Edward James Diehl, así como de las fechas de su nacimiento y de su muerte, 1942-1987, respectivamente. También se enteraba uno de que había nacido en Sparta, Nueva York, y de que, por tanto, parecía apropiado que hubiese muerto en Sparta. Se facilitaba igualmente la información de que, aunque nunca se le había detenido en relación con aquel delito, había sido un «sospechoso destacado» en un caso de homicidio: Edward Diehl estaba destinado a seguir siendo un sospechoso incluso después de muerto.
Tanto en el Journal como en otros medios se informó falsamente de que mi padre había muerto en un «tiroteo» con agentes de la policía, ya que en realidad no había sido un «tiroteo» -con connotaciones de noticia morbosa y melodramática adecuada para periódicos y televisiones sensacionalistas- sino una masacre: mi padre no disparó ni una sola vez. Aunque su revólver estaba cargado, no se le había quitado el seguro y quedaba claro que no se había propuesto disparar ni una sola vez y que nunca se informó de ese hecho, circunstancia de la que no tuve conocimiento hasta meses después.
Papá había querido morir. No había querido matar. No había tenido intención de hacerme daño. Eso es algo que llegaría a creer. Algo que tengo por cierto.
Se pudo saber que ocho agentes de policía dispararon contra Edward Diehl en un lapso de pocos segundos y que ninguno de ellos falló el blanco. Según las normas de Herkimer County, los agentes de policía no deben hacer menos de dos disparos contra el blanco elegido. Por lo que un total de dieciocho proyectiles habían agujereado la cabeza y la parte superior del cuerpo de mi padre, algunos mientras caía, otros después de caído y algunos más mientras yacía, agonizante, retorciéndose' sobre la alfombra, dentro de la habitación donde la fuerza de los proyectiles lo había tumbado de espaldas, brazos y piernas separados y el revólver Smith & Wesson saltándole de la mano.
Todo aquello no lo vi. No tengo recuerdos de nada. Aunque era la hija de Edward Diehl que había «sido secuestrada» en aquella habitación, aunque era la hija de Edward Diehl de quince años de edad a quien la policía había «rescatado» en aquella habitación, no vi morir a mi padre, no recordaría ya nada excepto los disparos ensordecedores.
SEGUNDA PARTE
26
11 de febrero de 1983
Es una mañana de domingo, la nieve cae tan espesa que ciega por completo, y Aaron Kruller abre despacio la puerta del 349 de West Ferry Street de la que cuelga una decoración navideña con guirnalda plateada, ramito de bayas color rojo sangre y una gran cinta roja de falso terciopelo aunque Navidad -¡cielo santo!- hace ya mucho tiempo que pasó. Sabe que, probablemente, hay algo que está maclass="underline" la vida de su madre se ha echado a perder, a él le gustaría pensar que no ha sido culpa suya, pero Zoe se ha cansado de ser su madre igual que se ha cansado de ser la mujer de Delray Kruller y ¿a quién le podría extrañar? De manera que Aaron se está armando de valor para enfrentarse a lo que le espera dentro. Estores bajados en todas las ventanas que se ven desde la calle, tanto las de arriba como las de abajo; luego, al dar la vuelta a la casa de color morado, aunque la nieve le obligue a parpadear cuando mira con fijeza, advierte algo extraño que le parece preocupante: la puerta principal no está cerrada.
¿No hay nadie aquí? ¿Nadie en el piso de abajo? El cuarto de estar -si se le puede llamar así- está hecho una porquería. Como si se hubiera celebrado una fiesta y nadie después hubiese tenido tiempo para limpiar. Y una sola bombilla encendida, en pleno día, con la pantalla torcida. Aaron confía en no encontrarse con la amiga de Zoe; su madre asegura que la quiere como a una hermana, aunque Aaron nunca la había visto antes ni había oído hablar de la tal Jacky, cara reluciente, pelo teñido de color remolacha y pechos levantados con un artilugio de nailon con aspecto de corsé que a Aaron le incomodaba ver, allí estaba Jacky pasándose la lengua por los labios y mirándolo como si supiera sus pensamientos más íntimos, pensamientos nada presentables, los pensamientos francamente sucios y sexuales de un adolescente, su amiga Zoe Kruller no parece lo bastante mayor para tener un hijo del tamaño de Aaron, casi un metro ochenta con la cabeza afeitada y llena de bultos, unas cuantas cicatrices en la cara y una mirada sin piedad, como si la ira de Dios la estuviera juzgando.
Cualquier mujer, aunque sea mayor que su madre, como Jacky DeLucca, o una de sus profesoras del instituto o la madre de un amigo a la que ve cuando se para junto a la casa de uno de los jugadores de lacrosse después de un partido, Aaron se descubre mirándola como si no pudiera evitar ver lo que hay dentro de la ropa, el cuerpo desnudo de la mujer, de la hembra, que le fascina, le horroriza y le asombra y su turbación es como algo que pasa a duras penas por un tubo muy estrecho y sale convertido en una mueca de desdén, no se atreve a sonreír a esas personas por temor a que adivinen la clase de pensamientos que se le pasan por la cabeza, santo cielo le había faltado tiempo para dejar a la tal DeLucca cascársela, correrse y mancharse los pantalones con una porquería como clara de huevo batida.
Pero Jacky no está, o al menos eso parece. Ni siquiera está encendido el televisor.
La última vez que vino tampoco la puerta principal estaba cerrada, pero había gente dentro. Oyó voces. Ahora tanto silencio le resulta extraño y perturbador.
– ¡Eh! ¿Mamá? Soy yo.
Es de cretinos decir soy yo, soy yo Aaron, alzando la voz que según comentaba Zoe era tan potente como el mugido de un ternero, ella se reía tapándose los oídos, pero ahora Zoe no aparece para quejarse de su vozarrón.
Aaron está asqueado y enfadado. Se diría que Aaron siempre lo está, y no quiere pensar en lo mucho que le preocupa lo que pueda encontrar dentro de la casa.
Porque su madre no le ha llamado desde hace algún tiempo. Al principio, después de mudarse, le telefoneaba -a Aaron- a determinadas horas, como había prometido, y él estaba en casa para hablar con su madre, aunque hosco e insultante pero bueno, aquello era normal, Zoe le llamaba y hablaba con él e incluso aunque él dijera Mamá, vete a la mierda y colgara, las cosas estaban bien entre ellos y Zoe lo sabía. Y Aaron también lo sabía. Pero ahora llevaba unas dos semanas sin saber de su madre. Y no le había echado la vista encima desde sólo Dios sabía cuánto, quizá un mes. Estaba Navidad, una época jodida que preferiría olvidar… y Año Nuevo, todavía peor… fiestas que pasaron desdibujadas entre alcohol y drogas y Zoe le llamó para decirle que tenía su regalo de Navidad bien envuelto pero sin encontrar la ocasión para dárselo. Ven a la casa a recogerlo, dijo. ¿Cómo demonios va a hacer eso un crío de catorce años con una bicicleta? ¿Su bici de niño que se enganchaba a otra de persona mayor? ¿Deslizándose y resbalando por calles con la nieve convertida en hielo? Seguro que Delray no iba a llevarlo en coche.