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Abrí y entré. Por una vez tuve suerte. Había escombros en tierra, pero los muebles seguían en su sitio; la mesa de la cocina estaba hecha un asco y las sillas por los suelos. Dejé la puerta abierta e inspeccioné la estancia. Había platos en la tabla de mármol y por la puerta de la despensa vi anaqueles con latas de comestibles. Volví a experimentar el escalofrío nervioso que siento siempre ante tales destrozos.

La casa olía a madera quemada por los cuatro costados y todo estaba cubierto por una espesa capa de hollín. Las paredes de la cocina eran grises a causa del humo y al avanzar hacia el corredor pisé unos casquillos de vidrios rotos, que produjeron el mismo ruido crujiente que cuando se pisa azúcar. Según iba viendo, la distribución de la casa de los Grice era igual a la de los Snyder, y en consecuencia pude identificar lo que supuse era el comedor, que estaba separado de la cocina por una ennegrecida puerta batiente. Tenía que corresponder a la habitación de la casa de los Snyder que Orris había adaptado para que fuera dormitorio de su mujer. En el pasillo había un mini-baño con sólo taza y pila. El antiguo linóleo se había hinchado y doblado, dejando al descubierto los ennegrecidos maderos de debajo. La ventana del pasillo estaba rota; daba a un estrecho callejón que se abría entre las dos casas y estaba enfrente mismo del adaptado dormitorio de May Snyder. La vi con toda claridad, echada en una cama de hospital, con la cabecera subida hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados. Pequeñita y encogida bajo un edredón blanco, parecía dormir. Me alejé de la ventana y fui por el pasillo hasta la sala de estar.

El fuego había quitado el color a todo y la escena parecía ahora una fotografía en blanco y negro. Las huellas del humo -semejantes al dibujo de la piel de un cocodrilo- podían verse en el marco de las puertas y en las ventanas. La destrucción se hacía más patente a medida que avanzaba hacia la parte delantera. Al pasar ante la escalera que conducía al semipiso de arriba vi que las llamas no habían dejado intactos los peldaños ni la barandilla de madera. El papel decorado estaba tan ennegrecido y estropeado como un antiguo mapa del tesoro.

Seguí avanzando, procurando orientarme bien. Faltaba la madera del suelo en un punto siniestro y próximo a la puerta, donde supuse que se había encontrado el cadáver de Marty Grice. Las llamas se habían ensañado con las paredes, dejando al descubierto cañerías y vigas ennegrecidas. En el suelo de aquella estancia, por el pasillo y escaleras arriba, había un reguero irregular y calcinado que delataba la presencia de algún reactivo. Rodeé el agujero del suelo y eché un vistazo a la sala de estar, que parecía decorada con «muebles» de vanguardia, construidos por entero con briquetas de carbón. El sofá y los sillones parecían invitar todavía a la tertulia de sobremesa, aunque el fuego había devorado la tapicería hasta los muelles. Lo único que quedaba de la mesita del tresillo era un esqueleto calcinado.

Volví a las escaleras y subí con cuidado. El fuego había engullido el dormitorio con bocados caprichosos y al lado de un montón de libros intactos había un escabel carbonizado casi. La cama estaba hecha, pero las mangueras habían empapado la habitación, que ahora olía a fibra podrida de alfombra y a papel decorado húmedo, mantas mohosas, ropa chamuscada, y a pegotes de material aislante, que se había calentado y fundido por trechos entre la madera y el yeso de las paredes. En la mesita de noche había una foto enmarcada de Leonard; empotrada entre el marco y el vidrio había una cartilla odontológica con una cita para revisión y limpieza de dientes.

Aparté la cartilla y observé de cerca la cara de Leonard. Pensé en la instantánea de Marty que ya conocía. Menuda foca: grasa por todas partes, gafas de montura de plástico y un pelo que parecía una peluca. Leonard era mucho más atractivo; resultado de una época más feliz, presentaba un aspecto elegante, una cara distinguida, pelo gris y una expresión serena. Los hombros se le habían redondeado, sin duda a causa de los problemas de la espalda, aunque daba la impresión de que tenía una naturaleza débil o como propensa a excusarse. Me pregunté si Elaine Boldt lo habría encontrado atractivo. ¿Se habría interpuesto entre aquellos dos?

Dejé la foto donde estaba y volví a la planta baja. Al recorrer el pasillo vi una puerta entornada y la abrí con cautela. Vi a mis pies el negro abismo del sótano. Mierda.

Si quería hacer las cosas bien, no tenía más remedio: tendría que inspeccionarlo. Hice una mueca para mis adentros, salí de la casa y fui hasta el coche para coger la linterna de la guantera.

Capítulo 13

Las escaleras del sótano estaban intactas. Por lo visto, el fuego había sido detenido antes de llegar allí. El destrozo de las habitaciones superiores parecía fruto de un reactivo que aseguraba como mínimo una combustión superficial en toda la casa. El haz de la linterna rasgó la oscuridad e iluminó un estrecho pasillo lleno de objetos que no quise tocar. Llegué al pie de la escalera. Casi tocaba el techo con la cabeza. La casa tenía más de cuarenta años de antigüedad y los cimientos eran nidos de arañas y de humedad malsana. El aire era denso, como el de un invernadero, sólo que todo lo que había allí abajo estaba muerto y exhalaba el vaho pantanoso de los incendios antiguos y la humedad añeja, del abandono y la podredumbre.

Recorrí las vigas con la luz de la linterna hasta llegar al agujero por el que entraba la luz del día. ¿Se había quemado el suelo, cayendo entonces el cadáver al sótano? Me acerqué y estiré el cuello para ver mejor. Me dio la sensación de que los bordes del agujero habían sido cortados a mano. Puede que el inspector de Incendios se hubiera llevado algunas muestras de madera para hacer pruebas en el laboratorio. Vi la estufa a mi izquierda, una masa gris, muda y achaparrada, con tubos llenos de hollín que se extendían en todas direcciones. El suelo era de tierra apisonada y cemento resquebrajado, y el lugar entero estaba lleno de chatarra. Los botes de pintura y las mamparas de tela metálica se amontonaban debajo de las escaleras, y en el rincón había una antigua pila de cinc con las cañerías corroídas.

Recorrí el perímetro del sótano, inundando de luz los rincones por donde las criaturas de ocho patas, llenas de horror, huían de mí. Después me felicité por haber sido una chica tan minuciosa, pero en aquellos momentos yo sólo quería salir de allí cuanto antes. Las casas vacías siempre parecen estar llenas de esos ruidos que obligan a preguntarse si no habrá por los alrededores algún asesino armado con un hacha y en busca de víctima. Enfoqué con la linterna el apartado muro por donde ascendían unos peldaños hasta la puerta doble, cerrada ahora, que se abría en la parte lateral de la casa. La luz diurna se filtraba por las rendijas, pero no el aire fresco del exterior. Sabía que la puerta doble estaba asegurada con candado por fuera, pero la madera era vieja, estaba resquebrajada y no parecía muy firme. A juzgar por lo que me había dicho Lily Howe, el intruso ni siquiera se había molestado en forzar la entrada. Por el contrario, se había dirigido directamente a la puerta principal y había tocado el timbre. ¿Había habido lucha? ¿Se había asustado el asesino al abrir ella la puerta y la había matado en el acto? Cabía la posibilidad, desde luego, de que el intruso fuera una mujer, en particular si el arma homicida había sido realmente un bate de béisbol. Con la proliferación de los gimnasios, cada vez más mujeres se sentían atraídas por los aparatos que desarrollan los músculos del brazo; homicidio con lanzamiento de disco, de jabalina, de martillo, con arco y flechas, con el puck de jugar al hockey sobre hielo… se diría que las variantes son infinitas.

Avancé hacia las escaleras, estremeciéndome de manera involuntaria a causa de la oscuridad que había tras de mí. Subí los peldaños de dos en dos y a punto estuve de quedar fuera de combate porque me di con la cabeza contra una viga. Solté una maldición ruidosa que salió del sótano y volvió a entrar por el pasillo como si se persiguiera a sí misma. Algo peludo me llamó de pronto la atención y cuando me di cuenta de que era un frágil ciempiés que me reptaba por la pechera, empecé a brincar dando saltitos de rana, a darme manotazos en la blusa como si de repente hubiera estallado en llamas. ¡Lo que hay que hacer para ganarse el jornal!, me dije con rabia. Salí por la puerta trasera, cerré tras de mí y tomé asiento en los peldaños del porche. Mi respiración se fue normalizando por fin, pero aún tardé unos minutos en recuperar el aplomo.