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– Me siento halagada -dije con una sonrisa.

Dimos un rodeo hacia la cocina y me abrió una botella de blanco que me sirvió en un vaso que aún tenía pegada en el fondo la etiqueta del precio. Me sonrió con apocamiento cuando se dio cuenta.

– Sólo me quedaban los vasos de plástico con que jugaban las niñas en el patio trasero -dijo-. Bueno, esto es la cocina.

– Lo sospechaba.

Era una casa bonita. No sé qué esperaba encontrar, pero no tuve más remedio que admitir que alguien se había preocupado de decorarla con gusto. Dominaba la sencillez: suelos de madera natural, muebles de diseño simple, superficies desnudas. ¿Por qué había abandonado Camilla todo aquello? ¿Qué más quería?

Me enseñó tres dormitorios, dos cuartos de baño, una terraza que daba a la parte de atrás, y un patio pequeño limitado por paredes enjalbegadas y cubiertas de enredadera.

– Voy a decirte la verdad -dijo-. Cuando Camilla se fue, empaqueté todas sus cosas y llamé al Ejército de Salvación para que se las llevara. Estar en casa para seguir viendo sus cagarrutas artesanales no era plan. Las habitaciones de las niñas las dejé como estaban. Camilla podía cansarse de ellas, igual que se cansó de mí, pero sus cosas no me hacían ninguna falta. Cuando «su majestad» se enteró, cogió un real cabreo, pero ¿qué esperaba? -Se encogió de hombros y estuvo un momento así, con el botellín de cerveza cogido por el gollete.

Ahora que la había visto dos veces, su cara empezaba a adquirir forma definida. Antes me había limitado a constatar cualidades como «inofensivo» y «blandito». Ya me había dado cuenta de la carga que soportaba: esa personalidad suya, mezcla de simpatía y humor con mala sombra. Era franco y directo y yo reaccionaba en consecuencia, pero poseía además un rasgo que ya había observado en algunos policías: una mezcla de seguridad y aturdimiento, como si contemplase el mundo a distancia sin ver el menor defecto en sí mismo. Estaba claro que la sombra de Camilla seguía dominando buena parte de su existencia y hasta sonreía cada vez que hablaba de ella, aunque no con afecto, sino para ocultar el rencor. Me dije que aquel hombre necesitaba salir con otras mujeres antes de tontear conmigo.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué esa cara? -dijo.

Le sonreí.

– Cuidado con el perro -dije. No estoy segura de si me refería a él o a mí. Él también sonrió, pero se dio cuenta de lo que había querido decir.

– Tengo aquí lo que te interesa. -Señaló en dirección a la mesa de comedor que había en un recodo de la sala de estar.

Me instalé junto a una lámpara, sintiéndome como una glotona que acabase de anudarse la servilleta alrededor del cuello y empuñara con firmeza el cuchillo y el tenedor. Entre los informes que me había fotocopiado se encontraban también algunas fotografías. Tenía la oportunidad de ver con mis propios ojos las consecuencias del delito y ardía de impaciencia.

Capítulo 14

Leí todo de un tirón para tener una imagen de conjunto y luego volví al principio a fin de detenerme en los detalles que me interesaban. La versión oficial del suceso, hasta donde la conocía yo, y las entrevistas con Leonard Grice, su hermana Lily, los vecinos, el inspector de incendios y el primer agente de policía que se había personado en el escenario del crimen, presentaban los hechos más o menos como me los habían contado a mí los distintos testigos que había interrogado.

Leonard y Marty tenían que haber salido con la viuda hermana del primero, la señora Howe, para asistir a su cena tradicional de los martes por la noche. Marty, que no se encontraba bien, se echó atrás a última hora. Leonard y Lily se fueron a cenar, de acuerdo con lo planeado, y volvieron a casa de los Howe a eso de las nueve de la noche, momento en que llamaron a Marty para decirle que ya habían regresado. Tanto el señor Grice como su hermana hablaron con Marty, que tuvo que interrumpir la conversación porque llamaban a la puerta. Según Lily y Leonard, tomaron una taza de café y charlaron un rato. El segundo se marchó aproximadamente a las diez y llegó unos veinte minutos más tarde a Vía Madrina, donde descubrió que se había incendiado su casa. El incendio se había dominado ya por entonces y estaban sacando el cadáver de su esposa de la vivienda parcialmente destruida. Sufrió un desmayo y fue reanimado allí mismo por enfermeros. Había sido Tillie Ahlberg quien había descubierto el humo y quien había dado la alarma a las diez menos cinco. Al cabo de unos minutos se habían presentado dos coches de bomberos, pero el incendio había alcanzado tales proporciones que la puerta principal había quedado impracticable. Los bomberos tuvieron que forzar la puerta trasera y extinguieron el incendio al cabo de unos treinta minutos. Se descubrió el cadáver junto a la entrada y se trasladó al depósito.

Fue identificado gracias a las radiografías odontológicas aportadas por el dentista de Marty y por el análisis del contenido del estómago. Según parece, la víctima había dicho a Leonard por teléfono que se había preparado una lata de sopa de tomate y un bocadillo de atún. Las latas vacías se habían encontrado en la basura de la cocina. El momento de la defunción se había fijado en un estrecho margen comprendido entre el momento de la llamada telefónica y el momento en que se había dado la alarma por el incendio.

Leí el informe de la autopsia sintetizando mentalmente un sinfín de detalles técnicos. El patólogo notificaba que no había rastros de carbono ni en los bronquios ni en los pulmones, ni óxido carbónico en la sangre u otros tejidos. Así pues, la víctima ya estaba muerta al declararse el incendio. Los análisis posteriores no habían descubierto en su organismo ningún rastro de alcohol, cloroformo, productos estupefacientes o venenos. La causa de la muerte se atribuía a las múltiples fracturas craneanas producidas al parecer por los impactos causados por un objeto contundente. A juzgar por la naturaleza de las heridas, el patólogo estimaba que dicho objeto tenía que tener entre 10 y 13 centímetros de anchura, y aventuraba que podía haberse tratado de una tabla de madera empuñada con energía, un bate de béisbol o una porra o bastón, seguramente de metal. No se había encontrado el arma homicida. A menos que fuera un madero destruido por las llamas, si bien no había pruebas palpables que apoyaran esta suposición.

Los investigadores estaban al parecer convencidos de que se había tratado de un incendio provocado. Las pruebas del laboratorio habían revelado la presencia de rastros de petróleo en las vigas del suelo. Los regueros calcinados que recorrían toda la casa confirmaban la hipótesis. Los investigadores habían visto las mismas salpicaduras ennegrecidas y los mismos rastros de líquido que viera yo al recorrer la casa. Además, se habían servido de métodos muy precisos para calcular el punto de origen del incendio y la dirección del mismo. Se había interrogado a Leonard Grice a propósito del petróleo y había manifestado que guardaba cierta cantidad en el sótano para llenar dos lámparas y una cocina que él y Marty solían llevar consigo cuando iban de acampada, lo que aclaraba cómo había obtenido el intruso el combustible. Todo parecía indicar que el intruso se había presentado con un arma en la mano, pero sin intención de prender fuego al lugar. El incendio, por lo visto, había sido una ocurrencia posterior, un plan ideado a toda prisa para enmascarar los golpes mortales asestados a Marty Grice. No había nada que indicase que el asesino estuviera al tanto de la presencia de la víctima en la casa, por lo que la policía lo tenía difícil si pensaba que el asesinato se había planeado de antemano.