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– De acuerdo -dije-, tú ganas.

– Bien, entonces vamos a hablar a otro sitio -dijo-. Me he quedado tieso.

Me fastidió advertir que el chico había empezado a gustarme un poco.

Capítulo 15

Fuimos a The Clockworks, en State Street; él con la moto y yo detrás con el coche. Se trata de un tugurio para adolescentes y parece sacado de un vídeo de rock; consiste en un pasillo largo y angosto, pintado de gris marengo, techo alto e iluminación dé tubos de neón de color rosa y morado. En conjunto quiere reproducir el interior de un reloj abstracto y futurista. Del techo penden móviles negros que parecen gigantescas ruedas dentadas y que se mueven lentamente a instancias del humo que llena el local. Junto a la puerta hay cuatro mesas de tamaño reducido y, a la izquierda, una serie de reservados para estar de pie, con una especie de mostrador hasta el pecho, donde las parejas pueden magrearse mientras se toman un refresco. En la carta pegada a la pared hay una lista de tapas, por ejemplo ensalada y tostadas con ajo, para que los chicos piquen durante horas seguidas a cambio de los 65 centavos que vale el derecho a sentarse a una mesa. También se puede pedir cerveza de dos clases y un vino blanco de la casa, si se tiene edad suficiente y pruebas tangibles de ello.

Era casi medianoche y sólo había dos personas en el local, pero el propietario conocía a Mike al parecer y me dirigió una mirada evaluadora. Me esforcé por no parecer un ligue de Mike. No me importaba liarme con un joven de tarde en tarde, pero un diecisieteañero se me antojaba casi un pecado. Desconocía además las normas que imperan cuando se negocia con los trapicheadores de colegio. Por ejemplo, ¿quién tenía que pagar las bebidas? No quería que se resintiera la imagen que tenía de sí mismo.

– ¿Qué quieres tomar? -preguntó mientras se dirigía a la barra.

– Vino blanco, chablis -dije.

Le dejé pagar, puesto que ya había sacado la cartera. Sin duda se sacaría treinta billetes al año vendiendo mierda y pastillas. El propietario volvió a mirarme y le enseñé de lejos el carnet de identidad, con indiferencia, dándole a entender que podía comprobarlo si quería, pero que iba a ser un esfuerzo inútil.

Mike volvió con el vino, que le habían servido en un vaso de plástico, y con una bebida no alcohólica para él. Tomó asiento y paseó la mirada por el local, en busca de drogas camufladas. Parecía raramente maduro y me costaba afrontar el hecho de que pareciera un boy scout y se comportara como un sicario de la Mafia. Se volvió a mí en aquel punto con los codos apoyados en la mesa. Había cogido un sobrecito de azúcar del servicio de la mesa y comenzó a darle vueltas mientras dirigía casi todas sus palabras al pasatiempo impreso en el dorso.

– Bien. Te contaré lo que pasó -dijo-. Y conste que es la verdad. En primer lugar, sólo he utilizado la casa de mis tíos como almacén después de que mataran a tía Marty y tío Leonard se mudara. Cuando la pasma terminó lo que tenía que hacer allí, pensé que el cobertizo me venía muy al pelo y trasladé parte del material. Bueno, la cuestión es que pasé por la casa la noche que mataron a mi tía…

– ¿Sabía ella que ibas a pasar?

– No, no, a eso voy. Bueno, yo sabía que cenaban fuera los martes por la noche y pensé que no estarían. Cuando estaba a dos velas y necesitaba algo de pasta, me dejaba caer por allí y cogía un poco de chatarra. Siempre tenían algo suelto, no mucho, pero suficiente. Otras veces cogía un objeto cualquiera y lo colocaba donde podía; nada que pudieran echar en falta y, como nadie había dicho ni palabra hasta el momento, pensaba que aún no se habían dado cuenta. Bueno, pues aquella noche fui para allá pensando que la casa estaría vacía, pero al llegar vi que la puerta estaba abierta.

– ¿Abierta de dar en par?

Negó con la cabeza.

– Giré el tirador y comprobé que no habían echado la llave. Nada más asomar la cabeza, me di cuenta de que pasaba algo raro.

Esperé mientras lo miraba con inquietud.

Carraspeó y volvió la cabeza para observar la entrada. Bajó la voz.

– Yo creo que el tipo estaba aún allí. La luz del sótano estaba encendida y oí que alguien daba golpes, y además estaba la alfombra del vestíbulo, una especie de alfombra que al parecer habían puesto encima de algo, no sé qué. Entonces vi que sobresalía una mano manchada de sangre. Me largué pitando, tía.

– ¿Estás totalmente seguro de que ya estaba muerta?

Asintió y quedó con la cabeza gacha. Se pasó la mano por la cresta rosada y me miró de soslayo.

– Habría debido llamar a la pasma, lo sé, pero la cosa me acojonó en serio. Son una mierda estos asuntos. ¿Qué podía hacer? No podía decir nada a la pasma y tampoco quería que se fijaran en mí, así que mantuve la boca cerrada. No creí que mi información fuera útil. Ni siquiera vi a quien lo había hecho.

– ¿No recuerdas nada más? Algún coche aparcado ante la casa…

– No sé. No estuve mucho tiempo. Nada más ver aquello, salí flechado. Percibí un olor como de gasolina o algo parecido y… -Titubeó un segundo-. Espera un momento, sí, en el vestíbulo había una bolsa grande de papel marrón, de ésas de supermercado. No sé qué haría allí. Bueno, el caso es que como no sabía qué coño pasaba, me largué inmediatamente y me vine aquí para que me vieran.

Tomé un sorbo de vino y repasé lo que me había contado. El chablis sabía a zumo de pomelo fermentado.

– Háblame de la bolsa del supermercado. ¿Estaba vacía, llena, medio arrugada?

– Había algo dentro, creo. Bueno, la verdad es que no me fijé en nada concreto. Era una de esas bolsas marrones de Alfa Beta, y estaba en el suelo, a la derecha, nada más entrar.

– ¿Como si tu tía hubiera ido a comprar? ¿Te refieres a eso?

Se encogió de hombros.

– Por mí habría podido contener un kilo de jaco. No sé. Quizá fuera de quien estaba en el sótano.

– Hiciste mal en no llamar a la policía, aunque fuese de manera anónima. Habrían podido llegar antes de que la casa se incendiara.

– Sí, ya lo sé. Lo pensé después y me sentí muy mal por no haberlo hecho, pero la cabeza no me funcionaba bien.

Apuró la bebida no alcohólica, agitó el hielo del vaso y se introdujo un cubito en la boca. Oí cómo lo trituraba con los dientes. Sonó igual que cuando un caballo mastica una brida.

– ¿Recuerdas alguna otra cosa?

– No, creo que eso es todo. Cuando adiviné lo que pasaba, salí de la casa y me vine aquí en seguida.

– ¿Sabes qué hora era?

– La hora exacta, no. Cuando llegué aquí eran las nueve menos cuarto y entre que venía y buscaba sitio para aparcar debieron de pasar diez minutos. Anduve con la moto dos manzanas para que nadie me oyese arrancar. Serían las ocho y media más o menos cuando salí de la casa.

Negué con la cabeza.

– Las ocho y media, imposible. Querrás decir las nueve y media. La mataron después de las nueve.

Se apartó el vaso de la boca y me miró con desconcierto.

– ¿Cómo dices?

– Tu tío y la señora Howe dicen que hablaron con ella a las nueve y resulta que la policía recibió una llamada, de tu tía al parecer, a las nueve y seis minutos.

– Bueno, puede que me confundiera porque creí que eran las nueve menos cuarto cuando llegué aquí. Miré el reloj al entrar y luego le pregunté la hora a un colega y miró su reloj.

– Ya veremos si puede comprobarse -dije-. Por cierto, ¿qué parentesco hay entre Leonard y tú?

– Es hermano de mi padre, que es el menor de su familia.

– O sea que Lily Howe es hermana de los dos.

– Algo así.

Los tubos morados de neón empezaron a parpadear y los de color rosa se apagaron al cabo de unos instantes. El dueño exclamó, dirigiéndose a nuestra mesa: