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– No quiero parecer insociable -dijo con desenvoltura-, pero me siento perdida si no voy al mercado por la mañana.

– No le haré perder mucho tiempo, no se preocupe -dije-. ¿Podría usted decirme cuándo tuvo noticias de la señora Boldt por última vez? Por cierto, ¿es señora o señorita?

– Señora. Es viuda, aunque no tiene más que cuarenta y tres años. Estuvo casada con el propietario de una cadena de fábricas del sur. Por lo que sé, murió de un ataque al corazón hace tres años y le dejó un buen fajo de billetes. Fue entonces cuando compró el piso de aquí. Pero, por favor, siéntese.

Se hizo a la derecha y me condujo a una sala de estar con muebles antiguos de imitación. Por los visillos de color amarillo claro se filtraba una luz dorada de cualidad sedosa y alcancé a oler los restos del desayuno: bacón, café y un producto sazonado con canela.

Tras dar constancia de que tenía prisa, parecía dispuesta a concederme todo el tiempo que yo quisiera. Tomó asiento en una otomana y yo ocupé una mecedora.

– Tengo entendido que en esta época del año suele vivir en Florida -dije.

– Bueno, sí. Tiene allí otro piso. En Boca Ratón, dondequiera que esté ese sitio. Cerca de Fort Lauderdale, creo. Nunca he estado en Florida, así que para mí no son más que nombres. El caso es que suele marcharse hacia primeros de febrero y vuelve a fines de julio o principios de agosto. Dice que le gusta el calor.

– ¿Y usted le envía el correo mientras está fuera?

Asintió.

– Se lo envío todo en un sobre grande una vez por semana más o menos, según lo que reciba. Y ella me escribe cuatro letras cada dos semanas. Bueno, una postal, para darme recuerdos y decirme qué tiempo hace y preguntar si hay que contratar a alguien para que limpie las cortinas y cosas por el estilo. Este año me escribió el 1 de marzo y desde entonces no sé nada de ella. Es de lo más insólito.

– ¿Guarda las postales, por casualidad?

– Pues no, tengo por costumbre tirarlas. No suelo coleccionar esas cosas. En mi opinión, se acumula demasiado papel. Las leo, las tiro y me olvido de ellas.

– ¿Dijo si tenía intención de hacer algún viaje o algo parecido?

– No, en absoluto. Claro que tampoco es asunto mío.

– ¿Parecía afligida o angustiada?

Sonrió con tristeza.

– Bueno, es un poco difícil que un conflicto se refleje en una postal, entiéndame. No hay mucho espacio para manifestarlo. A mí me pareció que estaba estupendamente.

– ¿Tiene idea de dónde puede estar?

– Ninguna. Lo único que sé es que no es propio de ella no escribir. La llamé cuatro o cinco veces. En una ocasión contestó una amiga suya, muy mal educada, pero en las restantes no respondió nadie.

– ¿Quién era la amiga? ¿La conocía usted?

– No, aunque tampoco conozco a sus amistades de Boca. Pudo ser cualquiera. No tomé nota del nombre y no lo reconocería aunque usted me lo mencionase ahora.

– ¿Qué me dice del correo que ha estado recibiendo? ¿Le siguen llegando facturas?

Se encogió de hombros.

– A mí me parece que sí. Yo me he limitado a reexpedirle lo que se ha venido recibiendo, sin prestarle mucha atención. Si quiere mirarlas, hay unas cuantas cartas que estaba a punto de remitirle. -Se levantó y se acercó a una arquimesa cuyo cuerpo superior era una vitrina. Abrió con una llave una de las puertas de vidrio. Cogió un pequeño fajo de sobres, apartó unos cuantos y me los tendió-. Esto es lo que suele recibir.

También yo hice una rápida clasificación. Visa, MasterCard, Saks Fifth Avenue. Un peletero llamado Jacques, domiciliado en Boca Ratón. Una factura de un tal John Pickett, de una clínica dental situada en Árbol, a la vuelta de la esquina. Cartas particulares, ninguna.

– Los recibos de la luz, el agua y demás servicios, ¿los paga también desde aquí? -pregunté.

– Ya le he enviado los de este mes.

– ¿Pueden haberla detenido?

Soltó una carcajada.

– No, imposible. A ella no, ni en sueños. No es de esa clase. No conduce, pero jamás la pescarían cruzando con el semáforo en rojo.

– ¿Algún accidente? ¿Enfermedad? ¿Alcohol? ¿Drogas? -Me sentía como un médico que estuviera sometiendo a un paciente a la revisión anual.

Tillie había adoptado una expresión de escepticismo.

– Siempre cabe la posibilidad de que esté en un hospital, pero nos lo habría hecho saber. A mí todo esto me parece un poco raro, la verdad sea dicha. Si esa hermana suya no hubiera venido, yo misma habría avisado a la policía. Creo que aquí hay algo que no marcha.

– Bueno, puede estar en mil sitios -dije-. Es mayor de edad. Según parece, tiene dinero y no la apremia ninguna necesidad. No tiene por qué decir a nadie dónde está, si no quiere. Puede estar de viaje en un crucero. O a lo mejor se ha echado un amante y se ha fugado con él. Incluso cabe la posibilidad de que se haya ido por ahí de marcha con esa amiga suya. Tal vez no se le ha ocurrido pensar que alguien puede querer hablar con ella.

– Por eso no he hecho nada hasta ahora, aunque me da mala espina. No creo que se haya marchado sin decir nada a nadie.

– Bueno, ¿me permitirá que eche un vistazo? No quiero entretenerla ahora, pero en algún otro momento querré ver el piso -dije; me puse en pie y Tillie hizo lo mismo automáticamente. Le di la mano y le agradecí la ayuda prestada-. Guarde el correo mientras tanto, si quiere -añadí-. Yo voy a tantear otras posibilidades, pero volveré dentro de un par de días y le contaré lo que haya averiguado. No creo que haya motivos para preocuparse.

– Espero que no -dijo Tillie-. Es una persona extraordinaria.

Antes de irme le di mi tarjeta. No quería inquietarme aún, pero se me había despertado la curiosidad y estaba deseosa de seguir con el caso.

Capítulo 2

Al volver al despacho hice una visita a la Biblioteca Municipal. Entré en la sala de libros de consulta, cogí la guía telefónica de Boca Ratón y comparé la dirección de Elaine Boldt que me habían dado con la que figuraba en el listín. No había duda, ambos números de teléfono coincidían. Tomé nota de la dirección y teléfono de sus vecinos más próximos. Por lo visto había bastantes edificios en la zona y supuse que se trataba de una «comunidad planificada» por los cuatro costados. Había una oficina central que coordinaba la venta de toda clase de artículos, un teléfono de información sobre canchas de tenis, un balneario, y un complejo dedicado al ocio y el entretenimiento. Tomé nota de todo para ahorrarme desplazamientos inútiles.

Al llegar al despacho, abrí un informe a nombre de Elaine Boldt en el que consigné el tiempo invertido en el caso hasta el momento y detallé la información que obraba en mi poder. Llamé al número de Florida, dejé que el teléfono sonara treinta veces y a continuación llamé a la oficina central de ventas de la comunidad de Boca Ratón. Me dijeron que el administrador del edificio de Elaine Boldt se llamaba Roland Makowski y que vivía en el apartamento 101. Respondió al primer timbrazo.

– Makowski.

Le conté con la máxima brevedad quién era yo y por qué quería localizar a Elaine Boldt.

– Pues no ha venido este año -dijo-. Acostumbra a estar aquí por esta época, pero probablemente hizo otros planes.

– ¿Está usted seguro?

– Bueno, yo no la he visto. Recorro el edificio entero un día sí y otro también y no he visto ni rastro de ella. Es lo único que puedo decirle. Vamos -añadió-, cabe la posibilidad de que esté aquí, pero siempre tendría que estar justamente donde yo no estoy. Una amiga suya, Pat, sí se encuentra aquí, pero me dijo que la señora Boldt se marchó a otro sitio. A lo mejor le dice a usted dónde. Le da por tender las toallas en el balcón y está prohibido. Un balcón no es un tendedero y se lo dije. Me despidió con cara de pocos amigos.

– ¿Puede decirme su apellido?

– ¿Qué?.

– El apellido de Pat. La amiga de la señora Boldt.