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– Dígamelas.

– «Qué dios, qué cosechador del eterno estío, había, al partir, negligentemente arrojado aquella hoz de oro en el campo de estrellas.»

– Es Hugo.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién se hace la pregunta?

– Una mujer de pechos desnudos, Ruth.

– ¿Ruth? Siempre pensé que era yo quien me lo preguntaba.

– No, es Ruth. Hugo no le conocía a usted, recuérdelo. Es el final de un largo poema, Booz dormido. Pero dígame sólo una cosa. ¿Les ocurre lo mismo a las ranas? Me refiero a fumar, paf, paf, paf, y la explosión. ¿O sólo a los sapos?

Adamsberg le lanzó una mirada cansada.

– Lo siento -dijo Danglard tomando un trago.

– Yo lo recitaba y me gustaba. Acababa de hacer mi primer año como investigador de base, agente de la policía de Tarbes. Había regresado al pueblo con dos semanas de vacaciones. Estábamos en agosto, el aire refrescaba por la noche y yo tomé el camino de vuelta a casa. Me estaba lavando sin hacer ruido -vivíamos nueve en dos habitaciones y media- cuando apareció Raphaël, alucinado y con las manos llenas de sangre.

– ¿Raphaël?

– Mi hermano menor. Tenía dieciséis años.

Danglard dejó su vaso, desconcertado.

– ¿Su hermano? Creía que sólo tenía cinco hermanas.

– Tuve un hermano, Danglard. Casi gemelo, éramos como dos dedos de la mano. Hará casi treinta años que lo perdí.

Estupefacto, Danglard guardó un respetuoso silencio.

– Se encontraba con una muchacha, arriba, por la noche, en el depósito de agua. No era un coqueteo sino un verdadero flechazo. Lise, la muchacha, quería casarse con él en cuanto llegaran a la mayoría, lo que despertaba el terror de mi madre y el furor de la familia de Lise, que se oponía a que su benjamina se comprometiera con un destripaterrones como Raphaël. Era la hija del alcalde, compréndalo.

Adamsberg permaneció en silencio unos momentos antes de poder seguir.

– Raphaël me agarró del brazo y dijo: «Está muerta, Jean-Baptiste, está muerta, la han matado». Le puse la mano en la boca, le lavé las manos y le arrastré fuera. Lloraba. Le hice preguntas y más preguntas. «¿Qué ha pasado, Raphaël? Cuenta, hostia.» «No lo sé», respondió. «Estaba allí, de rodillas en el depósito de agua, con sangre y un punzón, y ella, Jean-Baptiste, ella estaba muerta, con tres agujeros en el vientre.» Le supliqué que no gritara, que no llorara, no quería que la familia le oyera. Le pregunté de dónde había salido el punzón, si era suyo. «Qué sé yo, estaba en mi mano.» «Pero y antes, Raphaël, ¿qué hiciste antes?» «No lo recuerdo, Jean-Baptiste, te lo juro. Había bebido mucho con los colegas.» «¿Por qué?» «Porque ella estaba preñada. Y yo aterrorizado. No le deseaba ningún mal.» «Pero ¿y antes, Raphaël? ¿Entre los colegas y el depósito de agua?» «Pasé por el bosque para reunirme con ella, como de costumbre. Porque tenía miedo o porque iba cargado, eché a correr y me golpeé contra el letrero, me caí.» «¿Qué letrero?» «El de Emeriac, está de través desde la tormenta. Luego vino lo del depósito de agua. Tres agujeros rojos, Jean-Baptiste, y yo tenía el punzón.» «Pero ¿no recuerdas nada entre ambas cosas?» «Nada, Jean-Baptiste, nada. Tal vez ese golpe en la cabeza me ha vuelto loco, o tal vez esté loco, o tal vez sea un monstruo. No puedo recordar cuándo… cuándo la he herido.»

Pregunté dónde estaba el punzón. Lo había soltado allí arriba, junto a Lise. Miré al cielo y me dije: tenemos suerte, va a llover. Luego ordené a Raphaël que se lavara bien, que se metiera en la cama y afirmase, si se presentaba cualquiera, que habíamos jugado a las cartas en el patio pequeño, desde las diez y cuarto de la noche. «Jugado al ecarté desde las diez y cuarto, ¿está claro, Raphaël?» Él había ganado cinco veces y yo cuatro.

– Falsa coartada -comentó Danglard.

– De acuerdo, y usted es el único que lo sabe. Corrí hacia arriba y Lise estaba allí, en efecto, como Raphaël me la había descrito, asesinada de tres puñaladas en el vientre. Recogí el punzón, manchado de sangre hasta la guarda y con el mango cubierto de huellas de dedos. Lo apreté contra mi camisa, para tener su forma y su longitud, luego lo metí en mi chaqueta. Caía una llovizna que enmarañaba las huellas de pasos junto al cuerpo. Fui a tirar el punzón en la poza del Torque.

– ¿Dónde?

– En el Torque, un río que atravesaba los bosques y que formaba grandes pozas. Arrojé el punzón a una profundidad de seis metros, y tiré encima veinte piedras. No hay riesgo alguno de que suba antes de mucho tiempo.

– Coartada falsa y ocultación de pruebas.

– Eso es. Y nunca lo he lamentado. Nada, ni el menor remordimiento. Quería a mi hermano más que a mí mismo. ¿Le parece que iba a permitir que se hundiera?

– Eso es sólo asunto suyo.

– Y también era asunto mío el juez Fulgence. Pues, mientras estaba encaramado en la Concha de Sauzec, desde donde dominaba el bosque y el valle, le vi pasar. A él. Lo recordé por la noche, mientras le daba la mano a mi hermano para ayudarle a dormirse.

– ¿Tan clara era la vista, desde arriba?

– El sendero de guijarros se distinguía muy bien, en toda una parte. Podían verse las siluetas, contrastadas.

– ¿Los perros? ¿Por eso le reconoció?

– No, por su capa de verano. Su torso proyectaba una sombra triangular. Todos los hombres del pueblo eran masas uniformes, gruesas o delgadas, y todos mucho más bajos que él. Era el juez, Danglard, caminando por el sendero que llevaba al depósito de agua.

– También Raphaël estaba fuera. Y sus compañeros borrachos. Y usted también.

– Me importa un comino. A la mañana siguiente salté el muro de la mansión y fui a hurgar en los edificios. En el granero, mezclado con las palas y los azadones, había un tridente. Un tridente, Danglard.

Adamsberg levantó su mano válida y tendió tres dedos.

– Tres púas, tres agujeros alineados. Mire la foto del cuerpo de Lise -añadió sacándola de la carpeta-. Mire el impecable alineamiento de las heridas. ¿Cómo mi hermano, lleno de pánico y como una cuba, hubiera podido clavar tres veces su punzón sin desviarse?

Danglard examinó el cliché. Efectivamente, las heridas se alineaban en una recta perfecta. Comprendía ahora las medidas que Adamsberg había tomado en la fotografía de Schiltigheim.

– Usted era sólo un jovencísimo investigador de base, un novato. ¿Cómo pudo obtener este cliché?

– Lo mangué -dijo Adamsberg tranquilamente-. Aquel tridente, Danglard, era una vieja herramienta, de mango pulido y decorado, con la barra transversal oxidada. Pero sus púas estaban brillantes, pulidas, sin un rastro de tierra, sin una mancha. Limpio, indemne, virgen como la aurora. ¿Qué le parece?

– Que es molesto pero no abrumador.

– Que está claro como el agua de la launa. Cuando vi el instrumento, la evidencia me estalló en plena cara.

– Como el sapo.

– Más o menos. Un montón de guarrerías y vicios, las verdaderas entrañas del Señor del lugar. Pero allí estaba, precisamente, en la puerta de su granero, sujetando por la correa a sus dos perros infernales que casi habían devorado a Jeannot. Me observaba. Y cuando el juez Fulgence te observaba, Danglard, incluso a los dieciocho años, la camisa no te llegaba al cuerpo. Me preguntó qué estaba haciendo en su casa, con aquella rabia seca tan típica de su voz. Respondí que quería hacerle una jugarreta, aflojar las tuercas de su banco de trabajo. Le había hecho tantas jugarretas en esos años que me creyó y, con gesto de emperador, me enseñó la salida diciendo solamente: «Adelántate, muchacho. Contaré hasta cuatro». Corrí como un loco hacia el muro. Sabía que al llegar a «cuatro», soltaría a los perros. Uno de los pastores me arrancó la parte baja de los pantalones, pero pude soltarme y saltar el muro.