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– No, la caja no.

– Dígame, ¿cómo se las arregla?

– ¿Para qué?

Danglard señaló a su chiquillo que, con la cabeza puesta aún bajo la mano de Adamsberg, se había dormido en su vientre.

– Ya lo sabe usted, Danglard. Adormezco a la gente. También a los niños.

Danglard le lanzó una mirada de envidia. Hacer que Vincent se durmiera resultaba siempre un problema.

– Todo el mundo sabe dónde está la copia de la llave -prosiguió.

– ¿Un topo, Danglard? ¿En la Brigada?

Danglard vaciló y dio una leve patada a un globo, que voló a través de la sala.

– Es posible -dijo.

– ¿Y qué buscaba? ¿Las carpetas sobre el juez?

– Eso se me escapa. El móvil. Hice tomar huellas en la llave. Sólo las mías. O borré las precedentes o el visitante limpió la llave antes de colocarla en el cajón.

Adamsberg entornó los ojos. ¿Quién, en efecto, estaría interesado en conocer los casos del Tridente, casos que él nunca había ocultado? La tensión del viaje y su jornada sin sueño gravitaban sobre sus hombros. Pero saber, sin duda, que Danglard no le había traicionado le relajaba. Aunque no tuviera pruebas de la inocencia de su adjunto, salvo la legibilidad de su mirada.

– ¿No interpretó usted ese «Peligro» de otro modo?

– Consideré que algunos elementos del crimen de 1973 no debían enviarse a la GRC. Pero el visitante había pasado antes que yo.

– Mierda -dijo Adamsberg incorporándose e incomodando el sueño del pequeño.

– Y lo había devuelto todo a su lugar -concluyó el capitán.

Danglard se llevó la mano al bolsillo interior y sacó tres hojas dobladas en cuatro.

– No se separan de mí -añadió tendiéndoselas a Adamsberg.

El comisario les echó una ojeada. Eran, en efecto, los documentos que había esperado que Danglard apartase. Y el capitán los llevaba encima desde hacía once días. Prueba de que no había intentado venderlo a Laliberté. Salvo si le había enviado una copia.

– Esta vez, Danglard -dijo Adamsberg devolviéndole las hojas-, me comprendió usted a más de diez mil kilómetros y sólo con una señal ínfima. ¿Cómo es posible que, a veces, no nos comprendamos estando a un metro?

Danglard lanzó otro globo por los aires.

– Nos preocupan los mimos temas, supongo -respondió con una leve sonrisa.

– ¿Por qué lleva encima estas hojas? -prosiguió Adamsberg tras una pausa.

– Porque desde su huida me vigilan permanentemente. Hasta en mi inmueble, adonde esperan que venga usted a verme si se les escapa. Algo que, por otra parte, se disponía a hacer de inmediato. Por eso estamos en esta escuela.

– ¿Brézillon?

– Evidentemente. Sus hombres registraron oficialmente su apartamento en cuanto la GRC dio la alerta. Brézillon tiene órdenes y está hecho una furia. Uno de sus comisarios asesino y fugitivo. De común acuerdo con las autoridades canadienses, el Ministerio se ha comprometido a echarle mano si pone los pies en tierra francesa. Toda la pasma del país ha sido avisada. Es inútil, claro está, que asome usted la nariz por su casa. Y por el taller de Camille, ídem. Todos sus potenciales puntos de llegada están rodeados.

Adamsberg acariciaba maquinalmente la cabeza del niño y eso parecía sumirle en un sueño más profundo aún. Si Danglard le hubiera traicionado, no le habría llevado a esa escuela para evitar que cayera en manos de la pasma.

– Perdone mis sospechas, capitán.

– La lógica no es su punto fuerte, eso es todo. En el futuro, desconfíe de ella.

– Se lo repito desde hace años.

– No, no de la lógica en sí. Sólo de la suya. ¿Se le ocurre algún escondrijo? Su maquillaje no aguantará mucho tiempo.

– He pensado en la vieja Clémentine.

– Está muy bien -aprobó Danglard-. No va a ocurrírseles y estará usted tranquilo.

– Y acabado para el resto de mis días.

– Lo sé. Pienso en esto desde hace una semana.

– ¿Está seguro, Danglard, de que no forzaron mi cerradura?

– Seguro. El visitante utilizó la llave. Es alguien de los nuestros.

– Hace un año, yo no conocía a ningún miembro del equipo, salvo a usted.

– Tal vez uno de ellos le conociese. Puso usted entre rejas a bastantes tipos. Lo que puede suscitar odios, revanchas. El miembro de una familia decidido a hacérselo pagar. Alguien que monta la jugada contra usted, utilizando ese viejo caso.

– ¿Quién podía conocer la historia del Tridente?

– Todos los que le vieron marcharse a Estrasburgo.

Adamsberg movió la cabeza.

– No era posible establecer el vínculo entre Schiltigheim y el juez -dijo-. A menos que yo mismo lo expusiera. Sólo un hombre podía establecer la relación. Él.

– ¿Cree usted que su muerto viviente entró en la Brigada? ¿Que tomó sus llaves y examinó sus carpetas sólo para saber qué había averiguado usted de Schiltigheim? De todos modos, un muerto viviente no necesita llaves, atraviesa las paredes.

– Es muy cierto.

– Si está usted de acuerdo, establezcamos una cosa para el Tridente. Llámelo usted el Juez o Fulgence si quiere, y déjeme que yo le llame el Discípulo. Un ser del todo vivo que culminaría, eventualmente, el recorrido del difunto juez. Es todo lo que puedo concederle, y eso nos evitará molestias.

Danglard lanzó otro globo por los aires.

– ¿Me ha dicho usted -prosiguió cambiando bruscamente de tema- que Sanscartier se mostraba reticente?

– Según Retancourt. ¿Le importa eso?

– Me gustaba ese tipo. Muy lento, sí, pero me gustaba. Su reacción sobre el terreno me interesa. ¿Y Retancourt? ¿Qué le ha parecido?

– Excepcional.

– Me habría gustado librar con ella ese combate cuerpo a cuerpo -añadió Danglard con un suspiro que contenía, al parecer, una auténtica pesadumbre.

– No creo que hubiera aguantado el peso con su tamaño. La experiencia fue prodigiosa, Danglard, pero no vale la pena matar por eso.

La voz de Adamsberg se había hecho más sorda. Ambos se alejaron lentamente hacia el fondo de la sala, pues Danglard había decidido que el comisario saliera por la puerta del garaje. Adamsberg seguía llevando al niño dormido en brazos. Sabía en qué túnel sin salida se metía ahora, y Danglard también.

– No tome el metro ni el autobús -le aconsejó Danglard-. Vaya a pie.

– Danglard, ¿quién puede saber que perdí la memoria el 26 de octubre? ¿Además de usted?

Danglard reflexionó unos instantes, haciendo tintinear unas monedas en su bolsillo.

– Sólo otra persona -declaró por fin-. La que logró arrebatársela.

– Lógico.

– Sí. Mi lógica.

– ¿Quién, Danglard?

– Alguien que nos acompañó hasta allí, uno de los otros ocho. Menos usted, Retancourt y yo, igual a cinco. Justin, Voisenet, Froissy, Estalère y Noël. El o la que busca en sus carpetas.

– ¿Y qué hace usted con el Discípulo?

– No gran cosa. Primero pienso en elementos más concretos.

– ¿Como…?

– Como sus síntomas la noche del 26. Me preocupan, sí. Me preocupan mucho. La flojera en las piernas me confunde.

– Yo estaba borracho como una cuba, ya lo sabe.

– Precisamente. ¿Tomaba usted, entonces, algún medicamento? ¿Algún calmante?

– No, Danglard. Creo que los calmantes están contraindicados en mi caso.

– Es cierto. Pero las piernas le fallaban, ¿no es eso?

– Sí -dijo Adamsberg sorprendido-. No podían aguantarme.

– ¿Sólo tras golpearse con la rama? ¿Es eso lo que me ha dicho? ¿Está seguro?

– Claro que sí, Danglard. ¿Y qué?

– Pues bien, la cosa no cuadra. ¿Y no hubo dolor, al día siguiente? ¿Golpes? ¿Cardenales?

– Me dolía la frente, la cabeza y el vientre, se lo repito. Pero ¿por qué le molesta lo de mis piernas?

– Un eslabón de mi lógica que falta. Déjelo correr.