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– No tengo la intención de arrebatarle el caso, comandante Trabelmann -le aseguró de entrada Adamsberg.

– Siempre se dice eso, pero ya sabemos cómo termina. Los gendarmes cargan con el trabajo sucio y, en cuanto la cosa se pone interesante, los policías se lo mangan.

– Sólo necesito una simple confirmación.

– No sé qué le ronda por la cabeza, comisario, pero sepa que ya tenemos al tipo, y a buen recaudo.

– ¿Bernard Vétilleux?

– Sí, y es algo sólido. Hemos encontrado el arma a cinco metros de la víctima, sencillamente abandonada entre las hierbas. Corresponde exactamente a las heridas. Con las huellas de Vétilleux en el mango.

Así de fácil. Todo muy sencillo. Adamsberg se preguntó brevemente si iba a proseguir o a recular.

– Pero ¿Vétilleux niega los hechos? -prosiguió.

– Estaba aún borracho como una cuba cuando mis hombres le echaron el guante. Apenas era capaz de mantenerse en pie. Sus negativas no valen un comino: no recuerda nada, salvo haber empinado el codo como un descosido.

– ¿Tiene antecedentes? ¿Otras agresiones?

– No. Pero por algo se empieza.

– La noticia habla de tres puñaladas. ¿Se trata de un cuchillo?

– Un punzón.

Adamsberg guardó silencio unos instantes.

– Poco habitual -comentó.

– No tanto. Esos indigentes acarrean una auténtica caja de herramientas. Un punzón sirve para abrir latas de conserva y forzar cerraduras. No le busque tres pies al gato, comisario, le garantizo que tenemos al tipo.

– Una cosa más, comandante -dijo rápidamente Adamsberg, sintiendo que la impaciencia de Trabelmann aumentaba-. ¿Es nuevo el punzón?

Hubo un silencio en la línea.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Trabelmann en un tono suspicaz.

– Es nuevo, ¿no es cierto?

– Afirmativo. ¿Qué cambia eso las cosas?

Adamsberg apoyó la frente en su mano y miró la foto del periódico.

– Sea bueno, Trabelmann. Envíeme unas fotos del cuerpo, unas tomas cercanas de las heridas.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Porque yo se lo pido con amabilidad.

– ¿Simplemente?

– No se lo quitaré -repitió Adamsberg-. Tiene usted mi palabra.

– ¿Qué le ronda por la cabeza?

– Un recuerdo de infancia.

– En ese caso… -dijo Trabelmann, respetuoso de pronto y bajando la guardia, como si los recuerdos de infancia fueran sagrados y abrieran todas las puertas sin discusión.

VII

El profesional que se hacía esperar había llegado por fin a su destino, al igual que cuatro fotos del comandante Trabelmann. Uno de los clichés mostraba claramente las heridas de la joven víctima, tomadas desde arriba, en vertical. Adamsberg se las arreglaba bien, ahora, con su correo electrónico, pero no sabía cómo ampliar aquellas imágenes sin la ayuda de Danglard.

– ¿De qué se trata? -murmuró el capitán sentándose en el sitio de Adamsberg para tomar los mandos de la máquina.

– Neptuno -respondió Adamsberg con una sonrisita-. Imprimiendo su marca en el azul de las olas.

– Pero ¿qué es eso? -repitió Danglard.

– Siempre me hace usted preguntas y, luego, no le gustan nunca mis respuestas.

– Me gusta saber qué estoy manipulando -eludió Danglard.

– Los tres agujeros de Schiltigheim, los tres impactos del tridente.

– ¿De Neptuno? ¿Es una idea fija?

– Es un crimen. Una muchacha asesinada con tres golpes de punzón.

– ¿Nos lo envía Trabelmann? ¿Se lo hemos quitado?

– De ningún modo.

– ¿Entonces?

– Entonces, no lo sé. No sé nada antes de tener esa ampliación.

Danglard se enfurruñó mientras comenzaba la transferencia de las imágenes. Detestaba aquel «no lo sé», una de las frases más recurrentes de Adamsberg, que con frecuencia le había llevado por caminos no muy claros, verdaderos lodazales a veces. Era, para Danglard, el preludio de las ciénagas del pensamiento, y a menudo había temido que Adamsberg se hundiera en ellas, algún día, en cuerpo y alma.

– He leído que habían atrapado al tipo -precisó Danglard.

– Sí. Con el arma del crimen y sus huellas.

– ¿Y qué te chirría entonces?

– Un recuerdo de infancia.

Aquella respuesta no tuvo sobre Danglard el efecto apaciguador que había producido en Trabelmann. Muy al contrario, el capitán sintió aumentar su aprensión. Seleccionó una ampliación máxima de la imagen y puso en marcha la impresión. Adamsberg vigilaba la hoja que iba saliendo, a sacudidas, de la máquina. La tomó por una esquina, hizo que se secara rápidamente al aire y, luego, encendió la lámpara para examinarla de cerca. Sin comprender, Danglard le vio coger una larga regla, medir en una dirección, en la otra, trazar una línea, marcar con un punto el centro de las sanguinolentas perforaciones, trazar otra paralela, medir de nuevo. Finalmente, Adamsberg apartó la regla y dio vueltas por la estancia, con la foto colgando de su mano. Cuando se volvió, Danglard leyó en sus rasgos una especie de dolor asombrado. Y aunque Danglard había visto aquella banal emoción en mil ocasiones, era la primera vez que la encontraba en el flemático rostro de Adamsberg.

El comisario tomó una carpeta nueva del armario, colocó en ella el magro expediente y escribió, limpiamente, un título: «El Tridente n.° 9», seguido de un signo de interrogación. Tendría que ir a Estrasburgo y ver el cuerpo. Lo que frenaría las urgentes gestiones que debía hacer para la misión de Quebec. Decidió confiarlas a Retancourt, puesto que era la más interesada en el proyecto.

– Acompáñeme a casa, Danglard. Si no lo ve, no podrá comprenderlo.

Danglard pasó por su despacho para recoger la enorme cartera de cuero negro, que le hacía parecerse a un profesor de colegio inglés o, a veces, a un cura de civil, y siguió a Adamsberg atravesando la Sala del Concilio. Adamsberg se detuvo junto a Retancourt.

– Me gustaría verla cuando termine la jornada -dijo-. Necesito aliviarme.

– No hay problema -respondió Retancourt levantando apenas los ojos de su archivador-. Estoy de servicio hasta medianoche.

– Perfecto entonces. Hasta esta noche.

Adamsberg había salido ya de la sala cuando escuchó la risa trivial del brigadier Favre, seguida de su voz gangosa.

– La necesita para aliviarse -se rió Favre sarcástico-. Será la gran noche, Retancourt, la desfloración de la violeta. El jefe procede de los Pirineos, no hay quien le gane escalando montañas. Es un verdadero profesional de las cumbres imposibles.

– Un minuto, Danglard -dijo Adamsberg reteniendo a su adjunto.

Regresó a la sala, seguido de Danglard, y se dirigió al despacho de Favre. Se había hecho un repentino silencio. Adamsberg tomó por un lado la mesa metálica y la empujó con violencia. Volcó estruendosamente, arrastrando en su caída papeles, informes y diapositivas que se dispersaron, en un caos, por el suelo. Favre, con el vaso de café en la mano, permaneció así, sin reaccionar. Adamsberg apuntó al borde de la silla e hizo que todo cayera hacia atrás, el asiento, el brigadier y el café, que se vertió en su camisa.

– Retire lo que ha dicho, Favre, discúlpese. Estoy esperando.

Mierda, se dijo Danglard pasándose los dedos por los ojos. Observó el cuerpo tenso de Adamsberg. En dos días, había visto cómo se sucedían en él más emociones nuevas que en años de colaboración.

– Estoy esperando -repitió Adamsberg.

Favre se incorporó con los codos para recuperar algo de dignidad ante los colegas que, ahora, se acercaban furtivamente al epicentro de la batalla. Retancourt, blanco del sarcasmo de Favre, era la única que no se había movido. Pero ya no archivaba.

– ¿Retirar qué? -rebuznó Favre-. ¿La verdad? ¿Qué he dicho? Que era usted un as de la escalada, ¿y no es cierto?