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Con las palmas húmedas, volvió al comienzo del reglamento: deben reunirse catorce fichas. Catorce. Faltaba pues una ficha para terminar la serie del juez.

Adamsberg releía los apellidos y los nombres de las víctimas, buscando la ficha oculta. Simone Matère. Mater como «maternal», como la madre, como un dragón blanco. Jeanne Lessard como lézard, el lagarto, un dragón verde. Los demás nombres se le escapaban. Imposible encontrar en ellos sentido alguno. Ya se tratara de un dragón o de un viento. No sabía qué hacer con Lentretien, con Mestre, con Lefebure. Pero tenía ya cuatro vientos y tres dragones, siete piezas de trece, demasiado para ser una casualidad.

Y advirtió de pronto que, si no andaba errado, si el juez procuraba reunir las catorce fichas de la mano de honores, entonces Raphaël no había matado a Lise. La elección de la joven Autan delataba la mano del Tridente y liberaba la de su hermano. Pero no la suya. El nombre de Noëlla Cordel no evocaba honor alguno. Las flores, recordó Adamsberg, Camille había dicho algo de las flores. Se inclinó sobre el reglamento. Las flores, honores añadidos que se conservan al tomarlos, pero que no entran en la composición de la mano. Adornos en cierto modo, algo fuera de serie. Víctimas suplementarias, permitidas por la ley del Mah-Jong y que por lo tanto no era necesario atravesar con el tridente.

A las ocho de la mañana, Adamsberg esperaba en un café a que abrieran la biblioteca municipal, mirando sus relojes, impregnándose del reglamento del Mah-Jong, repasando los nombres de las víctimas. Naturalmente, habría podido apelar a Danglard, pero su adjunto se habría encabritado, sin duda, ante ese nuevo extravío. Le había hecho pasar por un muerto viviente, luego por un centenario, y ahora por un juego chino. Pero un juego chino muy conocido cuando Fulgence era niño, hasta en el campo y en casa de la abuela de Camille.

Ahora sabía por qué, en su embriaguez, había exigido con insistencia aquel juego a Camille. Había pensado ya en los cuatro vientos, en su habitación del hotel de Richelieu. Había tratado con los dragones. Había conocido el juego que, cada noche, había acompasado la infancia del juez, aquella mano glorificadora ante la mano truncada del padre.

Corrió hacia el edificio cuando abrieron las puertas y, cinco minutos más tarde, dejaba sobre su mesa un grueso diccionario etimológico de los nombres y apellidos de Francia. Con la tensión del jugador cuando lanza los dados, rogando para que salga un triple seis, Adamsberg desplegó su lista de nombres. Había tragado tres cafés para resistir la noche en blanco y sus manos temblaban sobre el libro, como las de Josette. Comprobó primero Brasillier: «Derivado de “brasero” y de “brasa”. El vendedor de brasas». Perfecto, el fuego, un dragón rojo. Luego pasó al sentido oculto de Jeanne Lessard: «Nombre de población, Essart, Essard, o que significa lézard, es decir, “lagarto”». Dragón verde. Más inquieto, la emprendió con Espir, rogando para que se refiriera al viento a través de la respiración. Espir: «Francés antiguo, “soplo”, “aliento”». Un quinto viento, ocho fichas de trece. Adamsberg se pasó la mano por el rostro, con la angustiosa impresión de estar saltando azarosos obstáculos, de que la panza del caballo podía rozar la barra o aplastarse en ella.

El más oscuro estaba ante él. El enigmático Fèvre, que tal vez le hiciera caer de lo alto de su andamio de amasador de nubes. Fèvre: forgeron, es decir, «herrero». Una intensa decepción le oprimió las tripas. Fèvre, un simple y maldito herrero. Adamsberg se apoyó en el respaldo de su silla y cerró los ojos. Concentrarse en aquel herrero, con el martillo en las manos. ¿Forjando las púas del tridente? Abrió de nuevo los ojos. Del libro escolar donde, semanas antes, había examinado la imagen de Neptuno, surgió, al lado, la de Vulcano, el dios del Fuego, representado con los rasgos de un trabajador ante la boca de un ardiente horno. El herrero, el dueño del fuego. Inspiró y, delante de Fèvre, inscribió presuroso a su divino herrero, es decir, su segundo dragón rojo. Y pasó a Lefebure: «Véanse Lefèvre, Fèvre». Lo mismo, y tercer dragón rojo. Un trío. Diez fichas de trece.

Adamsberg dejó caer sus brazos y cerró por un instante los ojos, antes de enfrentarse con los obstáculos de Lentretien y de Mestre.

Lentretien: «Alteración de Lattelin, que significa “lagarto”». «Dragón verde», escribió enfrente, con una letra deformada por la creciente contracción de su mano. Extendió y dobló varias veces los dedos antes de emprenderla con Mestre.

Mestre: «Occitano antiguo, moestre, forma meridional de “maestro”. Diminutivos Mestrel o Mestral, variante de Mistral. Designó el norte expuesto al mistral, el viento maestro». «El viento maestro», escribió.

Dejó el bolígrafo y recuperó el aliento, aspirando de paso una larga bocanada de aquel viento maestro y frío, riguroso, que acababa de cerrar su lista y apaciguar el calor de sus mejillas. Adamsberg clasificó rápidamente la serie: un trío de dragones rojos con Lefebure, Fèvre y Brasillier, dos tríos de vientos con Soubise, Ventou, Autan, Espir, Mestre y Wind, un par de dragones verdes con Lessard y Lentretien, y un par de dragones blancos con Matère y el matricidio. Igual a trece. Siete mujeres y seis hombres.

Faltaba la decimocuarta ficha para consumar «La mano de honores». Que sería un dragón blanco o un dragón verde. Sin duda un hombre, para obtener el equilibrio perfecto entre los dos sexos, entre padre y madre. Dolorido y sudando, Adamsberg devolvió el valioso libro al bibliotecario. Tenía ahora la oscura ganzúa, la llave, la pequeña llave de oro de Barba Azul que abría la puerta de la habitación de los muertos.

Regresó agotado a casa de Clémentine, tenso de impaciencia por lanzar a su hermano aquella llave, más allá del Atlántico, por gritar el final de su pesadilla. Pero Josette no le dio tiempo y le puso de inmediato ante los ojos la nueva versión del descifrado: Adamsberg - trabaja - Gatineau - Outaouaissendero -pasocruza - muchacha.

– No he dormido, Josette, no estoy ya en condiciones de comprender.

– Las letras sueltas del ordenador de Michaël. Me equivoqué en toda la línea y volví a empezar por aou. No hay yogur ni caucho, sólo Outaouais. Y eso es lo que da.

Adamsberg se concentró en las temblorosas palabras de Josette.

– Sendero de paso -murmuró.

– Michaël informaba, en efecto, a un jefe. No estaba usted solo en aquel sendero. Alguien lo sabía.

– Es sólo una interpretación, Josette.

– No existen miles de palabras que tengan ese grupo de vocales. Esta vez estoy segura del descifrado.

– Es notable, Josette. Pero una interpretación nunca tendrá, para ellos, el valor de una prueba, ¿lo comprende? Acabo de arrancar a mi hermano del abismo, pero yo estoy todavía en él, atrapado bajo tres grandes rocas.

– Filtros -corrigió Josette-, bajo tres grandes filtros.

LV

Raphaël Adamsberg encontró el mensaje el viernes por la mañana, un mensaje al que su hermano había llamado «Tierra», por el grito de los marineros, pensó Raphaël, por el grito de los navegantes al descubrir las nebulosas señales de un continente. Tuvo que releer el correo varias veces para atreverse a comprender el sentido de aquella confusa maraña de dragones y vientos, escrita con impaciencia y fatiga, mezclando la oreja del juez, la arena, el matricidio, la edad de Fulgence, la mutilación de Guillaumond, la aldea de Collery, el tridente, el Mah-Jong, la mano de honores. Jean-Baptiste había tecleado con tanta rapidez que se había saltado letras y palabras enteras. En un temblor que llegaba hasta él, transmitido de hermano a hermano, de orilla a orilla, llevado de ola en ola, y que rompía en su refugio de Detroit y desgarraba sin miramientos la red de sombras por la que desplazaba su furtiva vida. No había matado a Lise. Permaneció tendido en su silla, dejando que su cuerpo flotara en aquella ribera, incapaz de descubrir qué sucesión de extrañas piruetas había permitido a Jean-Baptiste exhumar el itinerario de la matanza del juez. De niños, una vez se adentraron tanto en la montaña que ni el uno ni el otro fueron ya capaces de descubrir la aldea, ni siquiera un sendero. Jean-Baptiste había trepado sobre sus hombros. «No llores», le había dicho. «Intentaremos comprender por dónde pasaron los hombres, antes.» Y cada quinientos metros, Jean-Baptiste subía a su espalda. «Por ahí», decía volviendo a bajar.