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Fulgence hizo una mueca de desprecio.

– Hombrecito -repitió-. Contaré hasta cuatro.

Al llegar a dos, Danglard había lanzado el gas y vuelto a tomar la Beretta con la mano derecha. Fulgence se levantó dando un grito y plantó cara a Danglard. El capitán, que veía por primera vez el rostro del Tridente, retrocedió medio segundo y el puño de Fulgence le golpeó en el mentón.

Danglard chocó con violencia contra la pared y disparó, sin alcanzar al juez, que había llegado ya a la puerta. Adamsberg corrió por las escaleras, siguiendo la furiosa huida del anciano. Lo tuvo en su punto de mira por una fracción de segundo y apuntó a la espalda. Su adjunto se reunió con él cuando bajaba el arma.

– Escuche -dijo Adamsberg-. Su coche arranca.

Danglard bajó los últimos peldaños y salió a la calle, con el arma al extremo de su brazo tendido. Demasiado lejos, ni siquiera le daría a los neumáticos. El coche debía de haber esperado al juez con la puerta abierta.

– ¿Por qué no ha disparado, carajo? -gritó subiendo de nuevo los pisos.

Adamsberg estaba sentado en un peldaño de madera, con la Magnum a sus pies, la cabeza gacha y las manos colgando sobre sus rodillas.

– Blanco de espaldas y blanco en fuga -dijo-. No hay legítima defensa. Ya he matado bastante, capitán.

Danglard arrastró al comisario hasta el apartamento. Con su olfato de policía, encontró la botella de ginebra y sirvió dos vasos. Adamsberg levantó su brazo.

– Mire, Danglard. Estoy temblando. Como una hoja, como una hoja roja.

«¿Sabes lo que me hizo, mi chorbo? ¿El puerco de París? ¿Te lo he dicho ya?»

Danglard bebió de un trago su primer vaso de ginebra. Luego descolgó su teléfono mientras se servía, enseguida, otro.

– ¿Mordent? Danglard. Alta protección en el domicilio de Forestier Camille, calle Templiers 23, distrito 4, séptimo piso, puerta izquierda. Dos hombres día y noche, durante dos meses. Hágale saber que yo he dado la orden.

Adamsberg bebió un trago de ginebra; se golpeó los dientes con el borde del vaso.

– Danglard, ¿cómo se las ha arreglado usted?

– Como un poli que hace su curro.

– ¿Cómo?

– Duerma primero -dijo Danglard, atento a los demacrados rasgos de Adamsberg.

– ¿Y qué voy a soñar, capitán? Fui yo el que mató a Noëlla.

«La engañó con falsas promesas. Pobre Noëlla. ¿No te había dicho eso? ¿Mi chorbo?»

– Ya lo sé -dijo Danglard-. Tengo la grabación completa.

El capitán buscó en el bolsillo de su pantalón y sacó unos quince comprimidos desgastados, de formas y colores distintos. Inspeccionó su reserva con mirada experta y eligió una píldora grisácea, tendiéndosela a Adamsberg.

– Tráguese esto y duerma. Vendrá conmigo mañana a las siete.

– ¿Adónde?

– A ver a un policía.

LXI

Danglard había salido de París y conducía con prudencia por una autopista empañada por compactas nieblas. Hablaba a solas, gruñía a solas, rumiando su rabia por no haber podido agarrar al juez. Coche no identificable, controles imposibles. A su lado, Adamsberg parecía indiferente a aquel fracaso, prisionero del sendero. En el corto espacio de una noche, la certeza de su crimen le había envuelto como una momia.

– No lamente nada, Danglard -dijo por fin con una voz neutra-. Nadie agarra al juez, ya se lo dije.

– Lo tenía al alcance de mi mano, maldita sea.

– Ya lo sé. A mí me ocurrió también.

– Soy policía, iba armado.

– Yo también. Eso no cambia nada. El juez se desliza como la arena.

– Corre hacia su decimocuarto crimen.

– ¿Por qué estaba usted allí, Danglard?

– Usted lee en los ojos, en las voces, en los gestos. Yo leo en la lógica de las palabras.

– No le hablé de nada.

– Muy al contrario. Tuvo usted la excelente intuición de avisarme.

– No le avisé.

– Me llamó usted para hablar del niño. «Me gustaría saberlo antes», me dijo. ¿Antes de qué? ¿De ir a ver a Camille? No, ya había ido usted, borracho como una cuba. Telefoneé pues a Clémentine. Cogió el teléfono una mujer de voz temblorosa. ¿Era su hacker?

– Sí, Josette.

– Se había llevado usted el arma y el chaleco. «Volveré», había dicho al besarlas. Arma, besos y seguridades que indicaban su incertidumbre. ¿Antes de qué? Antes de un combate en el que se jugaba usted la cabeza. Con el juez, forzosamente. Y, para ello, no había más solución que exponerse a él, en su territorio. La vieja jugarreta del cebo.

– Del mosquito, eso es.

– Del cebo.

– Como usted quiera, Danglard.

– Donde el cebo, por lo general, es devorado. Paf, y estallido. Y usted lo sabía.

– Sí.

– Pero no lo deseaba, puesto que me avisó de ello. El sábado por la noche, comencé mi vigilancia desde el sótano del edificio de enfrente. Por el tragaluz, tenía una visión perfecta de la puerta de entrada. Pensé que el juez sólo llegaría de noche, eventualmente a partir de las once. Es un simbolista.

– ¿Por qué fue solo?

– Por la misma razón que usted. Nada de carnicería. Me equivoqué o confié en exceso en mí mismo. Le habríamos agarrado.

– No. Seis hombres no detienen a Fulgence.

– Retancourt le habría cerrado el paso.

– Eso es. Se habría lanzado y él la habría matado.

– No llevaba armas.

– Su bastón. Es un bastón-estoque. Un tercio del tridente. La habría empitonado.

– Es posible -dijo Danglard pasándose los dedos por el mentón.

Aquella mañana, Adamsberg le había legado la pomada de Ginette y el maxilar del capitán tenía un fulgor amarillo.

– Es cierto. No lamente nada -repitió Adamsberg.

– Abandoné el escondrijo a las cinco de la madrugada y volví a él la misma noche. El juez apareció a las once y trece. Con un gran desparpajo y tan grande, tan alto, tan viejo que no podía dejar de verlo. Me escondí detrás de su puerta, con el micrófono. Tengo su confesión grabada.

– Y la negación del crimen del sendero.

– También. Levantó el tono diciendo: «Yo no sigo a nadie, Adamsberg. Me adelanto». Lo aproveché para abrir la puerta.

– Y salvar al cebo. Le doy las gracias, Danglard.

– Usted me había llamado. Es mi curro.

– Como entregarme a la justicia canadiense. Es también su curro. Porque nos dirigimos a Roissy, ¿no es cierto?

– Sí.

– Donde me espera un jodido puerco quebequés. ¿Es eso, Danglard?

– Es eso.

Adamsberg se apoyó en el respaldo y cerró los ojos.

– Conduzca lentamente, capitán, con esa bruma…

LXII

Danglard arrastró a Adamsberg a uno de los numerosos cafés del aeropuerto y eligió una mesa apartada. Adamsberg se sentó, con el cuerpo ausente, los ojos estúpidamente fijos en aquel pompón recortado que coronaba la cabeza de su adjunto, como una figura risueña e impropia. Retancourt le habría agarrado en un cuerpo a cuerpo, le habría proyectado como una bala más allá de las fronteras, le habría lanzado a la huida. Era posible aún, pues Danglard había tenido la delicadeza de no ponerle las esposas. Podía aún dar un brinco y escapar, pues el capitán era incapaz de alcanzarle corriendo. Pero la idea de su brazo armado atravesando a Noëlla le arrebataba cualquier pulsión vital. ¿Para qué huir si no podía caminar, petrificado por el terror de golpear de nuevo, de encontrarse titubeando con un cadáver en el suelo? Mejor acabar aquí, en manos de Danglard, que bebía tristemente un carajillo. Centenares de viajeros pasaban ante sus ojos, a la llegada o a la salida, libres, con la conciencia tan limpia como un montón de ropa recién lavada y doblada. Mientras que su conciencia le repugnaba como un jirón de trapo endurecido y sanguinolento.

Danglard levantó de pronto un brazo en señal de bienvenida y Adamsberg no hizo ningún amago de moverse. El rostro vencedor del superintendente era lo último que deseaba ver. Dos grandes manos se cerraron sobre sus hombros.