– Boisvenu se había turbado al contarlo, parecía una gallina mojada -añadió Sanscartier-. Cuando hubo terminado de arreglarse los harapos, el viejo había puesto pies en polvorosa. El vigilante te encontró en la hojarasca, con la cara llena de sangre. Te llevó hasta su pick-up, te tendió dentro y te tapó con una manta. Y esperó.
– ¿Por qué? ¿Por qué no avisó a los puercos?
– No quería que le preguntaran por qué no se había movido. Le era imposible soltar la verdad, no la podía contar. Y si mentía diciendo que se había meado en las botas o echado un sueñecito, le costaría el curro. No contratan a los vigilantes para que se meen como un perro o duerman como un oso. Prefirió callarse la boca y subirte al pick-up.
– Podía haberme dejado allí y lavarse las manos.
– Ante la ley. Pero, a su modo de ver, pensaba que dios le soltaría un buen calvario si veía que dejaba reventar a un tipo, y quiso arreglar su metedura de pata. Con la escarcha que estaba cayendo, podías helarte como un témpano. Decidió ver cómo estabas, con aquel chichón en la frente y la jeringa en el cuerpo. Saber si era un somnífero o un veneno. Lo comprobaría enseguida. Y si la cosa se ponía fea, llamaría a los cops. Te vigiló durante más de dos horas y, puesto que dormías y el pulso era regular, se tranquilizó. Cuando empezaste a dar señales de que estabas despertando, puso en marcha el pick-up, tomó la carretera y te dejó a la salida del camino. Sabía que tú ibas por allí, te conocía.
– ¿Por qué me transportó?
– En el estado en el que estabas, se dijo que no podrías subir por el sendero y que caerías de cabeza al Outaouais helado.
– Un buen tío -dijo Adamsberg.
– Quedaba una gotita de sangre seca en la trasera de su pick-up. Tomé una muestra, ya conoces nuestros métodos. El tipo no se andaba con bobadas, era tu ADN, en efecto. Lo comparé con…
Sanscartier tropezó con la palabra.
– El esperma -completó Danglard-. De modo que entre las once y la una y media de la madrugada, usted no estaba en el sendero. Estaba en el pick-up de Jean-Gilles Boisvenu.
– ¿Y antes? -preguntó Adamsberg, frotándose los fríos labios-. ¿Entre las diez y media y las once?
– A las diez y cuarto, saliste de La Esclusa -dijo Sanscartier-. A y media, tomaste el sendero. No podías llegar a la obra y al tridente antes de las once, cuando Boisvenu te vio llegar. Y no agarraste el tridente. No faltaba ninguna herramienta. El juez llevaba su arma.
– ¿Comprada en el país?
– Eso es. Seguimos la pista. Sartonna se había encargado de la compra.
– Había tierra en las heridas.
– Tienes dura la mollera esta mañana -dijo Sanscartier, sonriendo-. Pero es que no te atreves a creerlo aún. Tu diablo se cargó a la muchacha en la piedra Champlain. Le había dado una cita de tu parte y la esperaba. La golpeó por detrás, luego la arrastró una decena de metros hasta el pequeño lago. Antes de ensartarla, tuvo que romper el hielo del lago lodoso, lleno de hojas. Eso ensució las puntas.
– Y mató a Noëlla -murmuró Adamsberg.
– Mucho antes de las once, tal vez a las diez y media. Sabía hacia qué hora tomabas tú el sendero. Le quitó el cinturón y hundió, luego, el cuerpo en el hielo. Más tarde, fue a sorprenderte.
– ¿Por qué no junto al cuerpo?
– Demasiado arriesgado si alguien pasaba y quería charlar. Del lado de la obra había grandes árboles, podía esconderse fácilmente. Te golpeó en la frente, te drogó y fue a dejar el cinturón junto al cuerpo. El capitán fue el que pensó en los cabellos. Porque nada probaba que había sido el juez, ¿me sigues? Danglard esperaba que hubiera perdido algunos cabellos en los pocos metros que separaban la piedra Champlain del pequeño lago, mientras arrastraba el cuerpo. Podía detenerse para respirar, pasarse la mano por el cráneo. Tomamos muestras de la superficie hasta la pulgada y media de grosor. Había vuelto a helar, después de tu huida. Había muchas posibilidades de que los cabellos no se hubieran dispersado en el hielo. Así me encontré con seis metros cúbicos de aquel montón de mierda, hojas y ramitas. Y eso -dijo Sanscartier señalando la caja-. Al parecer tienes algunos cabellos del juez.
– Encontrados en el Schloss, sí. Mierda, Danglard, ¿Michaël? Había escondido la bolsa en mi casa. En el armario de la cocina, con las botellas.
– Cogí la bolsa al mismo tiempo que los documentos sobre Raphaël. Michaël no sabía que existiese y no la buscó.
– ¿Y qué hacía usted en la alacena?
– Buscaba algo para reflexionar.
El comisario asintió con un gesto, satisfecho de que el capitán hubiera encontrado su ginebra.
– Se dejó también el abrigo en su casa -añadió Danglard-. Encontré dos cabellos en el cuello, mientras usted dormía.
– ¿No lo tiró? ¿Su abrigo negro?
– ¿Por qué? ¿Lo quiere?
– No sé. Es posible.
– Hubiera preferido tener al demonio más que su hábito.
– ¿Por qué me acusó de asesinato, Danglard?
– Para hacerle sufrir y, sobre todo, para que aceptara usted saltarse la tapa de los sesos.
Adamsberg inclinó la cabeza. La perversidad del diablo. Se volvió hacia el sargento.
– ¿No habrás revisado solo los seis metros cúbicos, Sanscartier?
– A partir de entonces, avisé a Laliberté. Tenía el testimonio del vigilante y el ADN de la gota de sangre. Criss, me soltó un buen rapapolvo por las mentiras que le había contado sobre mis enfermedades. Puedo asegurarte que me zurró la badana y me apretó las tuercas. Incluso me acusó de haber sido tu cómplice y haberte ayudado a darte el piro. Hay que decir que yo había puesto los pies en el cepo. Pero intenté hacerle razonar y conseguí que bajara el diapasón. Porque, ya sabes, con el boss el rigor es lo primero. De modo que se le enfrió la sangre y captó que había algo en todo aquello que no cuadraba. De pronto, lo puso todo patas arriba y autorizó la toma de muestras. Y levantó la acusación.
Adamsberg miraba, sucesivamente, a Danglard y Sanscartier. Dos hombres que no le habían abandonado en ningún momento.
– No busques las palabras -dijo Sanscartier-. Regresas de muy lejos.
El coche avanzaba penosamente por los atascos de la entrada a París. Adamsberg se había sentado detrás, medio tendido en el asiento, con la cabeza apoyada en el cristal, los ojos entornados, atento a un paisaje ya conocido que desfilaba ante él, atento a la nuca de los dos hombres que le habían sacado de aquello. Se acabó la huida de Raphaël. Y se acabó la suya. La novedad y la calma eran tales que le abrumaban con una incontenible fatiga.
– No puedo creer que hayas reconstruido esa historia de Mah-Jong -le dijo Sanscartier-. Laliberté estaba pasmado, dijo que era un curro de escuadra y cartabón. Te hablará de ello pasado mañana.
– ¿Viene?
– Es normal que lo hayas olvidado, pero pasado mañana ascienden a tu capitán. ¿Lo recuerdas? Tu pez gordo, Brézillon, invitó al superintendente, para colocar juntos las piezas que faltan.
A Adamsberg le costó creer que, si lo deseaba, podía entrar aquel mismo día en la Brigada. Caminar sin su gorro polar, empujar la puerta, decir buenos días. Estrechar manos. Comprar pan. Sentarse en el parapeto del Sena.
– Busco un modo de agradecértelo, Sanscartier, y no lo encuentro.
– No te preocupes, está resuelto. Vuelvo ahora a Toronto, Laliberté me ha nombrado inspector. Gracias a tu borrachera de la hostia.
– Pero el juez se ha evaporado -dijo Danglard, sombrío.
– Será condenado en rebeldía -dijo Adamsberg-. Vétilleux saldrá de la trena y los demás también, a fin de cuentas, eso es lo que vale.
– No -dijo Danglard moviendo la cabeza-. Está la decimocuarta víctima.
Adamsberg se incorporó y puso los codos en los respaldos de los asientos delanteros. Sanscartier exhalaba un perfume de leche de almendras.