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– Lo digo de verdad, nena. Vístete: nos vamos a inspeccionar el lugar de los hechos. Date prisa.

Cinco minutos después, una Harley rosa subió rugiendo en dirección a la zona de Oppsal. Lo que vieron al llegar era muy distinto a lo que habían presenciado en los demás escenarios. Tres coches de la Policía escupían sus luces azules a su alrededor, sin por ello molestar a la vecindad, a tenor de la multitud de curiosos que se agolpaban, estirando el cuello en busca de alguna noticia. La estación de metro era del tipo que carece de personal de servicio, rodeada por una valla y con un dispositivo tipo compuerta, situado en el lado utilizado por los pasajeros que se apean del tren. El baño de sangre estaba al otro lado, donde los viajeros deben cruzar una caseta para llegar al andén de subida al tren. En total había trece policías, entre ellos Håkon, vestido de uniforme. Hanne recordó que tenía guardia. Se le iluminó la cara en cuanto la vio sortear el precinto que cruzaba en todas direcciones. Cecilie siguió sus pasos sin que la oficial de policía, que las dejó pasar, preguntara por ella.

– Has sido rápida -comentó, sin reparar aparentemente en su acompañante.

Hanne no hizo las presentaciones.

– Una pareja de jóvenes que volvía a casa después de una fiesta lo descubrió -expuso Håkon-. Están muy enamorados, y habían pensado pasar un rato placentero en esta choza.

Las guió hacia una esquina formada por un muro de dos metros de altura y una de las paredes grises de la barraca. El suelo era una mezcla de asfalto viejo y un bosque frondoso de dientes de león que había invadido por completo el recubrimiento grisáceo. Ahora dominaba el negro ensangrentado, cantidades ingentes de sangre.

– Estamos ampliando el espacio de protección de las pruebas que podamos encontrar -dijo, explicando y señalando con el dedo a su alrededor.

Sensato, como si se le hubiese ocurrido a ella. Echó un vistazo al entorno y detectó la presencia de Hilde Hummerbakken, de la patrulla canina. Había engordado unos treinta kilos desde que salió de la academia y caminaba bamboleándose en un uniforme demasiado estrecho, pero poseía el perro más maravilloso del mundo. El animal movía el rabo como una hélice y recorría todo el recinto acordonado de cabo a rabo, parándose aquí y allá, obedeciendo las breves y concisas órdenes de su amo. Se quedaron fascinadas observando las evoluciones del perro. Al cabo de unos minutos, el agente, redondo como una bola, se acercó a ellas. Hanne se agachó para acariciar al perro.

– El autor ha tenido que atravesar la casa -jadeó Hummerbakken-. Está clarísimo, no hay nada a lo largo del vallado. Cairo señala todo el interior de la garita, pero se queda quieto en lo alto de la cuesta. Él o ella conducía un coche. ¿No deberían estos cobertizos estar cerrados por la noche?

– Pues sí -dijo Hanne, incorporándose-. Pero con el número de empleados de tranvías en constante descenso, habrá límites en cuán escrupulosa debe ser su labor. No hay nada que robar aquí, solo es un cobijo vacío.

El agente Hummerbakken se fue a dar otra vuelta con el perro. Hanne tomó prestada una linterna. En medio del área rociada de sangre, alguien había tendido una pequeña franja de cartón, como una escala de desembarco, sin ton ni son. Se adentró pisándola con precaución hasta donde alcanzaba y comprobó que ahí también había un número de ocho cifras incrustado en el muro manchado de sangre. Se giró hacia los demás, se puso en cuclillas y oteó en todas direcciones.

– Lo que me imaginaba -afirmó. Se levantó y volvió sobre sus pasos.

Nadie entendió que quería decir con eso. Cecilie estaba muda ante aquel panorama, y no se había repuesto de la emoción de encontrarse físicamente ahí, en medio de un nido lleno de compañeros de Hanne.

– En un cuadrado de dos metros por dos, es imposible ser visto si te encuentras pegado a una de las paredes -aclaró-. La casa más cercana es la que veis allí. En esta oscuridad, apuesto a que es imposible ver nada de lo que ocurre aquí dentro.

Siguieron su dedo índice, que señalaba una casa sin luces situada en el alto de una loma, a unos trescientos metros de distancia, tal vez más.

– Hola -dijo Håkon de repente, como si no se hubiese percatado antes de la presencia de Cecilie. Alargó su mano-. Me llamo Håkon Sand.

– Cecilie Vibe -le contestó ella con una sonrisa esplendorosa.

Hanne se unió a la brevísima conversación.

– Una amiga mía, estaba de visita, no podía dejarla tirada -mintió, con una sonrisa forzada y se arrepintió terriblemente nada más articular las palabras.

– Y ahora tienes que llevarme a casa -dijo Cecilie con frialdad; saludó a Håkon con un leve movimiento de cabeza y se encaminó hacia la puerta del cobertizo gris.

– No, espera, Cecilie -dijo Hanne, ya muy desesperada. Se dirigió a Håkon hablando en alto, para asegurarse de que su amada la oyera-. De hecho, había pensado invitarte a comer el próximo viernes. Es decir, en mi casa. Y de mi pareja. Así podrás conocer… a mi pareja -finalizó, sin pensar en lo raro que sonaba la repetición de la palabra.

El fiscal adjunto reaccionó como si le hubiese tocado un crucero de tres semanas en el Caribe. Asombrado y feliz.

– Por supuesto. -Ni siquiera se acordó de que, en realidad, tenía una cita con su anciana madre-. ¡Por supuesto! ¡Pero ya hablaremos entonces!

Hanne dejó el baño de sangre en su sitio y salió de la zona cercada siguiendo a Cecilie hasta la moto. No dijo nada. Estaba aterida y no tenía la menor idea de cómo romper el compromiso que acababa de fijar.

– Así que ese era Håkon Sand, parece simpático -balbuceó Cecilie-. Creo que debes hablarle de mí antes de que venga.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada escandalosa, hasta que se percató del entorno tenebroso en el que se encontraba y paró en seco. Luego estuvo desternillándose todo el camino de vuelta a casa.

Domingo, 6 de junio

Por fin: los periódicos se hacían eco. Se sintió satisfecho. Cuando las campanas de la iglesia lo despertaron a las diez, tras cuatro horas de sueño breve pero intenso, se levantó, se puso el chándal y bajó a la gasolinera para averiguar si alguien, además de la Policía, había empezado a interesarse por él.

Era casi más de lo que podía esperar. El titular cubría toda la portada: «Baños de sangre misteriosos en Oslo», con el subtítulo: «La Policía busca víctimas». En una esquina aparecía una pequeña foto que mostraba un coche de Policía, algunas barreras y cinco agentes. En el fondo era decepcionante, poco e insignificante, no tenía mucho sentido fotografiar la esquina empapada en sangre.

«La próxima vez, tal vez», pensó, antes de meterse en la ducha por segunda vez en cinco horas. «La próxima vez.»

Se sentían como dos actores de una serie televisiva norteamericana mediocre. Yacían tumbados en un típico dormitorio de soltero, en una enorme y cutre cama lacada en blanco, los barrotes del cabecero oblicuos y con radio-despertador incorporado. Pero el colchón era bueno. Håkon se tiró de la cama, se puso el calzoncillo con cierta timidez y salió a la cocina. Al rato, volvió con dos vasos de Coca-Cola con hielo y la sonrisa torcida.

– Bueno, se enrolla, ¿no?

A estas alturas, su amigo estaba ya acostumbrado. Era la cuarta vez que Håkon, ruborizado, lo había perseguido insistentemente para pedirle prestado el piso durante unas horas. Le costó mucho la primera vez entender el motivo por el que Håkon no podía usar su propio piso para echar un polvo, pero al final acabó por mofarse y darle las llaves: «Todos tenemos deseos ocultos y extravagantes», confirmó, garantizando cinco horas de ausencia.

Desde aquella vez, no volvió a comentar nada, solo entregaba las llaves con instrucciones acerca del tiempo disponible. Esta vez le preguntó si no conocía a alguien dispuesto a prestarle su apartamento, porque le había surgido algo. Cuando vio el gesto en el rostro de Håkon, cambió inmediatamente de idea. Lo que no sabía es que no era el único que recibía la curiosa petición por parte de Håkon Sand a intervalos irregulares.