No faltaba mucho para la llegada del propietario. Håkon miró discretamente, de soslayo, el reloj, aunque no lo suficiente.
– Sí, ya lo sé -dijo ella-. Habrá que levantarse.
En cuanto se puso de pie, estalló de repente:
– El caso es que estoy harta de esta manera de quedar.
Como si fuera su culpa. No respondió.
– Si te soy sincera, estoy hasta el moño de casi todo -prosiguió, mientras se vestía con meneos bruscos y exagerados.
– Estoy pensando en dejarlo.
Håkon Sand notaba en sus carnes que estaba a punto de estallar.
– ¿Ah, sí? ¿Esto, o te refieres a dejar de fumar?
Fumaba demasiado. Aquel hábito no le irritaba, pero se preocupaba por ella. Pero supuso que no tenía intención de dejar de fumar, sino de dejarlo a él. Solía mencionarlo así, de pasada; aproximadamente, en uno de cada tres encuentros. Antes, él se llevaba siempre un susto de muerte y sentía una profunda desesperación. Ahora mismo, estaba más que nada cabreadísimo.
– Escucha, Karen -dijo-. No puedes seguir actuando así, es hora de que tomes una decisión. ¿Seguimos juntos o no?
La mujer paró de repente y rodeó la cama mientras se abrochaba el pantalón.
– Pero ¿qué dices? -le sonrió-. No me refería a ti o a nosotros, estaba hablando del trabajo. Estoy sopesando dejar el trabajo.
Era sorprendente. Se sentó en el borde de la cama. «¿Renunciar a su trabajo?» Era la socia más joven de un bufete de abogados sumamente acreditado, cobraba un sueldo astronómico, a su entender, y rara vez había dado muestras de algo que hiciera pensar que no estaba a gusto.
– Entiendo -se limitó a decir.
– ¿Qué opinas?
– Pues, opino…
– Olvídalo.
– ¡No quería decirlo de ese modo! Me apetece hablar del tema.
– No, déjalo, de verdad. No hablemos de eso ahora. Otro día, tal vez.
Se dejó caer a su lado encima de la cama.
– Estoy pensando en ir a la cabaña el viernes, ¿quieres venir?
Sensacional, juntos en la cabaña. Dos días y medio juntos, todo el tiempo, sin esconderse. Sin tener que levantarse y separarse, cada uno a lo suyo, después de haber hecho el amor. Sensacional.
– Con mucho gusto -farfulló.
Entonces se acordó de que su cabaña ya no existía. Le había quedado como recuerdo una quemadura alargada y fea, en la pantorrilla, tras el incendio que asoló la casa hasta los cimientos hacía seis meses. A veces todavía le dolía la herida.
– Bajo las estrellas -dijo en un tono seco-. No es mi cabaña, sino la del vecino. Así podemos limpiar a ratos el terreno incendiado…
Entonces él se acordó de otra cosa. Había aceptado la, cuando menos, inesperada invitación para comer en casa de Hanne Wilhelmsen.
– ¡Mierda!
– ¿Qué pasa?
– Tengo una cita, una comida. Hanne Wilhelmsen me ha invitado a su casa.
– ¿Hanne? Creí que no os veíais fuera del horario de trabajo.
Karen sabía quién era Hanne. La conoció unos meses atrás; de hecho dejó en ella una huella profunda. Además, Håkon no podía detallar ninguna anécdota del trabajo sin dejar de nombrar a la subinspectora. Pero nunca había pensado que fueran algo más que colegas.
– Y no lo hacemos, hasta ahora. De hecho, me invitó anoche.
– ¿No puedes cancelarlo? -dijo, acariciándole el pelo.
Durante un instante tuvo un «por supuesto» en la punta de la lengua, pero sacudió la cabeza. Ya había dejado tirada a su madre en detrimento de Hanne, la familia era otra historia. Pero no podía decirle no a Hanne solo porque había aparecido una opción más tentadora.
– No, no puedo hacer eso, Karen, dije que estaría encantado de ir.
Se hizo el silencio entre los dos. Entonces ella sonrió y acercó su boca hasta la oreja del hombre. Él notó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
– Eres una ricura -susurró-. Un maravilloso y honesto buenazo.
La joven madre estaba deshecha. No encontraba a su niño. Corría ciegamente de un lado a otro, por los caminitos de la vieja y estropeada urbanización, se colgaba de los setos de todos los jardines gritando con desesperación.
– ¡Kristoffer! ¡Kristoffer!
Se había quedado traspuesta con el calor estival. Lo había visto justo después de comer: albóndigas con puré de patatas en salsa y repollo dulce. El chiquillo, de tres años, se había empecinado en comerse solo el puré de patatas con la salsa. Hacía demasiado calor para broncas con un niño que estaba en la edad en que los críos se muestran obstinados en todo. Además, era domingo y necesitaba un poco de paz y tranquilidad.
Al finalizar la comida, se llevó un libro y se echó en la tumbona en la parte trasera de la encantadora y antigua casa que alquilaban a su tío. Estaba expuesta a las corrientes de aire y le faltaba poco para venirse abajo; además, era todo menos práctica para que un niño viviera en ella, pero el alquiler era irrisorio y la barriada tranquila y sin tráfico. Dejó al crío en la zona para jugar con arena que su tío, atentamente, había armado en el jardín de detrás de la casa. Se lo estaba pasando en grande. Ella se durmió.
En ese momento, la mujer se sentía presa del pánico y lloraba. Intentó centrarse diciéndose a sí misma que era imposible que el niño pudiera haber llegado muy lejos durante la escasa media hora en que se había quedado dormida.
«Piensa», se repetía a sí misma, intensamente, apretando las dos mandíbulas. «Piensa, adónde suele ir. Adónde puede ir que sea a la vez intrigante y prohibido.»
Muerta de miedo, pensando en la primera de sus dos opciones, se detuvo y se giró en dirección a la autopista que pasaba volando a trescientos metros al pie de la vertiente, donde se hallaban las casitas antiguas con sus jardincitos. No, no podía haber bajado hasta allí, era imposible.
Una señora mayor, que llevaba un vestido de faena y unos guantes de jardín, estaba ocupada con un seto cuando dobló la esquina a ciento cincuenta metros de casa.
– ¿Has perdido a Kristoffer? -preguntó, aunque era obvio, ya que la mujer no había parado de gritar el nombre de su hijo desde que había salido de casa.
– Sí, bueno, no, no está perdido, es que no lo encuentro.
La sonrisa era forzada, y la anciana se quitó los guantes con resolución.
– Ven, te ayudaré. Seguro que no ha ido muy lejos -añadió, para consolarla.
Formaban un pareja de lo más estrafalaria. Una era puro nervio, de piernas largas y pecosas, y corría de un lado a otro de las calles. La otra mujer procedía de un modo más sistemático, parecía balancearse por el asfalto, y llamaba a cada casa y se tomaba el tiempo de preguntar a los vecinos si habían visto al pequeño Kristoffer.
Al final llegaron a lo alto del cerro sin que vieran al niño. Nadie lo había visto. Delante de las dos mujeres solo quedaba la linde del bosque: una, desconcertada y preocupada; la otra, totalmente fuera de sí.
– ¡¿Dónde puede estar?! -lloraba-. Le da miedo entrar solo en el bosque, a lo mejor ha bajado por la pendiente hacia la carretera.
Solo la idea la aterrorizaba. No podía dejar de llorar.
– Bueno, bueno, serénate, no aceptemos las desgracias por anticipado. Si algo hubiese sucedido allí abajo, habríamos oído la ambulancia hace rato.
– ¡Mamá!
Un chiquillo de apenas tres años y radiante de alegría salió tambaleándose sobre sus piernecillas morenas, con un cubo en una mano y una pala de plástico en la otra. Salía del camino ajardinado de entrada a una casa, si aquello podía llamarse camino ajardinado. La casa, situada en lo más alto de la colina y cercana al bosque, llevaba deshabitada diez años: su terreno, en mal estado, no dejaba lugar a dudas. Si no fuera porque el camino de acceso estaba recubierto con una espesa capa de grava de grano fino, se confundiría con el jardín selvático.