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Estaba saliendo poco a poco del tremendo estado de shock que la había embargado. Una paz ponderada y casi liberadora iba reemplazando al vacío que había sentido. Tras concentrarse durante unos minutos para armarse de valor y salir de la Estación Central con la total certeza de que el violador había bajado al andén con su acompañante, se quedó de pie en la parada de los taxistas a contemplar la ciudad. Fue consciente, por primera vez desde hacía más de una semana, en el tiempo. Llevaba demasiada ropa. Se quitó el jersey y lo guardó en su bolso de bandolera. Se arrepintió de no haber traído la mochila, era mucho peso para un solo hombro.

Por una vez, no había cola para coger un taxi. Todos los que salían de la estación y no llevaban mucho equipaje hacían como ella. Se quedaban fascinados por el agradable calor de la calle después de abandonar el vestíbulo refrigerado, estiraban los brazos para atrapar el buen tiempo y decidían seguir andando el resto del camino. Vio a un conductor de piel oscura que se apoyaba en el capó de su coche y que estaba leyendo un periódico extranjero. Se acercó a él, le dio las señas de su padre y le preguntó cuánto creía que podía costar la carrera. «Aproximadamente, unas cien coronas», respondió. Le dio un billete de cien coronas y el bolso, y se aseguró de que había entendido bien la dirección y le pidió que dejara el bolso debajo de la escalera.

– Es una casa blanca, grande y con las esquinas pintadas de verde -le indicó, hablando por la ventanilla del copiloto mientras el conductor metía la primera marcha del coche.

Un brazo desnudo y velludo saludó por la ventana cuando el Mercedes dobló la esquina.

Acto seguido, empezó a caminar hacia el barrio de Homansbyen.

Odiaba profundamente a ese hombre. Desde que la destrozó aquel sábado por la noche, hacía una interminable semana, no había sentido otra cosa que impotencia y pena. Había deambulado por las calles durante horas en un torbellino de sentimientos que no conseguía ordenar. Dos días atrás, se había colocado junto a las vías del metro, cerca de la estación de Majorstua, a la altura de una curva a la salida de un túnel, invisible para todo el mundo, incluso para el conductor del tren. Había permanecido tiesa escuchando la llegada de los vagones, a tan solo un metro de las vías. Cuando el conductor del metro apareció en la boca del túnel, ella ni siquiera había oído el estridente pitido. No se movió, impertérrita, aunque tampoco sopesó la idea de tirarse a las vías. El tren pasó como una exhalación y la ráfaga fue tan potente que tuvo que dar un paso hacia atrás para mantener el equilibrio. Aun así, solo mediaron escasos centímetros entre su cara y el tren que retumbó a su paso.

No era ella quien no merecía vivir, sino él. Cuando llegó a su apartamento, dudó unos segundos delante de la entrada, pero finalmente entró y cerró la puerta con llave.

El piso seguía como antes. Le pareció extraño que fuera tan agradable y acogedor, tan hogareño. Recorrió el piso, despacio, tocando todas sus cosas, acariciando todas sus pertenencias, y notó que una ligera capa de polvo lo cubría todo. A la luz del día, fuerte y brillante, vio que las partículas de polvo bailaban una especie de danza de bienvenida por su regreso a casa. Abrió la nevera con cuidado y con mucho recelo. El olor era muy intenso. Tiró toda la comida caducada y podrida: un queso, dos tomates y un gelatinoso pepino. Dejó la bolsa de basura en la entrada para no olvidarla cuando se marchara.

La puerta del dormitorio estaba abierta. Vacilante, se acercó por el pasillo a la puerta que abría hacia fuera, es decir, hacia ella, cosa que le impedía ver el interior. Después de meditar un rato, entró.

Se preguntó quién había vuelto a poner los edredones en su sitio, cuidadosamente doblados, junto con las almohadas, al pie de la cama y contra los barrotes. La ropa de cama que ella misma retiró se había evaporado. La estaban, sin duda, analizando.

Sin quererlo, sus ojos se posaron sobre las dos bolas de pino que adornaban el ápice de las dos patas de la cama, situadas en las dos esquinas inferiores de esta. Incluso desde la puerta, podía entrever el reborde oscuro que había provocado el alambre de acero atado a la pata. Ya no estaba. De hecho, no había nada en aquel pequeño y encantador apartamento que fuera testigo de lo que ahí había ocurrido el sábado 29 de mayo. Nada, salvo ella misma.

Tanteando, se sentó en la cama. Rebotó de un salto, tiró los edredones al suelo y clavó la mirada en el centro del colchón. Pero tampoco ahí apareció nada de lo que ya sabía que estaba ahí desde antes; unas manchas reconocibles cuya procedencia conocía perfectamente. Volvió a sentarse.

Odiaba intensamente a aquel hombre. Un odio pleno y liberador, como una barra de acero a lo largo de toda la columna vertebral. No había tenido esa sensación hasta ese día. Había visto a aquel individuo caminar vivito y coleando, como si nada hubiese sucedido, como si su vida fuera solo una nimiedad que él había arruinado un sábado por la noche cualquiera. Era una bendición. Ahora tenía alguien a quien odiar.

Ya no era un monstruo abstracto al que era imposible poner cara. Hasta ahora no había sido una persona, solo una dimensión, un fenómeno. Algo que había entrado en su vida para barrerlo todo, como un huracán de esos que suelen asolar el oeste del país, o como un tumor cancerígeno; algo contra lo que era imposible escudarse, algo que alcanzaba a las personas de vez en cuando, pero de un modo totalmente indefectible y fuera de cualquier control.

Pero eso se acabó. Era un hombre, una persona que había decidido inmiscuirse en su vida. Podía haberlo evitado, podía haber optado por no hacerlo, podía haber elegido a otra. Pero la eligió a ella. Los ojos bien abiertos, con todos los sentidos alerta y con plena conciencia.

El teléfono estaba en el mismo lugar de siempre, encima de una mesa de pino al lado de un despertador y una novela policiaca. Sobre una balda a la altura del suelo, localizó el listín telefónico. Encontró fácilmente el número y pulsó las ocho cifras. Cuando, tras muchos rodeos, creyó dar con el departamento en cuestión, consiguió hablar con una señora muy amable.

– Buenos días, mi nombre es… Me llamo Sunniva Kristoffersen -dijo, presentándose-. Estuve en la Estación del Este, no, quiero decir en la Estación Central, hoy. Tuve un ligero percance y uno de sus empleados que andaba por ahí me prestó su ayuda con muchísima amabilidad, a eso de las 10.30. Alto, con muy buena presencia, muy ancho de espaldas, el pelo claro y el flequillo un poco despoblado. Me gustaría tanto agradecérselo, pero me olvidé de preguntarle el nombre. ¿Tiene una idea de quién puede ser?

La empleada lo identificó enseguida. Le proporcionó un nombre y le preguntó si quería dejar algún mensaje.

– No, gracias -contestó apresuradamente Kristine-. Creo que le enviaré unas flores.

Finn Håverstad había acudido hacía unos años a una fiesta en la cual conoció a un reportero del Dagsrevyen, el informativo de la cadena pública danesa. Era una persona notoria, galardonada con el Narvesenprisen por la investigación que emprendió, en busca y captura de un armador que había robado y actuado fraudulentamente con bonos del Estado. El hombre había sido amable, y el dentista había disfrutado de su conversación. Tenía una idea preconcebida muy imprecisa acerca de su labor: creía que ese tipo de periodismo de investigación se basaba en encuentros furtivos y reuniones secretas, a altas horas de la madrugada. El reportero fortachón se había reído cuando le había preguntado si era así.