– ¡El teléfono! ¡El noventa por ciento de mi trabajo se basa en conversaciones telefónicas!
Ahora empezaba a entenderlo. Es increíble todo lo que uno podía conseguir con el genial invento de Bell. En el pequeño bloc de notas ante él tenía el nombre de seis propietarios de vehículos que habían estado aparcados en un corto tramo de calle en el barrio de Homansbyen la madrugada del 29 al 30 de mayo.
Cuatro eran mujeres, aunque no tenía por qué significar algo concreto. Podía haber sido el marido, el hijo o, incluso, un ladrón de coches quien hubiera utilizado el vehículo. Pero, como punto de partida, decidió apartarlas en un primer momento. Solo quedaba un coche. Marcó el número de la comisaría de la región de Romerike y se presentó.
– Como se lo estoy contando, algún sinvergüenza me ha jugado una mala pasada -le dijo indignado al policía que había contestado a su llamada-. Aparqué en la estación de ferrocarril; cuando volví, el coche tenía un golpe y un rayón en la pintura. Menos mal que una joven apuntó la matrícula. El tío no dejó ningún aviso, claro está. ¿Me podría ayudar con esto?
El policía manifestó una total comprensión por el problema, anotó la matrícula, dijo «Un momento» y a los dos minutos estuvo en condiciones de poder proporcionarle la marca del coche, su propietario y su dirección. Finn se deshizo en elogios y agradecimientos.
Ahora los tenía a todos. En primer lugar, había intentado con Brønnøysund, pero fue imposible contactar con ellos. Al final, lo más sencillo fue recurrir a la historia del atropello. Llamó a siete comisarías distintas para no levantar sospechas. Que lo hubieran atropellado siete coches era poco creíble.
La única pega era que en los registros de la Policía no figuraba el color de los vehículos. Además, sin duda era necesario volver a comprobar las direcciones, ya que podían haber cambiado desde que los coches fueron registrados. Para mayor seguridad, llamó a todos los registros civiles. Las esperas eran interminables.
Ya no le faltaba nada. Los registros civiles le habían facilitado las fechas de nacimiento, un detalle al que no le había dado importancia.
Cuatro eran las mujeres que había apartado a un lado. Uno de los hombres había nacido en 1926, demasiado viejo, aunque podía tener un hijo de la edad adecuada, pero también lo descartó. Solo quedaban dos. Ambos vivían en la región de Oslo. Uno en Bærum y el otro en Lambertseter.
No estaba contento. Al contrario. La ansiedad que anidaba en su pecho permanecía. Sentía un nudo en el estómago. Estaba muerto de cansancio, pues había dormido muy poco últimamente. La diferencia era que ahora tenía algo concreto a lo que hincarle el diente. Iba a enfrentarse con alguien odioso.
Juntó sus apuntes, se los guardó en el bolsillo trasero del pantalón y se fue a la calle, a comprobar quiénes eran aquellos dos hombres.
Cecilie había aceptado sin rechistar otra noche de trabajo, estaba de buen humor. No así Hanne. Eran casi las siete y se encontraba en la sala de emergencias junto con Håkon y el inspector Kaldbakken. Los demás se habían ido a casa. Aunque trabajaban todos bajo la misma presión, no era motivo para agotar a la gente tan pronto.
Ella, fiel a su método, había esbozado todo el caso. Una pizarra blanca dominaba la estancia desde el centro. Había trazado una línea del tiempo que se iniciaba el 8 de mayo y se alargaba hasta aquel mismo día.
Cuatro masacres de los sábados en cinco semanas, ninguna el 29 de mayo.
– Puede ser, simplemente, que no la hayamos descubierto -dijo Håkon-. Tal vez sí que se haya producido.
Kaldbakken pareció estar de acuerdo, tal vez solo porque quería irse a casa. Estaba cansado y, para colmo, había pillado un resfriado de verano que no ayudaba precisamente a sus vías respiratorias.
– Existe, a su vez, otra posibilidad -dijo Hanne, frotándose la cara con insistencia. Se acercó a la ventana estrecha y se quedó de pie, mirando a la calle, contemplando el ocaso de la noche estival sobre la capital. Nadie dijo nada durante un buen rato-. Ahora estoy del todo segura -proclamó de repente, y se dio la vuelta-. Sucedió algo el sábado 29 de mayo. Pero no fue ninguna «masacre del sábado». -A medida que hablaba, crecía su ánimo. Era como si quisiera convencerse a sí misma antes que a los demás-. Kristine Håverstad -exclamó-. ¡Kristine Håverstad fue violada el 29 de mayo!
Nadie intentó discutirlo, pero tampoco entendían qué tenía que ver eso con el caso.
– ¡Tenemos que irnos! -casi gritó-. ¡Te espero en casa de Kristine!
El primero, el de Lambertseter, ese era imposible que fuera el sospechoso. El coche no era de color rojo. Por otro lado, es posible que el anciano del segundo se hubiera equivocado. Aunque había observado la presencia de un coche rojo, las anotaciones de E dejaban bien claro que ese día hubo varios coches desconocidos aparcados en esa calle durante toda la noche.
No, lo determinante era el aspecto del tipo. El desconocido llegó en coche a las cinco y media. Finn vio el vehículo de inmediato, apareció a la salida de una curva y entró en una urbanización tranquila con calles estrechas sin asfaltar. El coche estaba recién lavado y la matrícula se podía leer perfectamente. El hombre parecía tener mucha prisa, porque no se preocupó de meter el coche en el garaje. Cuando salió del Volvo, pudo distinguirlo con mucha claridad, a una distancia de quince metros y con inmejorables vistas al chalé de nueva construcción.
Tenía la altura correcta, alrededor del metro ochenta y cinco. Pero estaba completamente calvo, solo una estrecha corona de pelo alrededor de una enorme luna indicaba que había sido rubio desde sus años mozos. Además estaba gordo.
Ya solo faltaba uno, el hombre de Bærum. Iba a tardar mucho en llegar al lugar y, en el peor de los casos, no le daría tiempo a verlo ese día. Eran más de las siete de la tarde y era muy probable que el tipo estuviera ya en su casa, de vuelta de su trabajo. Håverstad aparcó su propio coche en fila, detrás de otros vehículos situados a lo largo de aquella carretera medianamente transitada. La dirección correspondía a un chalé adosado, y cada vivienda disponía de una rampa de entrada a un garaje desde la carretera. Cuando llegó a su destino, estuvo dudando sobre dónde colocarse para esperar. Caminando por los alrededores acabaría llamando la atención, porque la zona era muy abierta y la gente circulaba hacia o desde un lugar concreto. No había ningún sitio cerca donde fuera natural permanecer durante un tiempo, ningún banco para sentarse a leer el periódico ni ningún parque infantil para quedarse a mirar cómo juegan los niños. Tampoco es que fuera una muy buena idea, en los tiempos que vivían, pensaba él.
El problema se solucionó cuando un joven apareció y se sentó detrás del volante de un Golf aparcado cerca del lugar. En cuanto el vehículo se alejó, deslizó su propio coche en el hueco libre. Encendió la radio, bajó el volumen y se hundió en el asiento.
Había empezado ya a elucubrar un plan alternativo. Podía llamar a la puerta para preguntar algo o para vender cualquier cosa, pero al fijarse en la ropa que llevaba, se dio cuenta de que no tenía ni de lejos aspecto de comercial; además, no tenía nada que ofrecer.
A las ocho menos veinte llegó el coche. Un Opel Astra de color rojo intenso. Tenía los cristales tintados, lo que impidió que pudiera ver al conductor. La puerta del garaje debía de ser automática, porque cuando el Opel enfiló la rampa, empezó a levantarse lentamente. Lo hizo demasiado despacio, al menos para el conductor, que, impaciente, hacía rugir el motor, esperando a que la abertura fuera lo suficientemente grande para meter el vehículo.
A los pocos segundos, el hombre salió por el portón y se giró enseguida hacia la boca abierta del garaje. Håverstad observó que sostenía un aparatito, quizás el mando de la puerta. El mecanismo se cerró y el tipo saltó por encima de un pasillo enlosado en dirección a la entrada del adosado.