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Desde luego que lo era. Se iba acercando a su despacho a golpe de bromas y gritos y ella lo oía venir desde lejos. Cuando la vio asomar la cabeza por la puerta para recibirlo, soltó una retahíla de piropos sin la menor alusión a lo que había ocurrido unas horas antes. Tampoco parecía tan cansado. Todo seguía como antes, o casi.

Cuando Hanne vio entrar a Cato Iversen, notó una fuerte punzada en el estómago. No se asemejaba del todo al retrato robot, pero respondía bastante bien a la descripción que hizo Kristine Håverstad de su agresor. Ancho de espaldas y rubio, con entradas profundas. No era especialmente alto, pero el cuerpo musculoso le concedía un aspecto macizo. Estaba bronceado, como tanta gente en aquellos días, casi todos, salvo los currantes de la Jefatura de Policía de Oslo.

Billy T. ocupaba con su presencia casi todo el despacho, así que, añadiendo a Cato Iversen y a Hanne, la habitación estaba a rebosar. Billy T. se posicionó de espaldas a la ventana, sentado sobre el alféizar. A contraluz, su silueta cobraba proporciones gigantescas de contornos afilados y sin rostro. Hanne ocupaba su puesto habitual.

Cato Iversen mostraba signos inequívocos de cierto nerviosismo, aunque dichas señales seguían sin significar ni una cosa ni otra. Tragaba saliva constantemente, se movía inquieto en la silla y puso al descubierto una curiosa e incesante manía de rascarse el dorso de la mano izquierda con la mano derecha.

– Como, sin duda, ya sabrá -empezó diciendo ella-, no acostumbramos a utilizar grabadoras durante la toma de declaración de los testigos.

Él lo desconocía.

– Pero ahora lo haremos -prosiguió, con una leve sonrisa, y apretó a la vez dos botones de una pequeña grabadora que había sobre el escritorio. A continuación, colocó el micrófono de modo que señalara un punto aleatorio del cuarto-. Comenzaremos con los datos personales -decidió la mujer.

Él se los proporcionó y ella, a cambio, le informó de que no estaba obligado a prestar declaración, pero que tenía que ser sincero en todo lo que dijera, en el caso de que accediera a hablar.

– ¿Tengo derecho a un abogado? -Se arrepintió en el momento de formular su pregunta e intentó retractarse con una sonrisa insustancial, un movimiento evasivo de cabeza y un carraspeo. Acto seguido, empezó a rascarse febrilmente una picadura de mosquito imaginaria en su mano izquierda.

– Abogado, Billy T. -dijo Hanne, dirigiéndose a la bestia sentada en el marco de la ventana-. ¿Necesita nuestro amigo un abogado?

Billy T. no dijo nada, solo sonrió, pero Iversen no pudo ver ese detalle, pues desde su posición, el hombre seguía siendo un perfil negro con el fondo azul cielo del exterior.

– No, no, no lo necesito. Era solo una pregunta.

– Es usted un testigo, Iversen -le aseguró Hanne, en un intento desproporcionado de tranquilizar al hombre-. ¿Para qué va a necesitar un abogado?

– Pero ¿de qué se trata?

– Todo a su debido tiempo.

Una sirena bajaba aullando por Åkebergveien, inmediatamente seguida de otra.

– Mucho trabajo con este tiempo -explicó Hanne-. ¿Dónde trabaja usted?

– En UDI. La Dirección General de Extranjería.

– ¿Cuál es su función allí?

– Soy lo que se llama un tramitador de expedientes, un funcionario del cuerpo técnico.

– Ajá. ¿Y qué hace un tramitador de expedientes?

– Me encargo de la tramitación de expedientes. -Era evidente que el tipo no había pretendido ser borde, porque tras una breve pausa añadió apresuradamente-: Recibo las solicitudes de permiso de residencia que la Policía ha ultimado. Nosotros somos la primera instancia a la hora de tomar una decisión y elaborar un primer dictamen.

– ¿Asuntos relacionados con refugiados?

– Entre otras cosas. Reagrupación familiar, estancias académicas. Trabajo solo con temas procedentes de Asia.

– ¿Le gusta su trabajo?

– ¿Si me gusta?

– Sí, ¿le parece un trabajo ameno?

– Ameno, bueno, lo que se llama ameno…

Reflexionó un instante.

– Supongo que es un trabajo como cualquier otro. Acabé la carrera de Derecho el año pasado y uno no siempre puede elegir. El trabajo está bien.

– ¿Y no da pena tener que echar a todos esos pobrecitos?

Se estaba quedando a cuadros. No esperaba que los policías tuvieran esa actitud.

– No, pena, no -murmuró-. Es el Congreso quien decide, solo llevamos a cabo lo que se aprueba allí dentro. Además, no todo el mundo es expulsado, ¿sabe?

– Pero sí la mayoría, ¿no?

– Bueno sí, tal vez la mayoría.

– ¿Qué opinión le merecen los extranjeros?

De pronto, se repuso del asombro.

– ¡Pero, bueno! -dijo, incorporándose en la silla-. Ya es hora de que me cuenten de qué va todo esto.

Los dos policías se miraron y Billy T. asintió débilmente con la cabeza. Iversen se percató del gesto.

– Estamos trabajando un caso de suma gravedad que nos trae de cabeza -le contó Hanne-. Las masacres de los sábados, ¿habrá leído algo en los periódicos?

En efecto, había leído cosas. Asintió y empezó a rascarse de nuevo.

– En cada escenario bañado en sangre hallamos una sucesión de números. Números NCE. El domingo encontramos un cuerpo que, posiblemente, es de origen asiático. Y ¿sabe qué? -Lo dijo incluso con cierto entusiasmo y sacó una hoja de la pila que tenía delante-. ¡Dos de esos NCE corresponden a expedientes que usted tiene actualmente sobre la mesa!

El nerviosismo del hombre iba en aumento. Hanne constató que estaba intranquilo.

– De hecho, somos muy pocos los que trabajamos con casos relacionados con Asia -dijo prontamente-. No hay nada de extraño en ello.

– Ah, ¿no?

– Quiero decir que le sorprendería la cantidad de casos que pasan por nuestras manos cada año. Centenares de tramitaciones para cada uno de nosotros. Puede que hasta miles -agregó enseguida, quizás en un intento de darle más fuerza al argumento.

– Entonces podrá sin duda ayudarme, gracias a la experiencia que atesora. ¿Cómo procesa realmente estos casos? Quiero decir, de un modo administrativo, ¿está todo informatizado?

– Sí, todo está guardado en soporte informático. Pero también tenemos archivos, ¿sabe? De papel, quiero decir, interrogatorios, cartas y tal.

– ¿Y en esos informes aparece toda la información acerca de cada uno de los refugiados o demandantes de asilo?

– Sí, bueno, al menos todo lo que necesitamos saber.

– ¿Cosas como con quienes llegaron al país, situación familiar, si conocen a alguien aquí, por qué llegaron precisamente a Noruega, todas esas cosas? ¿También salen esos datos en los archivos?

El hombre se removió de nuevo en la silla y parecía estar ponderando la respuesta.

– Sí, toda esa información está incluida en los interrogatorios policiales.

Hanne lo sabía perfectamente. Esa misma mañana, había estado repasando durante una hora los interrogatorios de las cuatro mujeres.

– ¿Son muchas las mujeres que llegan solas?

– Algunas. Otras se traen a la familia, y otras ya tienen a familiares viviendo aquí.

– Y algunas se esfuman, he oído.

– ¿Se esfuman?

– Sí, desaparecen del sistema sin que nadie conozca su paradero.

– Ah, vale, ese tipo de desaparición… Sí, ocurre.

– ¿Y qué hacen con esos casos?

– Nada.

Billy T. levantó su masa corpulenta del alféizar. Tenía el trasero congelado, tras permanecer sentado durante veinte minutos encima del desgastado aparato de aire acondicionado. Se movió lentamente rodeando a Hanne y se quedó de pie, apoyando el brazo en una estantería esmaltada y mirando al testigo.

– Ahora vamos a ir directos al grano, Iversen -dijo-. ¿Dónde suele estar usted los fines de semana?

El hombre no contestó. La picazón se hizo tangible.

– Basta ya con eso -ordenó Hanne, irritada.