El humo formaba densas capas en la habitación. El hombre liaba sus cigarrillos y escupía tabaco entre murmullos apagados.
– En aquel entonces teníamos dos o tres violaciones al año, menudo revuelo. Pero siempre pillábamos al hijo de puta. La mayoría de los que trabajaban aquí eran hombres. Las violaciones era lo que más odiábamos, todos, y no nos rendíamos hasta cogerlos.
Aquello era nuevo para Hanne. Había trabajado con el inspector Kaldbakken durante siete años y nunca habían hablado de algo que fuera más íntimo que una gastroenteritis. Por alguna razón, le pareció una mala señal.
Kaldbakken respiraba con dificultad y ella oía ruidos de gorgoteo en sus extenuados bronquios.
– Pero, por lo general, ha sido estupendo estar en la Policía -dijo, con la mirada soñadora y perdida en la habitación-. Cuando te acuestas por la noche, sabes que eres uno de los chicos buenos. Y de las chicas buenas -añadió, con una sonrisa prudente-. Da sentido a la vida, al menos hasta ahora. Después de esta primavera, ya no sé qué pensar.
Hanne lo comprendía muy bien; era cierto, aquel era un año horroroso, para olvidar. En su caso, le iban relativamente bien las cosas. Tenía treinta y cuatro años; apenas era una recién nacida cuando Kaldbakken, muy tieso, con su uniforme tan bien planchado, patrullaba las calles tranquilas de Oslo. A ella le quedaba un buen trecho del camino por recorrer; a Kaldbakken no. Empezó a cavilar sobre la edad de su jefe. Aparentaba tener más de sesenta…, pero no, debía de ser más joven.
– No tengo fuerzas para más, Hanne -farfulló.
Le asustaba que la llamara por su nombre de pila. Hasta la fecha, para él no había sido más que Wilhelmsen.
– Eso son tonterías, Kaldbakken… -intentó replicar, pero se calló cuando él la paró con un movimiento de mano.
– Sé cuando ha llegado la hora de dejarlo. Yo…
Un tremendo y terrible ataque de tos se apoderó de él; duró mucho, de un modo inquietante, mucho. Finalmente, Hanne se levantó con timidez y puso la mano sobre su hombro.
– ¿Puedo ayudarlo? ¿Quiere un vaso de agua o algo?
Cuando él se echó hacia atrás en la silla, jadeando en busca de aire, se asustó seriamente. La cara de su jefe era de color gris pálido y estaba empapada de sudor. Se tumbó a un lado jadeando y cayó al suelo como un saco. Al caer, crujió de un modo repulsivo.
Hanne pasó por encima del cuerpo encogido, logró volcarlo de espaldas y pidió auxilio.
A los dos segundos nadie había respondido a su llamada, así que abrió la puerta de una patada y gritó de nuevo.
– ¡Que alguien llame a una ambulancia, leches! ¡Llamad a un médico!
Acto seguido, intentó reanimar a su viejo y consumido jefe practicándole el boca a boca. Dos respiraciones y a continuación un masaje cardiaco. Dos respiraciones y otro masaje cardiaco. La caja torácica del hombre crujía; se había roto un par de costillas.
Erik se presentó en la puerta, desconcertado y más rojo que nunca.
– ¡Masaje cardiaco! -le ordenó, mientras ella se concentró en la respiración.
El jovencito apretó y apretó, mientras que Hanne soplaba y soplaba. Pero cuando a los nueve minutos los de la ambulancia llegaron, el inspector Hans Olav Kaldbakken había muerto. Solo tenía cincuenta y seis años.
Sentada en una habitación desapacible e inhóspita, en un hotelito de Lillehammer, se encontraba la pequeña mujer iraní, vecina de Kristine, completamente desolada. Estaba sola, lejísimos de su casa y no tenía a nadie a quien pedir consejo. Eligió Lillehammer al azar. Estaba lejos, pero el tren hasta allí no era demasiado caro, además había oído hablar del Maihaugen, el mayor museo de Noruega, que albergaba exposiciones tanto dentro de su recinto como al aire libre.
Debería haber hablado con la Policía. Por otro lado, no se podía fiar de ellos, lo sabía por su propia y penosa experiencia. Sin embargo, la joven policía, con la que apenas había intercambiado unas palabras el pasado lunes, le había inspirado confianza. Pero qué sabía ella, una mujer insignificante de Irán, sobre en quién confiar.
Sacó el Corán y se quedó sentada, hojeando el libro. Leyó diversos fragmentos de aquí y de allá, pero no encontró nada que la reconfortara o la guiara. Al cabo de dos horas, cayó rendida de sueño y despertó al notar que no había probado bocado desde hacía dos días.
Como era de esperar, el jefe estaba de un humor de perros. Ella se disculpó, prometiendo que le iba a entregar pronto la baja médica. Sabe Dios de dónde la iba a sacar, de Urgencias, tal vez. En el centro de asistencia a las víctimas de agresiones sexuales se portaron muy bien con ella cuando acudió el domingo pasado a realizar la prueba más humillante del mundo. Sin embargo, se resistía a volver para pedirles una baja. Ya se encargaría de ese problema más adelante. Su jefe, visiblemente enfadado, soltó algunas frases de descontento sobre la juventud de hoy en día. Ella no tenía ganas de entrar al trapo, nunca antes había estado de baja.
– ¡Kristine!
Uno de los fijos del lugar, radiante de alegría, la atrapó al vuelo. Tenía la increíble edad de ochenta y un años. Incomprensiblemente seguía vivo, teniendo en cuenta que había sido soldado en un buque de guerra durante cinco años y alcohólico los siguientes cincuenta. Pero se mantenía a flote como una protesta tozuda ante la falta de reconocimiento que habían padecido él y sus compañeros fallecidos hacía ya mucho tiempo.
– ¡Kristine, mi niña!
Al cabo de un cuarto de hora, consiguió liberarse. No eligió la hora de visita de forma casual. Correspondía al cambio de turno; así que logró entrar a hurtadillas, sin que nadie la viera, en el almacén donde se guardaba el botiquín. Estuvo dudando un instante sobre si cerrar la puerta con llave. Pero se dio cuenta de que sería más difícil justificar una puerta cerrada con llave que una puerta abierta. Pese a que no debía permanecer en ese cuarto, siempre podría inventarse cualquier excusa plausible. Encontró las llaves del botiquín. Hacían demasiado ruido, así que oprimió el llavero y aguantó la respiración. Qué tontería, con el follón que provenía del pasillo era poco probable que alguien la oyera, y tampoco iba a tardar mucho.
Las cajas grandes de Nozinan estaban justo delante de sus narices. De repente le entró la duda de si elegir inyectables o comprimidos. Sin pensárselo más, optó por los primeros. No necesitaba jeringuilla, tenía en casa. Cerró el armario con premura y se deslizó hacia la puerta. Mantuvo la respiración durante treinta segundos, metió la medicina en el bolsillo y salió tranquilamente por la puerta. En el pasillo deambulaban solo dos clientes y estaban tan ebrios que apenas sabían qué día era.
A la hora de marcharse, tuvo que volver a apaciguar a su jefe y asegurarle que le iba a llegar una notificación de baja y que «sí, claro, estaré pronto de vuelta al trabajo, dentro de unos días». La dejó ir, no sin soltarle un comentario sarcástico que ella ignoró sutilmente.
Todo había salido bien, el siguiente paso era más complicado.
No tuvo la sensación de haber estado ausente tanto tiempo. Algunos saludaron con un movimiento de cabeza y una sonrisa por encima de los libros; otros la observaron con la mirada vacía antes de sepultarse de nuevo en sus lecturas; finalmente, vio a Terje. Estaba sentado en la sala de descanso junto con otros cinco compañeros, que ella conocía bien. Le dieron un recibimiento más cálido, en especial Terje. Era cuatro años menor que ella; estudiante de primer año. Se había pegado a ella como una lapa desde el inicio del semestre. Había declarado su profundo amor de mil y una formas y no acababa de aceptar de la diferencia de edad o el hecho de que medía ocho centímetros menos que ella. Era todo un caballero y, de algún modo, ella apreciaba cierto placer en su cortejo.