Volvió andando los doscientos metros. Se detuvo al principio de la calle que conducía hasta la casa del delincuente y pasaba por delante de ella. Más arriba de los adosados, vio algo que parecía un parque, con algunos juegos para niños y bancos. No era visible desde la acera de las casas, ya que la urbanización constaba de diez adosados colindantes y no dejaba ver lo que había detrás. Desde la pared de los adosados y cruzando el parque, podía haber unos veinte o treinta metros hasta la falda de un cerro que se levantaba abruptamente. En su cima divisó una granja que, por la altura y la oscuridad, adquiría un aspecto lúgubre, probablemente también en los días de buen tiempo. Durante un instante, meditó si modificar los planes e intentar entrar desde ese lado. Estaba mucho más protegido, tanto con relación a la carretera como a las viviendas situadas al otro lado de la carretera. Por otro lado, y desde la carretera, un desconocido llamaría, sin duda, menos la atención, o nada.
Iba a atenerse al plan original. Desplegó la capucha del chubasquero e intentó caminar lo más naturalmente posible hasta la casa número cinco de la fila. Una vez allí, se detuvo un momento. Eran ahora las doce y media y no había nadie a la vista. Casi todas las luces detrás de las ventanas estaban apagadas. Se escondió detrás de unos matorrales donde confluían tres setos, a tan solo ocho metros de la casa del violador.
Allí se quedó, sentado y a la espera.
No hizo falta convencer al bueno de Terje. Lo habría propuesto él mismo si ella no se le hubiera adelantado. Maravillado y borracho como una cuba, entró a trompicones en el taxi que Kristine, tras cuarenta minutos de insoportable espera colgada del teléfono, había conseguido. Se iba con ella a su casa, en plena noche, lo que solo podía significar una cosa, y la expectación lo mantuvo despierto casi todo el camino, pero solo casi. Cuando el coche entró en el patio de la casa de la niñez de Kristine, en Volvat, le costó Dios y ayuda despertarlo. Al final, el taxista tuvo que arrimar el hombro para ponerlo en pie y tirar de él hasta el vestíbulo de la casa. El conductor estuvo de un humor de perros por tener que salir del coche con la que estaba cayendo y sobre todo porque el patio era un gigantesco barrizal. Profirió juramentos entre dientes y volcó al chaval en el suelo de la entrada.
– Dudo que esta noche saques algo de este tío, en el estado en el que se encuentra -dijo cortante, aunque volvió a sonreír cuando Kristine le dio cincuenta coronas más de lo que marcaba el taxímetro-. Bueno, pues que tengas suerte -murmuró, dibujando una sonrisa forzada.
No fue su intención emborracharlo de esa forma. Tardó casi cinco minutos en arrastrarlo los ocho metros hasta el dormitorio; la dificultad era aún mayor porque tenía que evitar despertar a su padre.
La cama era estrecha, pero no era la primera vez que la compartía con un chico. Terje libraba su propia lucha encarnizada para despertar a lo que podía ser el momento más importante de su vida. Pero cuando Kristine acabó de quitarle la ropa y lo acostó cómodamente en la confortable cama, se esfumaron todas sus esperanzas. Estaba roncando. No pareció afectarle en absoluto cuando ella lo destapó y lo puso boca abajo, de modo que su elegante y velludo trasero quedara bien a la vista para recibir un pinchazo. La jeringuilla estaba preparada de antemano y esperaba debajo de la cama. Puesto que estaba más pedo de lo previsto, apretó el émbolo y vació lentamente algunos milímetros. Noventa eran suficientes. Noventa milímetros de Nozinan. En la Cruz Azul administraban hasta trescientos milímetros para brindar a los borrachos más irascibles unas merecidas horas de sueño cuando llevaban largos periodos de borrachera y rozaban la inconsciencia. Pero Terje estaba lejos de ser un alcohólico, aunque debía de tener en ese momento un buen nivel de etanol en las venas. Estaba tan ido que estuvo dudando si realmente era necesario que durmiera toda la noche. La duda se evaporó al instante. Decidida, le clavó la jeringa en el muslo izquierdo sin que reaccionara lo más mínimo. Inyectó el líquido en el músculo de forma gradual. Cuando el émbolo tocó el fondo del tubo, sacó la aguja con mucho cuidado y presionó con una torunda de algodón el punto del pinchazo durante un buen rato. Luego fue soltando poco a poco. Fue todo un éxito. «Cuando Terje se despierte mañana conmigo a su lado, tendrá una resaca insoportable. No me llevará la contraria cuando le dé las gracias por haber pasado una noche deliciosa.» Un chaval en su mejor edad y con una experiencia más limitada de lo que jamás se atrevería a reconocer, se sorprendería un poco al principio, le daría algunas vueltas en su cabeza y se fabricaría su propia película «ego-estimulante» de lo maravillosa que fue esa noche.
Kristine ya tenía preparada su coartada. La ropa exterior estaba mojada y tiritó al ponérsela de nuevo. Su coche estaba aparcado en la esquina inferior del patio, empapado y humillado, lo suficientemente apartado de la casa como para no despertar a nadie. Casi como revancha por no haberlo dejado en el garaje el día anterior, se negó a arrancar.
¡Demonios! No se ponía en marcha.
Hanne intentaba conciliar el sueño, pero era difícil. Aunque el temporal había remitido, la lluvia fustigaba los cristales del dormitorio y la chimenea aullaba cada vez que pasaba una ráfaga de viento. Además, tenía demasiadas cosas en que pensar.
La situación era desesperada, estaba tan cansada que le era imposible concentrarse. Los informes quedaron encima de la mesa del salón a medio leer, a la vez que era inútil intentar dormir. Cambiaba de postura cada dos minutos con la esperanza de encontrar una posición adecuada que le permitiera relajar los músculos y dejar de darle vueltas a la cabeza. Cecilie se quejaba cada vez que se retorcía.
Finalmente, desistió. En cualquier caso, era mejor que al menos una de ellas lograra dormir. Con cuidado y sin hacer ruido, se levantó de la cama, agarró el albornoz rosa que colgaba de un gancho junto a la puerta y se fue al salón. Se dejó caer en una silla y comenzó a leer los informes desde el principio.
Los tres oficiales fueron bastante escuetos en su redacción, usando un lenguaje pretendidamente preciso y conciso que, con frecuencia, resultaba lo contrario, cosa que la irritaba. Sin embargo, el de prácticas tenía al parecer mayor ambición literaria. Se regodeaba con metáforas y extensas frases y ofrecía todo un abanico de detalles y explicaciones. Hanne sonreía. Estaba claro que el chico sabía escribir; además, las faltas de ortografía brillaban por su ausencia. Pero el estilo no es que fuera muy «policial».
¡Vaya! Este chaval tenía talento. Había descubierto que la familia que vivía encima del piso de la agraviada tenía un convecino en el edificio de enfrente. Uno que se quedaba sentado y quieto al lado de la ventana, como si durmiera. El aspirante, decepcionado porque nadie había sido capaz de aportar algo de valor a la Policía, había decidido cruzar la calle. Allí había visitado a un tipo bastante raro que tenía por costumbre seguir y enterarse de todo lo que acaecía en ese trocito de calle. El hombre, de edad indeterminada, se había portado de un modo hostil, aunque mostrando, a su vez, cierto orgullo por la cantidad de archivos que almacenaba de unas cosas y otras. Además, pudo añadir que un tal Håverstad le había hecho una visita hacía muy poco.
Hanne estaba ahora más despierta. Movió la cabeza en círculo varias veces, con la esperanza de llevar más sangre al cerebro extenuado de sueño y decidió prepararse un café. Ya se podía olvidar esta noche de dormir o de descansar. Acabó de leer el informe y, después de eso, no necesitó ningún café, estaba totalmente espabilada.
Sonó el teléfono, el de Hanne. Dio tres brincos hasta la entrada para llegar a tiempo antes de despertar a Cecilie.
– Wilhelmsen -dijo en voz baja, intentando tirar del cable hasta la salita, lo que provocó que el aparato se estampara contra el suelo-. Hola -intentó de nuevo, casi susurrando.