– Soy Villarsen, de la Central de Operaciones. Acabamos de recibir un aviso de Lillehammer. Han encontrado a la mujer iraní que buscábamos.
– Traedla aquí -dijo ella sin más preámbulos-. Inmediatamente.
– Tienen un traslado para Oslo mañana por la mañana, vendrá en él.
– No. Tiene que venir ahora, sin perder tiempo -insistió-. Requise lo que sea, un helicóptero si es necesario. Cualquier cosa. Estaré en la jefatura dentro de diez minutos.
– ¿Dice en serio lo del helicóptero?
– Nunca en mi vida he dicho algo tan en serio. Hable con el fiscal adjunto de mi parte, dígale que es vital hacerlo y ya; de paso, hable también con el jefe de sección. Tengo que hablar con esa mujer.
Por una vez, hubo algo que salió sobre ruedas en la gran casa gris y decaída de la calle Grønland 44. Solo veinte minutos después de finalizar la conversación entre la central de operaciones y la subinspectora Hanne Wilhelmsen, la mujer iraní volaba en un helicóptero desde Lillehammer hasta Oslo. A Hanne le preocupó que el mal tiempo pudiera ser un impedimento para el transporte aéreo, aunque tampoco tenía mucha idea de helicópteros. La poca lluvia que caía ahora no suponía, por lo visto, ningún problema. La factura iba a ser muy dolorosa, teniendo en cuenta el presupuesto sobreexplotado, pero eso era otro cantar, ya tendrían tiempo para discutir sobre el tema.
Había que aprovechar el tiempo de espera. La iraní no iba a llegar hasta dentro de cuarenta y cinco minutos. Mientras tanto iban a probar con el rarillo del edificio vecino, el de las matrículas. Siete números correspondientes al 29 de mayo, facilitados con cierto recelo, aunque también con una nota de orgullo, al aspirante «tan poco elegante». Lo deplorable era que el policía, con toda su inexperiencia, se limitó a recabar la información y no anotó las matrículas. Aunque eran ya más de la una de la mañana, Hanne se vio en la obligación de reclamar a E un esfuerzo extra de servicio público.
Pero fue más fácil decirlo que hacerlo. Se encontraba en la central de operaciones, en la sala situada en el centro del edificio de la jefatura. Se oía un zumbido constante de actividades múltiples. Un sinfín de mensajes por radio entraban como una corriente constante y sin descanso. Provenían de los coches de guardia nocturna que patrullaban por la capital; de Fox y de Bravo, de Delta y de Charlie, dependiendo de quién era y de lo que hacía. Recibían avisos de comandos en su camino de regreso y de agentes uniformados que, de vez en cuando, llamaban internamente a algún fiscal adjunto adormilado para aclarar una detención o un registro que precisaba el derribo de una puerta. Hanne estaba sentada en la segunda fila de sillas colocadas frente al mapa. No tardó en encontrar el piso de Kristine Håverstad en el gigantesco callejero de Oslo que tenía delante. Se quedó mirando fijamente la dirección durante varios minutos. Esperó, agotada, sin fuerzas y con malos presentimientos, las respuestas del coche patrulla que se encargaba de efectuar la visita. Distraída y tensa, acabó partiendo tres lápices, que no tenían la culpa de nada.
– Fox tres-cero llamando a cero-uno.
– Cero-uno a Fox tres-cero. ¿Qué ha pasado?
– No nos deja entrar.
– ¿Que no os deja entrar?
– O no está en casa, o no nos deja entrar. Nosotros nos decantamos por lo último. ¿Echamos abajo la puerta?
Todo tenía su límite. Por muy importante que fuera saber lo que Finn Håverstad había obtenido de ese imbécil, no existía la mínima base legal para entrar a la fuerza. Se le pasó por la mente, durante una décima de segundo, dejar todo el follón para después y actuar. Pero no conocía a ningún fiscal adjunto en el mundo que diera su visto bueno a una violación de la ley tan flagrante.
– No -suspiró resignada-. Intentadlo algunas veces más, llamad al timbre sin parar. Cero-uno, corto.
En un momento dado, fue como si el coche cambiara de opinión. Tras haberse opuesto tenazmente a los intentos furibundos de Kristine de ponerlo en marcha, el motor arrancó. Tardó menos de media hora en llegar.
No quería arriesgarse a que la vieran. Dos días antes, había decidido que tenía que hacerlo entre las dos y las tres de la madrugada. Todavía quedaba mucho tiempo. Mientras tanto, era crucial permanecer oculta. Quizá fuera un error salir de casa tan pronto. Por otro lado, estaba tan cerca que, si el coche, en el peor de los casos, volviera a tener otro «ataque de perentoria necesidad de castigarla», seguiría andando lo que le quedara de camino. Corriendo, no podía tardar más de dos o tres minutos hasta llegar al adosado donde vivía el hombre que la había violado.
La lluvia la hacía sentir bien. El agua formaba riachuelos que bajaban por su cuello, por el interior de su chubasquero y por debajo del jersey. En otro momento, tendría incluso una sensación de malestar, pero no ahora. Notaba el frescor, pero no tenía frío. Estaba entumecida, pero sentía un nuevo y desconocido sosiego en el cuerpo, una forma de control total y absoluto. El corazón latía con fuerza y cadencia, pero no demasiado rápido.
Ante ella se levantaba una arboleda, dividida en dos por un sendero ancho. En un claro, más o menos en el centro del pequeño bosque circular, distinguió un banco de madera. Se sentó en él. Encima de ella, el cielo ofrecía ruidos sordos y escupía rayos enfurecidos contra el suelo. El estampido de truenos fue seguido de un aparatoso estruendo a los pocos segundos de iluminarse la vegetación de color azul. Se encontraba peligrosamente cerca. El chaparrón era una bendición porque retenía a los testigos en casa. La tormenta, que debía de situarse ahora justo encima de ella, era peor, porque mantenía a la gente despierta. Pero no se podía hacer nada con el tiempo, para eso no existía ningún remedio. Se sacudió de encima la inquietud que le provocó la caída del rayo y volvió a sentirse animada y lista para llevar a cabo su cometido.
El ruidoso helicóptero se sostenía en el aire a unos quince metros del césped enlodado del estadio de Jordal Amfi. Se movía lenta y pesadamente de un lado a otro, como un péndulo colgado de la capa de nubes bajas y negras con un cable invisible. La bestia se acercaba palmo a palmo hasta el suelo.
Un policía uniformado abrió la puerta y saltó fuera antes de que el aparato se estabilizara. Se quedó encorvado, esperando un instante mientras las hélices traqueteaban amenazadoramente por encima de su cabeza. Enseguida apareció una figura ágil y diminuta, ataviada con un chubasquero rojo. Se detuvo en la puerta del helicóptero, pero el policía, impaciente, la sacó de un tirón. La agarró de la mano y juntos cruzaron el campo corriendo entre potentes ráfagas de viento y el lodo salpicándolos.
Hanne tenía muchísima prisa, pero esperó al piloto. Este salió, pálido y circunspecto.
– Nunca debí de haber aceptado esta misión -dijo.
Hanne se imaginó que el vuelo había sido todo menos agradable.
– Nos alcanzó un rayo -murmuró rendido, desde el asiento de copiloto del coche uniformado, con el motor en marcha.
El policía y la testigo iraní estaban sentados mudos en el asiento trasero. Tampoco es que necesitaran hablar. Exactamente noventa segundos después, entraron por el patio trasero de la calle Grønland 44, donde Hanne se había encargado antes de que el portón estuviera abierto para recibirlos.
El piloto y el hombre uniformado fueron por su lado. La refugiada siguió a Hanne hasta su despacho.
La subinspectora se sintió como una corredora de biathlon acercándose al puesto de tiro. Deseaba esprintar, pero sabía que debía entrar en un estado de calma total. Tuvo una súbita ocurrencia, agarró la mano de la otra mujer y la llevó en volandas por las escaleras como si fuera una niña pequeña. La mano estaba congelada y sin fuerza.
– Tiene que hablar. Tiene que hablar.
Hanne rezó una silenciosa plegaria. Era posible que Finn Håverstad estuviera durmiendo plácidamente en su cama de Volvat. Pero le habían facilitado siete números de matrícula que lo mantendrían ocupado, y hacía dos días de eso, más que suficiente para un hombre como él. La mujer iraní tenía que hablar. Esta se quedó de pie sin hacer intención de quitarse la ropa de lluvia o de sentarse. Hanne le pidió que hiciera ambas cosas, pero nada. Se acercó a ella poco a poco.