Media veinticinco centímetros más que aquella mujer de Irán y le sacaba diez años. Además era noruega y estaba de trabajo hasta arriba. Sin que se le pasara por la cabeza que el gesto pudiera ser interpretado como humillante, acercó su mano a la cara de la otra mujer. Le sujetó la barbilla, no de un modo hostil, ni brusco, sino de una manera decidida. Seguidamente acercó el rostro de la mujer al suyo.
– Escucha -dijo en voz baja, pero con una intensidad que incluso la otra mujer era capaz de entender, a pesar del idioma-. Sé que tienes miedo de alguien y que ese hombre te ha molestado. Dios sabe lo que habrá hecho. Pero puedo garantizarte una cosa: recibirá su castigo.
La mujer no intentó siquiera liberarse, solo permaneció inmóvil con el rostro hacia arriba y la mirada perdida y vacía. Los brazos colgaban laxos junto al cuerpo y el agua goteaba del impermeable rojo como un tictac.
– Estarás muerta de sueño, yo también. -No soltó el rostro de la refugiada-. Te puedo asegurar otra cosa más. No importa si…
En ese momento, le soltó la cara. Con la misma mano, se frotó los ojos y notó unas casi incontrolables ganas de llorar, no porque estuviera triste, sino porque estaba molida y convencida de que era demasiado tarde. Y porque iba a decir algo que nunca había dicho antes. Algo que había estado planeando sobre sus cabezas, como una posibilidad aplastante desde que habían descubierto la relación con los NCE ensangrentados. Pero nadie lo había dicho en voz alta.
– Aunque el hombre sea un policía, no debes temer nada de nada. Te lo prometo, no tienes ninguna razón para tener miedo.
Era medianoche y Hanne era todo lo que tenía. Estaba a punto de desplomarse y tenía hambre. Había estado tanto tiempo presa del miedo que se vio obligada a elegir. Era como si de repente se despertara un poco. Bajó la vista y observó el impermeable calado y el charco de agua en el suelo. Luego sus ojos recorrieron velozmente todo el cuarto, sorprendida, como si no supiera dónde se encontraba. Se quitó el chubasquero y se sentó con cautela en el borde de una silla.
– Él dijo que yo tengo que acostarme con él; si no, no me puedo quedar en Noruega.
– ¿Quién? -preguntó Hanne en voz baja.
– Es muy difícil, no conocer nadie…
– ¿Quién? -volvió a preguntar la subinspectora.
Sonó el teléfono. Hanne lo cogió con vehemencia y ladró un «diga».
– Aquí Erik.
El oficial no dudó en obedecer cuando Hanne le ordenó que fuera a su despacho. Una noche con Wilhelmsen era una noche con Hanne Wilhelmsen, daba igual dónde.
– Dos cosas: tenemos las matrículas, el hombre acabó abriendo la puerta. Además, en la casa de Finn Håverstad no hay nadie, al menos no contestan a todas las llamadas que hacen los chicos.
Lo sabía. Podía convencerse de que tal vez aquel hombre hubiera seguido su consejo de llevarse a su hija de vacaciones, pero sabía que no era el caso.
– Dame ahora mismo los nombres de los propietarios de los vehículos. Compáralos con… -Se paró en seco y fijó la mirada en una gota de agua de tamaño considerable que se estrelló y reventó contra la parte superior de la ventana. Cuando el líquido hubo resbalado hasta la mitad del cristal, siguió hablando-: Compara los nombres con gente de esta casa; empieza por la Brigada de Extranjería.
Erik no vaciló ni un segundo después de colgar. Hanne se giró hacia su testigo y descubrió que la frágil mujer lloraba en silencio, desesperada. No era buena ofreciendo consuelo a la gente. Claro que podía decirle lo afortunada que era por no haberse encontrado en casa el sábado 29 de mayo. También podía informarla de que, en caso de haber estado, estaría ahora sepultada bajo tierra en algún lugar de la región de Oslo y con el cuello rajado. No iba a ser un buen consuelo, pensó para sí, y, en vez de eso, dijo:
– Te voy a prometer varias cosas esta noche. Te juro que podrás quedarte aquí, en este país. Me encargaré de ello personalmente, incluso aunque no decidas contarme quién es ese hombre. Pero me sería muy útil si…
– Se llama Frydenberg. No sé el otro nombre.
Hanne se precipitó hacia la puerta.
Había llegado la hora de actuar. Se sentía ligero, eufórico y casi contento. Las luces que emanaban del quinto adosado llevaban más de hora y media apagadas. La tormenta fue orientando su furia hacia el este y llegaría presumiblemente a Suecia antes del amanecer.
Se detuvo a escuchar en la puerta de entrada; era innecesario, pero lo hizo como medida de precaución. Sacó una palanca de acero de uno de los bolsillos de la amplia trinchera. Estaba mojada, pero la empuñadura de goma permitió asirla con firmeza y seguridad. Tardó muy pocos segundos en forzar la puerta. «Pasmosamente simple», pensó. Apoyó la mano con suavidad contra la hoja de la puerta y esta cedió.
Entró en la casa.
Los ojos recorrieron el folio hacia abajo, siguiendo sus indicaciones. ¡Ahí!
Olaf Frydenberg, propietario de un VW Passat, con un número de matrícula observado por un tío estrambótico en un tramo de calle donde Kristine Håverstad fue violada hacía un siglo. Subinspector adjunto en la Jefatura de Policía de Oslo, Brigada de Extranjería y Documentación. Llevaba allí cuatro meses; antes había estado vinculado a la comisaría de Asker y Bærum. Domicilio: Bærum.
– ¡Cuernos! -dijo Hanne-. ¡Cuernos, cuernos! Bærum.
Se giró como una centella hacia Erik.
– Llama a Asker y Bærum, mándalos a la dirección y diles que vayan armados. Avísalos de que nosotros también vamos y, por el amor de Dios, pide autorización.
Siempre se montaban unos grandes líos entre policías cuando se pisaban sus parcelas los unos a los otros. Pero ni diez fiscales iban a frenar a Hanne.
Abajo, un joven fiscal adjunto que, por si fuera poco, cumplía con su primera guardia, mostró un notorio desconcierto. Afortunadamente, se fue calmando y, sin percatarse, fue manipulado por un ponderado jefe de servicio, con academia de policía y veinte años de experiencia a sus espaldas. Hanne obtuvo su coche patrulla y un oficial uniformado de acompañante. El jefe de servicio le aseguró, por lo bajo, que se encargaría de los permisos de armas antes de que llegaran al lugar de destino.
– ¿Sirenas? -preguntó el oficial de policía Audun Salomonsen.
Se sentó en el asiento del conductor sin preguntar. A Hanne no le importó.
– Sí -dijo, sin pensárselo-. Al menos, de momento.
El dormitorio estaba situado donde suele ser habitual, es decir, no en la misma planta que el salón. La entrada y el vestíbulo se encontraban en la misma planta que dos dormitorios, un baño y algo que aparentaba ser un trastero. Una escalera de pino conducía a la segunda planta, donde debían de estar el salón y la cocina.
Por alguna razón, se quitó el calzado, un gesto de consideración. Pensó que demasiado considerado, y decidió calzarse de nuevo las botas sucias. Pero estaban empapados, así que se quedaron allí.
Tuvo problemas para cerrar la puerta de entrada adecuadamente. Al forzarla, había estropeado el marco, de modo que ya no encajaba la hoja. Con mucho sigilo y sin hacer ruido, empotró la puerta de la mejor forma posible. Con aquel viento, era difícil saber cuánto tiempo iba a durar.
Los dos dormitorios estaban cerrados. Innegablemente, elegir la puerta correcta era de vital importancia. El hombre podía tener el sueño ligero.
Finn trató de deducir cuál de los dos dormitorios era el principal, teniendo en cuenta el emplazamiento de las puertas y lo que pudo imaginarse viendo la casa desde fuera. Acertó.
Una cama de matrimonio de gran tamaño, estaba hecha solo a un lado. Al otro, el edredón estaba escrupulosamente doblado tres veces, y yacía de través como una grandísima almohada. Cerca de la puerta, yacía una persona. Era imposible distinguirla, debido a que el edredón le tapaba la cabeza, excepto una parte del pelo. Era de color rubio. Cerró la puerta detrás de sí con suavidad, sacó el revólver reglamentario, lo cargó y se acercó a la cama.