Con movimientos particularmente pausados, como en una película a cámara lenta, dirigió el cañón de la pistola hacia la cabeza en la cama. De repente apretó el arma con fuerza contra algo que debía de ser la sien. Logró su efecto. El hombre se despertó e intentó incorporarse.
– ¡Quédate quieto! -restalló la voz de Finn.
Era difícil saber si el tipo se volvió a echar como reacción a la orden recibida o por el hecho de que había descubierto la presencia de la pistola. En cualquier caso, ahora estaba despierto como la aurora.
– ¿Qué coño pasa? -dijo, intentando parecer muy enojado.
No logró su objetivo. El pánico se adueñó de su rostro. Parpadeaba y las fosas nasales se hincharon al compás de la pesada y violenta respiración.
– Quédate inmóvil y escúchame -dijo Håverstad, con una serenidad que le sorprendió-. No te voy a hacer daño, al menos no mucho. Solo vamos a mantener una pequeña charla, tú y yo. Pero juro por la vida de mi hija que si alzas aunque solo sea un poco la voz, te pego un tiro.
El hombre de la cama fijó la mirada en el arma y luego en el asaltante. Algo en su cara le resultaba familiar, a pesar de que estaba completamente seguro de que nunca antes había visto a ese tío. Algo en los ojos.
– ¿Qué coño quieres? -intentó de nuevo.
– Quiero hablar contigo. Levántate y mantén los brazos en alto. Todo el tiempo.
El hombre intentó incorporarse de nuevo, pero era difícil. La cama era baja y le habían ordenado no utilizar las manos. Finalmente, consiguió ponerse de pie.
Finn medía diez centímetros más que su víctima. Le daba la ventaja que necesitaba, ahora que el violador estaba de pie y parecía bastante menos indefenso que cuando yacía en la cama. Tenía puesto un pijama de algún tipo de algodón, sin solapa ni botones. La parte de arriba era un jersey con cuello de pico. Parecía un chándal, estaba descolorido y le quedaba un poco pequeño. El dentista dio un paso hacia atrás cuando reparó en el cuerpo musculoso debajo de la tela.
Esa leve muestra de inseguridad fue todo lo que necesitó. El violador se abalanzó sobre Håverstad y ambos se estrellaron contra la pared, situada un metro detrás. Eso decidió la pelea. Finn logró apoyarse en la pared, mientras el otro perdía el equilibrio y caía sobre una rodilla. Inmediatamente, intentó erguirse, pero fue demasiado tarde. La culata del revólver le dio encima de la oreja y se derrumbó. El dolor era intenso, pero no se desmayó. Håverstad aprovechó la ocasión para empujar al hombre arrodillado hacia la cama, donde quedó sentado de espaldas al somier de muelles, frotándose la cabeza mientras se quejaba. Pasó por encima de sus piernas sin dejar de apuntarle y cogió la almohada que se apoyaba contra los barrotes del cabecero. Antes de que pudiera reaccionar, le había atrapado el brazo, lo había tumbado contra el colchón y le había tapado con la almohada. Luego hundió la pistola en el plumón y disparó.
La detonación sonó hueca, como un leve descorche de botella. Ambos se sorprendieron. Håverstad por lo que acababa de hacer y por el escaso ruido, el otro por no sentir dolor. Pero llegó. Estaba a punto de gritar cuando la visión del cañón delante de sus narices le obligó a apretar los dientes. Contrajo el brazo contra su pecho y gimió. Chorreaba sangre.
– Ahora comprendes lo que quiero decir -susurró Håverstad.
– Soy policía -gimoteó el otro.
¿Policía? Aquella máquina destructora, inhumana y abyecta ¿era policía? Håverstad reflexionó un instante sobre qué hacer con esa información, pero la ignoró. Daba igual, nada importaba, se sentía más fuerte que nunca.
– Levántate -ordenó de nuevo.
Esta vez el policía no hizo ademán de pretender nada. Los quejidos eran débiles pero persistentes, y acató la orden de subir por las escaleras hasta la segunda planta. Håverstad procuraba caminar varios metros detrás, temiendo que el otro se tirara de espaldas.
La sala de estar estaba a oscuras y las cortinas echadas. Solo un reflejo proveniente de la cocina, la luz situada encima del horno, permitía ver algo. Håverstad le indicó que se detuviera a un lado de la escalera y encendió una lámpara de aplique que colgaba de la pared situada frente a la entrada de la cocina. Miró a su alrededor y le señaló una silla. El policía pensó que tenía que sentarse, pero fue interrumpido en su movimiento.
– ¡Colócate de espaldas al dorso de la silla!
Tenía serias dificultades para mantenerse erguido. La sangre seguía brotando alegremente del brazo y su rostro empezaba a palidecer; incluso en la tenue luz del pasillo, Håverstad observó el terror en sus ojos y el sudor en la frente despejada, y eso le proporcionó un bienestar inenarrable.
– Me estoy desangrando -se quejó el policía.
– No te estás desangrando.
Era muy complicado atarlo de brazos y de piernas con una sola mano. Hubo momentos en que tuvo que usar las dos, pero sin soltar nunca el arma, que apuntaba siempre hacia el hombre. Afortunadamente, había previsto dicho problema y se había traído cuatro trozos de cuerda, cortados de antemano. Por fin, consiguió atarlo. Las piernas abiertas estaban atadas a sendas patas traseras de la silla. Tenía los brazos apresados detrás, donde acaban los reposabrazos y empezaba el respaldo. La silla no pesaba mucho y el hombre sufría por mantener el equilibrio. La postura vertical y ligeramente inclinada hacia delante hacía que pudiera caerse de bruces en cualquier momento. Håverstad cogió un televisor de gran tamaño, que descansaba encima de una pequeña vitrina con ruedas, arrancó los cables y se sirvió de él para asegurarse de que el hombre no cayera.
Entró en la cocina y empezó a abrir unos cuantos cajones. Al tercer intento, encontró lo que buscaba. Un cuchillo grande de trinchar, de fabricación finlandesa. Dejó correr el pulgar por el filo y regresó al salón.
El hombre se había desplomado y colgaba como una marioneta muerta. Las cuerdas impedían que se cayera al suelo y se había quedado sentado en una posición absurda, casi cómica; las piernas separadas, las rodillas flexionadas y los brazos flexionados. Håverstad acercó una silla y se sentó frente a él.
– ¿Te acuerdas de lo que hiciste el 29 de mayo?
El hombre mostraba una manifiesta ignorancia.
– ¿Por la noche? ¿El sábado, hace una semana?
El policía descifró lo que le había parecido reconocer en el hombre. Los ojos. «La tía de Homansbyen.»
Hasta ese momento, había pasado mucho miedo, temía por la herida de su brazo, y tenía miedo de ese tío grotesco que hallaba un placer perverso en torturarlo. Pero no pensaba que iba a morir. Hasta entonces.
– Tranquilo -dijo Håverstad-. Todavía no te voy a matar, solo vamos a hablar un poco, tú y yo.
Se levantó y lo agarró por el jersey. Metió el cuchillo debajo de la prenda y rajó el pijama de dentro hacia fuera, con lo que convirtió el jersey en una suerte de chaqueta. Un harapo de chaqueta. A continuación, atrapó el pantalón con una mano y con la otra seccionó la goma. La parte de abajo del pijama cayó y se detuvo a la altura de medio muslo, debido a la abertura de las piernas. El hombre estaba desnudo e indefenso.
Finn volvió a sentarse en la silla.
– Ahora vamos a hablar -dijo, con la pistola austriaca en una mano y el cuchillo de cocina finés en la otra.
Aunque, en un principio, tenía pensado esperar otra media hora, se levantó y empezó a caminar. Esperar se había convertido en una pesadilla.
Tardó menos tiempo de lo previsto. Tras un minuto escaso a paso ligero, se incorporó a la calle que pasaba por delante de la casa del violador. Parecía deshabitada. Frenó la marcha, empezó a tiritar y se encaminó hacia la casa.