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Cueto lo miró con una falsa expresión de sorpresa y volvió a sonreír.

– Primero le da un poco de máquina y después hablamos… Una simple sugerencia procesal…

– Nuestra opinión está formada -dijo el comisario.

– La mía también, Croce. Y no le entiendo el plural.

– Estamos escribiendo el informe, mañana vamos a presentar los cargos y usted podrá proceder.

– ¿Puede decirme -dijo Cueto hablándole a Saldías- por qué no investigaron a ese mulato no bien llegó, quién era, qué vino a hacer…? Ahora tenemos que aguantar este escándalo.

– No investigamos a la gente porque sí -contestó Croce.

– No hizo nada ilegal -se superpuso la voz de Saldías.

– Esto tenemos que averiguarlo. O sea que un tipo llega como un aparecido, se hospeda aquí y ustedes no saben nada. Muy raro.

Me está presionando, pensó Croce, porque sabe algo y quiere saber si también yo sé lo que él sabe y, mientras, quiere cerrar el caso con la conclusión de que fue un crimen sexual.

– Cualquier cosa que pase, Croce, quiero decirle, será responsabilidad suya -dijo Cueto, y salió a la calle a arengar a los que se amontonaban en la vereda.

Nunca lo llamaba comisario, como si no le reconociera el cargo. En realidad Cueto esperaba desde hacía meses la oportunidad de pasarlo a retiro pero no encontraba la forma. Quizá ahora las cosas cambiaran. Desde la calle llegaban gritos y voces airadas.

– Vamos a salir -dijo Croce-. Mirá si le voy a tener miedo a estos idiotas.

Salieron los tres y se detuvieron en la entrada del hotel.

– ¡Asesino! ¡Japonés degenerado! ¡Justicia! -gritaban los paisanos amontonados en la puerta.

– Abran cancha y no hagan lío -dijo Croce, y bajó a la calle-. Al que se retobe, lo meto preso.

Los vecinos empezaron a retroceder a medida que ellos avanzaban. Yoshio se negó a taparse la cara. Caminaba, altivo y diminuto, muy pálido, mientras recibía los gritos y los insultos de los vecinos, que le habían abierto una especie de pasillo desde la puerta del hotel hasta el auto.

– Vecinos, estamos a punto de resolver el caso, pido paciencia -dijo el fiscal, que copó enseguida la parada.

– Nosotros nos ocupamos, jefe -dijo uno.

– ¡Asesino! ¡Puto! -volvieron gritar.

Se empezaron a arrimar.

– Basta, che -dijo Croce, y sacó su arma-. Lo voy a llevar a la comisaría y se va a quedar ahí hasta que tenga un proceso.

– ¡Todos corruptos! -gritó un borracho.

El director de El Pregón, el diario local, miope y siempre nervioso, se les acercó.

– Tenemos al culpable, comisario.

– No escriba lo que no sabe -dijo Croce.

– ¿Usted me va a dictar lo que yo sé?

– Te voy a meter preso por violar el secreto del sumario.

– Violar ¿qué? No lo entiendo, comisario -dijo el miope-. Ésta es la tradicional tensión entre el periodismo y el poder -dijo hacia la multitud, para hacerse oír.

– La tradicional tradición de los periodistas pelotudos -dijo el comisario.

El director de El Pregón sonrió como si el insulto fuera un triunfo personal. La prensa no se iba a dejar intimidar.

Comisario fuera de las casillas, ése iba a ser el titular, seguro. ¿Qué querría decir «fuera de las casillas»? Croce se entretuvo un rato buscando una salida al asunto mientras Saldías aprovechó la confusión y subió al auto, y le hizo lugar atrás a Yoshio.

– Vamos, comisario -dijo.

Había un destacamento con un gendarme y a eso lo llamaban la comisaría, pero no era más que un rancho con una pieza al fondo para encerrar a los crotos que ponían en peligro los sembrados cuando prendían fuego para hacer mate al costado de los campos o carneaban ajeno en las estancias de la zona para hacerse un asadito.

Croce vivía en las piezas del fondo y esa noche -después de dejar a Yoshio encerrado en la celda de la comisaría con un gendarme en la puerta- salió al patio a tomar mate con Saldías, bajo la parra. La luz del candil iluminaba el patio de tierra y un costado de la casa.

La hipótesis de que un japonés silencioso y amable como una dama antigua hubiere matado a un puertorriqueño cazador de fortunas no entraba en la cabeza del comisario.

– Salvo que sea un crimen pasional.

– Pero en ese caso se hubiera quedado abrazado al cadáver.

Coincidieron en que si se hubiera dejado llevar por la furia o los celos no habría actuado como actuó. Habría salido del cuarto con el cuchillo en la mano o lo habrían encontrado sentado en el piso mirando al muerto con cara de espanto. Había visto muchos casos así. Emoción violenta no parecía.

– Demasiado sigiloso -dijo Croce-. Y demasiado visible.

– Faltó que se hiciera sacar una foto cuando lo mataba -acordó Saldías.

– Como si estuviera dormido o estuviera actuando.

La idea parecía golpear contra los tejidos exteriores del cerebro de Croce. Igual que un pájaro que intenta meterse en una jaula desde afuera. Se le escapaban a veces, aleteando, los pensamientos, y tenía que repetirlos en voz alta.

– Como si fuera un sonámbulo, un zombi -dijo.

Por una especie de instinto Croce comprendió que Yoshio había sido capturado en una trampa que no terminaba de entender. Habían caído sobre él una masa de hechos de los que no iba a poder liberarse jamás. No encontraron el arma, pero varios testigos directos lo habían visto entrar y salir de la pieza, caso cerrado.

La mente del comisario se había convertido en una gavilla de pensamientos locos que volaban demasiado rápido para que pudiera atraparlos. Como las alas de una paloma, aletearon fugaces por la jaula las incertidumbres de la culpa del japonés pero no el convencimiento de su inocencia.

– Por ejemplo ese billete. ¿Por qué estaba abajo?

– Se le cayó -le seguía el tren, Saldías.

– No creo. Lo dejaron a propósito.

Saldías lo miró sin entender pero, confiado en la capacidad de deducción de Croce, se quedó quieto, esperando.

Había más de cinco mil dólares en la pieza, pero nadie se los llevó. No fue un robo. Para que pensáramos que no había sido un robo. Croce empezó a pasearse mentalmente por el campo para poder aclararse las ideas. Los japoneses habían sido los monstruos en la Segunda Guerra pero luego habían sido un modelo de sirvientes serviciales y lacónicos. Había un prejuicio a su favor: los japoneses jamás cometen delitos; era entonces una excepción, un desvío. Se trataba de eso.

– Apenas el 0,1 % de los crímenes en la Argentina son cometidos por japoneses -dijo al boleo Croce, y se quedó dormido. Soñó que andaba otra vez a caballo en pelo, como cuando era chico. Vio una liebre. ¿O era un pato en la laguna? En el aire, como un friso, vio una figura. Y luego en el horizonte vio un pato que se volvía un conejo. La imagen apareció clarísima en el sueño. Se despertó y siguió hablando como si retomara la conversación suspendida-. ¿Cuántos japoneses habrá en la provincia?

– En la provincia no sé, pero en la Argentina [10] -improvisó Saldías- sobre una población de 23 millones de habitantes hay unos 32.000 japoneses.

– Digamos que en la provincia hay 8.500, que en el partido hay 850. Pueden ser tintoreros, floristas, boxeadores de peso gallo, equilibristas. Habrá algún carterista de manos finitas, pero asesinos no hay…

– Son diminutos.

– Lo raro es que no escapó por la ventana guillotina. Lo vieron entrar y salir por la puerta del cuarto.

– Cierto -precisó, burocrático, Saldías-, no usó sus particularidades físicas para cometer el crimen.

Yoshio era bello, frágil, parecía hecho de porcelana. Y al lado de Durán, alto, mulato, eran una pareja realmente rara. ¿La belleza es un rasgo moral? Quizá, la gente bella tiene mejor carácter, es más sincera, todos confían en ellos, quieren tocarlos, verlos, incluso sienten el temblor de la perfección. Y además los dos eran demasiado distintos. Durán, con su acento del Caribe, que parecía estar siempre de fiesta. Y Yoshio lacónico, sigiloso, muy servicial. El mucamo perfecto.

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[10] En 1886 llega a la Argentina el primer inmigrante japonés, el profesor Seizo Itoh de la Escuela de Agricultura de Sapporo, quien se radica en la provincia de Buenos Aires. En 1911 nace Seicho Arakaki, el primer argentino de origen japonés (nikkei). El último censo (1969) registra la presencia de 23.185 japoneses y sus descendientes.