– Viste las manitas de ese hombre. ¿Qué pulso ni qué corazón va a tener para clavar esa puñalada? Como si lo hubiera matado un robot.
– Un muñeco -dice Saldías.
– Un gaucho, hábil con el cuchillo.
Inmediatamente dedujo que el crimen había tenido un instigador. Es decir, descartada la hipótesis pasional, que hubiera resuelto el caso, tenía que haber otros implicados. Todos los crímenes son pasionales, dijo Croce, salvo los que se hacen por encargo. Hubo un llamado de la fábrica. Qué raro. Luca no habla nunca con nadie. Y menos por teléfono. No sale a la calle. Odia el campo, la quietud de la llanura, los gauchos dormidos, los patrones que viven sin hacer nada, mirando el horizonte bajo el alero de las casas, en la sombra de las galerías, tirándose a las chinitas en los galpones, entre las bolsas de maíz, jugando toda la noche al pase inglés. Los odia. Croce vio el alto edificio abandonado de la fábrica con su luz intermitente como si fuera una fortaleza vacía. La fortaleza vacía. No es que oyera voces, esas frases le llegaban como recuerdos. Lo conozco como si fuera mi hijo. Parecían frases escritas en la noche. Sabía bien qué querían decir pero no cómo entraban en su cabeza. La certidumbre no es un conocimiento, pensó, es la condición del conocimiento. La cara del general Grant parece un mapa. Un rastro en la tierra. Un trabajo verdaderamente científico. Grant, el carnicero, con el guante de cabritilla.
– Voy a dar una vuelta -dijo de pronto Croce, y Saldías lo miró un poco asustado-. Vos quedate y vigilá, no vaya a ser que esos mandrias hagan una barbaridad.
Luca había comprado un terreno que estaba afuera de los límites del pueblo, en el borde, en el desierto, un potrero, como decía su padre, y ahí empezó a levantar la fábrica, como si fuera una construcción soñada, es decir, imaginada en un sueño. La habían proyectado y discutido mientras trabajaban en el taller del fondo de la casa, que era del abuelo Bruno, y él los orientó, influido por sus lecturas europeas [11] y sus investigaciones en el diseño de la fábrica. Luca y Lucio usaban el taller como si fuera un laboratorio de entrenamiento técnico, ahí preparaban autos de carrera y ese hobby de los chicos ricos del pueblo fue su academia. Sofía parecía exaltada por su propia voz y por la cualidad de la leyenda.
– Mi padre tardó en darse cuenta… porque antes, cuando salían al campo con las máquinas agrícolas, estaba satisfecho, seguían la cosecha, pasaban largas temporadas en el campo, volvían renegridos, como indios, decía mi madre, felices de haber estado al aire libre durante meses, con las cosechadoras y las máquinas de enfardar, viviendo el choque de dos mundos antagónicos. [12]
Su padre no se daba cuenta de que había llegado la peste, el fin de la arcadia, la pampa estaba cambiando para siempre, las maquinarias eran cada vez más complejas, los extranjeros compraban tierras, los estancieros mandaban sus ganancias a la isla de Manhattan («y a los paraísos financieros de la isla de Formosa»). El viejo quería que todo siguiera igual, el campo argentino, los gauchos de a caballo, aunque él también por supuesto había empezado a girar sus dividendos al exterior y a especular con sus inversiones, ninguno de los terratenientes era un caído del catre, tenían sus asesores, sus brokers, sus agentes de bolsa, iban a donde los llevaba el capital pero nunca dejaron de añorar la calma patricia, las tranquilas costumbres pastoriles, las relaciones paternales con la peonada.
-Mi padre siempre buscó que lo quisieran -dijo Sofía-, era despótico y arbitrario pero estaba orgulloso de sus hijos varones, ellos iban a perpetuar el apellido, como si el apellido tuviera algún sentido en sí mismo, pero así pensaba mi abuelo y después mi padre, querían que el apellido de la familia continuara, como si pertenecieran a la familia real inglesa, porque son así acá, se la creen, son todos gringos pata sucia, descendientes de los irlandeses y los vascos que vinieron a cavar zanjas, porque los paisanos ni en broma, sólo los extranjeros se arremangaban. [13] Había un inglés zanjiador -recitó ella como si cantara un bolero- que decía que era de Inca-la-perra. Ése debía ser un Harriot o un Heguy que andaba haciendo zanjas por el campo y ahora se hacen los aristócratas, juegan al polo en las estancias, con esos apellidos de campesinos irlandeses, de vascos rústicos. Aquí todos somos descendientes de gringos y más que nada en mi familia, pero piensan igual y quieren lo mismo. Mi abuelo el coronel, para empezar, alardeaba porque era del norte, de Piamonte, es de no creer, miraba con desprecio a los italianos del sur, que a su vez miraban con desprecio a los polacos y a los rusos.
El coronel había nacido en Pinerolo, cerca de Turín, en 1875, pero no sabía nada de sus padres ni de los padres de sus padres e incluso una versión decía que sus papeles eran falsos y que su verdadero nombre era Expósito y que Belladona era la palabra que había pronunciado el médico cuando su madre murió en un hospital de Turín teniéndolo en brazos. «¡Belladona, belladona!», había dicho el hombre como si fuera un réquiem. Y con ese nombre lo anotaron. El pequeño Belladona. Era hijo de sí mismo; el primer hombre sin padre, en la familia. Bruno lo llamaron porque era morocho, parecía africano. Nadie sabe cómo llegó, a los diez años, solo, con una valija, fue a parar a un internado para huérfanos de la Compañía de Jesús en Bernasconi, provincia de Buenos Aires. Inteligente, apasionado, se hizo seminarista y empezó a vivir como un asceta, dedicado al estudio y a la oración. Era capaz de ayunar y de permanecer en silencio días enteros, y a veces el sacristán lo sorprendía en la capilla rezando solo en la noche y se arrodillaba junto a él como si estuviera con un santo. Siempre fue un fanático, un poseído, un obstinado. Su descubrimiento de las ciencias naturales en las clases de física y de botánica y sus lecturas en la biblioteca del convento de las remotas obras prohibidas de la tradición darwiniana lo distrajeron de la teología y lo alejaron -provisoriamente- de Dios, según contaba él mismo.
Una tarde se presentó ante su confesor y expresó su deseo de abandonar el seminario para ingresar a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. ¿Podía un sacerdote ser ingeniero? Sólo de almas, le contestaron, y le negaron el permiso. Rechazó la prohibición y apeló a todas las instancias, pero luego de que el Jefe de la Compañía se negara a responder sus peticiones y a recibirlo, escribió cartas anónimas que dejaba en el reclinatorio frente al altar, hasta que al fin una tarde lluviosa de verano se fugó del convento donde había pasado la mitad de su vida. Tenía veinte años y con el poco dinero que había ahorrado alquiló una pieza en una pensión de la calle Medrano en Almagro. Su conocimiento del latín y de las lenguas europeas le permitió al principio sobrevivir como profesor secundario de idiomas en un colegio de varones de la calle Rivadavia.
Fue un alumno brillante de la carrera de Ingeniería, como si su verdadera formación hubiera sido la mecánica y las matemáticas y no el tomismo y la teología. Publicó una serie de notas sobre la influencia de las comunicaciones mecánicas en la civilización moderna y un estudio sobre el tendido de vías en la provincia de Buenos Aires, y antes de terminar la carrera fue contratado -en 1904- por los ingleses para dirigir las obras en los Ferrocarriles del Sur. Le encargaron la jefatura del ramal Rauch-Olavarría y la fundación del pueblo en el cruce de la vieja trocha angosta que venía del norte y la trocha inglesa que seguía hasta Zapala en el Patagonia.
[11] Bruno Belladona había sido muy influenciado por el tratado
[12] «Una vez -contó Sofía- habían desarmado el motor de una de las primeras trilladoras mecánicas y dejaron los bulones y las tuercas para que se orearan en el pasto mientras empezaban a revisar las aspas, y de pronto apareció un ñandú que salió de la nada y se comió las tuercas que brillaban al sol. Glup, glup, hacía el cogote del ñandú mientras se tragaba las tuercas, los bulones. Empezó a retroceder de costado, con sus ojos enormes, y trataron de enlazarlo, pero fue imposible, corría como una luz y después se paraba y los miraba con una expresión tan loca que parecía que estuviera ofendido. Al final terminaron persiguiendo al avestruz en auto por el campo para recuperar las piezas de la máquina.»
[13] En los viejos tiempos las estancias se separaban por zanjas para impedir que se mezclara el ganado. Fueron inmigrantes vascos e irlandeses quienes trabajaron haciendo pozos en la pampa; los gauchos se negaban a hacer cualquier tarea que significara bajarse del caballo y consideraban despreciables los trabajos que hubiera que hacer «de a pie» (cfr. John Lynch,