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Al rato Emilio pidió con su servicio de llamadas en Buenos Aires. Nada importante. Amalia, la mujer que le limpiaba el departamento, preguntaba si tenía que seguir yendo los martes y jueves aunque él no estuviera. Una chica que no se había identificado lo había llamado y le había dejado un número de teléfono que Renzi ni siquiera se tomó la molestia de anotar. ¿Quién sería? Tal vez Nuty, la cajera del supermercado Minimax de la vuelta de su casa, con la que había salido un par de veces. Había dos mensajes de su hermano Marcos que lo llamaba desde Canadá. Quería saber, le dijo la mujer del servicio de llamadas, si había desocupado la casa de Mar del Plata y si ya la había puesto en venta. También quería saber si era cierto que volvía Perón a la Argentina.

– Y usted qué le contestó -preguntó Renzi.

– Nada. -La mujer pareció sonreír, en silencio-. Yo sólo tomo los mensajes, señor Emilio.

– Perfecto -dijo Renzi-. Si mi hermano vuelve a llamar, dígale que no me he comunicado todavía con ustedes y que estoy fuera de Buenos Aires.

Luego de la muerte de su padre, la casa de la familia en la calle España había quedado desocupada varios meses. Renzi había viajado a Mar del Plata, se había desprendido de los muebles y la ropa y los cuadros de las paredes. Los libros los había dejado en un guardamuebles, en cajas, ya vería lo que iba a hacer cuando la casa al final se vendiera. Había también muchos papeles y fotos, e incluso algunas cartas que le había escrito a su padre mientras estaba estudiando en La Plata. Lo único que se había traído de la biblioteca era una vieja edición de Bleack House que su padre habría comprado en alguna librería de usados. Había descubierto o pensaba que había descubierto una relación entre uno de los personajes del libro de Dickens y el Bartleby de Melville. Pensó distraídamente que quizá se podría escribir una nota sobre el asunto y mandársela a Junior con la traducción del capítulo de la novela de Dickens para que lo dejaran en paz. [41]

Por lo visto su hermano iba a cancelar el viaje. Si al final vendía la casa y dividían la plata, le iban a quedar unos treinta mil dólares. Con esa guita podía renunciar al diario y vivir un tiempo sin trabajar. Dedicarse a terminar su novela. Aislado, sin distracciones. En el campo. El chivo expiatorio huye al desierto… Derecho ande el sol se esconde / tierra adentro hay que tirar. Pero vivir en el campo era como vivir en la luna. El paisaje monótono, los chimangos volando en círculo, las chicas entretenidas entre ellas.

19

El juicio fue un acontecimiento. En realidad no era un juicio sino una audiencia, pero en el pueblo todos lo tomaron como un acontecimiento decisivo y lo llamaban desde luego la causa, el proceso, el caso, según quién hablara, para significar que se trataba de un hecho trascendente, y como todos los hechos trascendentes tenían que ver (pensaban todos) con la justicia y con la verdad, aunque en realidad detrás de esas abstracciones se jugaban la vida de un hombre, el futuro de la zona y una serie de cuestiones prácticas. No había dos bandos porque las fuerzas no eran equivalentes, pero se tenía la impresión de asistir a una contienda y en las calles del pueblo, ese día, los corrillos y los comentarios retornaban una y otra vez a los hechos, como si toda la historia pasada estuviera en juego en el juicio contra Luca Belladona o en el juicio que Luca Belladona había entablado contra el municipio, según quién definiera la situación. Aparentemente lo que estaba en litigio eran los 100.000 dólares que Luca se había presentado a reclamar, pero muchas otras cosas estaban en cuestión al mismo tiempo y eso se vio en cuanto el fiscal Cueto empezó a hablar y el juez asintió a todos sus dichos.

El juez -el doctor Gainza- era en realidad un juez de paz, es decir un funcionario del municipio destinado a resolver los litigios locales. Estaba en un sillón, en un estrado, en la sala del Tribunal de Faltas del municipio, con un secretario de actas sentado al lado. El fiscal Cueto ocupaba una mesa abajo y a la izquierda, acompañado por Saldías, el nuevo jefe de policía. En otra mesa, a la derecha, estaba Luca Belladona, vestido con un traje de domingo, con camisa gris y corbata gris, muy serio, con varios papeles y carpetas en la mano y consultando de vez en cuando con el ex seminarista Schultz.

Mucha gente fue autorizada a presenciar la audiencia, estaban Madariaga y también Rosa Estévez y varios estancieros y rematadores de la zona, e incluso el inglés Cooke, dueño del caballo que había estado en el centro del litigio. Estaban las hermanas Belladona pero no estaba el padre. Todos fumaban y hablaban al mismo tiempo y las ventanas de la sala estaban abiertas y se oía el murmullo y las voces de los que no habían podido entrar y ocupaban los pasillos y las salas contiguas. No estaba tampoco el comisario Croce, que por decisión propia ya había dejado el hospicio y ahora vivía en los altos del almacén de Madariaga, que le había alquilado una pieza y lo tenía de pensionista. Croce pensaba que el asunto estaba arreglado de antemano y no quería con su presencia darle el aval a Cueto, su rival, que seguro iba a ganar esa partida con sus manejos turbios. Se veían pocas mujeres aunque las cinco o seis que estaban ahí se hacían notar por su aire de confianza y de seguridad. Una de ellas, una mujer muy bella, de pelo rubio y labios pintados de rojo, era Bimba, la mujer de Lucio, altiva, detrás de sus anteojos negros.

Renzi entró tarde y tuvo que abrirse paso, y cuando se ubicó en un banco de madera cerca de Bravo sus ojos se cruzaron con los de Luca, que le sonrió tranquilo, como si quisiera trasmitir su confianza a los pocos que estaban ahí para apoyarlo. Renzi sólo lo miró a él durante toda la tarde porque le pareció que necesitaba sostenerse en la presencia de un forastero que verdaderamente creyera en sus palabras, y a lo largo de las dos o tres horas -no lo recordaba ya con precisión aunque había un reloj en la pared que daba las campanadas cada media hora y había sonado varias- Luca lo miró siempre que se sintió en apuros o sintió que había logrado expresar lo que quería, como si Renzi fuera el único que lo comprendía porque no era de ahí.

El juez de paz, desde luego, tenía posición tomada desde antes de empezar la así llamada audiencia de conciliación, y lo mismo pasaba con la mayoría de los presentes. Los que hablan de conciliación y de diálogo son siempre los que ya tienen la sartén por el mango y el asunto cocinado, ésa es la verdad. Renzi se dio cuenta enseguida de que el clima era de victoria anticipada y que Luca, con su mirada clara y los gestos calculados y calmos de alguien que siente la violencia en el aire, estaba perdido antes de empezar. El juez lo señaló con la mano y le cedió la palabra. Tardó un poco en decidirse y luego en empezar a hablar, como si vacilara o no encontrara las palabras, pero al final se paró, con sus casi dos metros de estatura, y se puso de perfil para poder mirar a Cueto, porque en realidad fue a Cueto a quien se dirigió.

Parecía alguien que tiene una afección en la piel y se expone al sol; después de tantos meses de vivir encerrado en la fábrica, ese lugar abierto y con tanta gente le producía una especie de vértigo. Regresar al pueblo y presentarse ahí, ante todos los que odiaba, a los que hacía responsables de la ruina, fue la primera violencia a la que se vio sometido esa tarde. Se sentía y parecía un pez fuera del agua. Cuando levantó la mano para pedir silencio -aunque no volaba ni una mosca-, Cueto se inclinó sonriendo y distendido hacia Saldías y le comentó algo en voz baja y el otro también sonrió. «Bueno, bien, amigos», dijo Luca, como si estuviera por empezar un sermón. «Hemos venido a pedir lo que es nuestro…» No habló directamente del dinero que estaba en juego sino de la certeza de que esa reunión era un trámite -un trámite molesto si uno tenía que guiarse por su actitud recelosa- necesario para que la fábrica siguiera en manos de quienes la habían construido, y que ese dinero -del que no habló- era de su familia y que su padre había decidido cedérselo como anticipo de la herencia de su madre -estaba destinado exclusivamente a levantar la hipoteca que pesaba sobre su vida como la espada de Damocles-. Habían sufrido ataques y acechanzas, habían sido sorprendidos en su buena fe por los intrusos que se habían infiltrado y llegaron a dominar la empresa, pero habían resistido y por eso estaban ahí. No habló de sus derechos, no habló de lo que estaba en juego, habló de lo único que le interesaba, su proyecto demencial de seguir adelante solo con esa fábrica construyendo lo que llamaba sus obras, sus invenciones, y esperaba que lo dejaran -«que nos dejen»- en paz. Hubo un murmullo, no se sabía si de aprobación o de repudio, y Luca siguió adelante mirando alternativamente a sus hermanas, a Cueto y a Renzi, los únicos que en esa sala parecían entender lo que estaba en juego. Habló sin levantar la voz pero con un aire de confianza y de seguridad sin reparar en ningún momento en la trampa en la que iba a caer. Fue un error catastrófico -avanzó sin pensar hacia la perdición, sin ver, enceguecido por el orgullo y la credulidad-. Era visible que sólo perseguía un sueño, que seguía un sueño tras otro, sin saber adónde iba a terminar esa aventura pero seguro de que él no podía hacer otra cosa que defender esa ilusión que a todos les parecía imposible. Dijo algo así, Luca, al terminar y Gainza, un viejo taimado que se pasaba las noches jugando al pase inglés en el casino clandestino de la costa, le sonrió con condescendencia y le dio la palabra al fiscal.

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[41] «El capítulo 10 de la novela -The Law-Writer- está centrado en el copista Nemo (Nadie). Publicado en Nueva York en la revista Harper en abril de 1853, fue seguramente leído por Melville, que escribió Bartleby en noviembre de ese año. La novela de Dickens, que narra un juicio interminable con su mundo de tribunales y de jueces, fue un libro muy admirado por Kafka» (nota de Renzi).